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EL HISTORIADOR Y EL DETECTIVE

por Roberto Pucci

 

“La sabia historia de las aulas

no es menos ilusoria que esa mitología de la nada.

El pasado es arcilla que el presente

labra a su antojo. Interminablemente.”

Jorge Luis Borges. Los Conjurados.

            Marcelo Truzzi, en el ensayo titulado "Sherlock Holmes, experto en psicología social aplicada", [1] espiga las indicaciones metodológicas en la saga del detective. Según observa, no se encuentra en todo el 'canon' sherlockiano - integrado  por los 56 relatos cortos y las cuatro novelas que tienen como protagonista al hombre de Baker Street- una exposición sistemática del método, pero abundan las declaraciones dispersas que permiten una aceptable reconstrucción. De la misma emerge una figura que, aunque sólidamente inscripta en los parámetros del empirismo, dista de representar una versión simplista o vulgar del mismo. Tres son las cualidades principales del detective como investigador, y cada una de ellas representa al mismo tiempo los pasos fundamentales de su método: conocimientos, capacidad de observación y capacidad de deducción.

            El investigador debe poseer una vasta gama de conocimientos en las disciplinas pertinentes, porque de otro modo no dispondrá de su máximo de poder analítico. Conocimientos técnicos e información general, pero solamente aquella que sea útil para descifrar los enigmas: Holmes leía asiduamente la literatura sensacionalista, pero se declaraba ignorante en astronomía, por ejemplo, al punto de desconocer las leyes de Kepler. Sin esta información, de poco vale la capacidad de observación: si bien Holmes exclama, al estilo del Dr. Gradgring en Tiempos Difíciles, de Dickens: "¡Datos! ¡Datos", gritó con impaciencia. No puedo fabricar ladrillos sin arcilla", sabe suficientemente que aquellos de nada valen sin una teoría. [2] El punto de partida será siempre la observación y recolección minuciosa de datos –de pistas- para descubrir al criminal. Pero es la teoría la que ordena la observación; como observa Caprettini: "Dado que el diagnóstico de los datos ya visibles depende de su relación con los datos todavía invisibles, y que sólo la hipótesis permitirá descubrir, parece correcto concluir que la epistemología de Conan Doyle está muy lejos de la que propone la filosofía positivista". [3]

            Si todos los hechos fuesen directamente observables, entonces la observación agotaría en sí misma todo el proceso del conocimiento. Por el contrario, nunca -o casi nunca- disponemos de observaciones perfectas que vuelvan prescindible toda inferencia. Si bien se achacó a la historia su pertenencia a un campo singular del saber precisamente por padecer de esta limitación, de que sus datos sólo se establecen por observaciones indirectas en su inmensa mayoría, tal situación dista de ser privativa de la historiografía. Todo conocimiento científico apela a la observación indirecta, al establecimiento de datos por medio de inferencias.

            En cuanto a la ciencia detectivesca, el establecimiento de hechos no observados de manera directa es tan característico como en la historia. Si un crimen es observado por alguien ajeno e imparcial no habrá investigación, sencillamente porque no hay enigma. Un crimen característico es aquél en el que no intervienen más que dos personas: el asesino y la víctima; esta última jamás podrá atestiguar, como es obvio, mientras que el asesino no deseará hacerlo, o proporcionará falso testimonio. El detective, por lo general, no "ve" el crimen, sino sus indicios: tipos de sangre, armas, huellas digitales o de calzados, cenizas de tabaco Trichinopoly y cosas por el estilo. Por definición, un crimen que es un enigma no fue observado por nadie ni nadie podrá hacerlo, particularmente el detective/investigador (a excepción de ciertos casos de ficción en los que el detective resulta ser el criminal; esto también puede ocurrir, porqué no, en la vida real: pero entonces el falso investigador requerirá a su vez de ser investigado, con lo que volvemos al comienzo).

            La idea corriente, sin embargo, es que tanto el detective de Baker Street como el historiador promedio constituyen personificaciones del empirista nato: observar los hechos, respetarlos, compilarlos, no contaminarlos de teoría, "dejarlos hablar por sí solos". Pero difícilmente quede un historiador en "estado natural" que piense y actúe (o crea actuar) de tal modo. A su turno, y por mucho que haya perdido su ingenuidad, por mucho que se haya informado y meditado acerca de sus propios procedimientos, su base de empirismo no ha desaparecido. El apego del historiador a los hechos (los datos) es como su marca de fábrica. Sin ellos perdería su identidad y su razón de ser.

            En la vocación del empirista más recalcitrante, sin embargo, -y esto trasciende al historiador o al buscador de criminales- su actitud frente a los hechos es largamente menos pasiva que lo que estaría dispuesto a admitir (tanto él como nosotros). Caprettini encuentra, por el contrario, una mayor proximidad con el planteo popperiano del conocimiento como "faro" antes que como "receptáculo", citando la afirmación de Popper de que "una observación es una percepción planeada y preparada", afirmación que Sherlock Holmes gustosamente suscribiría. Gran parte de los ensayos integrados en la edición d6e Eco y Sebeok concuerdan en este perfil "popperiano" de la epistemología y metodología sherlockianas, y hay alguno que postula, en un tono quizá exagerado, que el personaje creado por Conan Doyle era "un eminente filósofo de la ciencia, muy por delante de la edad victoriana y eduardiana, casi un auténtico precursor del cáustico anarquismo de Paul Feyerabend" . [4]

            Podemos señalar en este punto un marcado paralelismo entre los procedimientos de Sherlock Holmes y los del historiador. En El signo de los cuatro, Holmes explicita su predilección por un modelo de pesquisa en el cual el enigma debe ser resuelto de manera teórica; [5] los hechos o pistas deben deducirse de unos pocos datos. Claro que la observación y recolección de información constituyen para él un punto de partida imprescindible, a la vez que un auxilio permanente en fases posteriores de la investigación. Pero un apego exagerado a los datos empíricos repugna a Holmes: se lamenta de recurrir a un perro sabueso para seguir ciertas huellas, y se alegra cuando el animal fracasa en su tarea, puesto que le permite proseguir la investigación apoyándose tan sólo en sus conjeturas. Ahora bien, lo que Holmes toma como virtud, para los historiadores constituye una desgraciada necesidad. Porque el historiador desearía contar, frente a su tema de investigación, con todos los datos posibles. Para ello suele compilar masas ingentes de información y busca insaciablemente la reconstrucción de series documentales, tanto que su ambición sería, en el horizonte de lo absoluto, reproducir analógicamente la  secuencia total de los hechos históricos. Pero como sabemos, nunca ha de lograrlo: toda investigación historiográfica es, por su misma naturaleza, una investigación a partir de datos escasos, porque en la cadena de los acontecimientos pretéritos abundan los eslabones perdidos. El historiador se ve obligado a sustituirlos con sus conjeturas, procediendo por lo tanto como el detective y recurriendo a los preceptos sherlockianos, sin quererlo.

            Sin embargo, Holmes no admitiría esta asimilación entre su actividad detectivesca y la del historiador; su imagen del historiador es semejante a la de Forster, en aquel antiguo y clásico ensayo sobre la novela, en el que ponía en contraste sus rasgos con los del relato histórico. [6] La literatura de ficción, afirmaba, es de naturaleza muy diferente a la historiografía, un tipo de  escritura que se propone contar la realidad.  El conocimiento histórico, según el novelista inglés, no será más que un conocimiento siempre inacabado, incompleto, puesto que el historiador sólo puede saber de la existencia de  sus personajes por lo que se muestra en la superficie. Lo observable de una persona consiste en sus actos y en ese residuo de su existencia espiritual que apenas puede deducirse de aquellos, pero de la que no tenemos información directa ni completa. La historia tendría como actor-personaje al Homo Sapiens: éste siempre contendrá secretos que no se pueden revelar, tal como ocurre con nosotros o con nuestros amigos. El Homo Sapiens es un ser de la vida real, alguien que presenta una faz visible y otra invisible, una vida pública y otra secreta, mientras que el 'Homo Fictus' (el personaje de ficción), por el contrario, es susceptible de comprensión total en la medida en que el novelista así lo desee: su vida interior y exterior pueden ser narradas cabalmente. La diferencia entre las dos especies se debe a que, en el caso del Homo Fictus, creador y narrador son una misma persona, el poeta o el novelista. La ficción cuenta con leyes que resultan inteligibles simplemente porque tales leyes son un 'dictum' de su creador. En cuanto a las leyes del mundo real, nada podemos saber acerca de ellas: "Si Dios pudiese contar la historia del Universo, el Universo se convertiría en ficción".

            La ficción, en consecuencia,  goza de un grado de libertad que resulta negado en la narración histórica: "Una novela está basada en evidencias con más o menos 'x' -escribió- y esta cantidad desconocida es el temperamento del novelista, una cantidad que modifica inevitablemente el efecto de la evidencia, llegando en ocasiones a transformarla por completo". [7] El historiador, por el contrario (según imaginaba Forster), conoce a sus personajes solamente por sus actos y apenas puede deducir una porción de su carácter a partir de esos actos: el relato historiográfico contiene puras evidencias que no dejan lugar a ese "más o menos x" aportado por el escritor de ficción. Si bien lo vemos, la argumentación de Forster combina curiosas dosis de seguridad decimonónica en la historia factual -al ver en ésta una pura narración de lo verídico- con un toque de escepticismo en cuanto a la capacidad de esa misma historia para lograr un conocimiento significativo del pasado.

            Para Holmes, el historiador tampoco agrega "x" a las evidencias, por lo que resulta incapaz de leer en los datos, de extraer de ellos su significado, la parte necesariamente oculta a la inteligencia, lo que vincula a un dato aislado con otros y permite reconstituir la serie causal a la que se integran. Una idea que prevalece y que encontraremos luego en Foucault: la del historiador como un inocente o un negado epistemológico, condenado a tratar míticamente con sus datos, a rendirle culto. En "La aventura del constructor de Norwood"  Holmes afirma:  "Mis instintos van en una dirección, pero los hechos van en otra, y mucho me temo que los jurados británicos no hayan alcanzado todavía el grado de inteligencia necesario para dar preferencia a mis teorías, frente a las realidades que presenta Lestrade". [8] Holmes se lamenta aquí del predominio que ejerce sobre la ciencia detectivesca de su tiempo la filosofía positivista y el credo empirista más vulgar. Tales principios, no obstante, -según creía- eran válidos para la historia, a la que relegaba a un plano puramente descriptivo: Watson era, a su entender, el "entusiástico historiador" de sus aventuras, quien para desempeñar su tarea sólo necesitaba "sentarse a la mesa con el papel delante". [9] Su misión es narrar las actividades y deducciones practicadas por el genial detective para descifrar los enigmas. La historia, en otras palabras, relata casos resueltos: es una narración que se construye "post hoc", no por tratarse de hechos pasados, sino porque son hechos ya explicados. El historiador  se limita a cronicarlos: cumple un humilde rol de escriba, acaso de comentarista; no es un descubridor, ni un científico, sino un simple testigo de la acción del investigador. No está llamado a descubrir la verdad, tan sólo a difundirla.

            El científico es el detective. Su ciencia consiste en la capacidad para tratar a los datos como lo que son: como indicios de una verdad necesariamente oculta. El contraste entre el historiador, simple colector de hechos, y el detective capaz de penetrar más allá de su significación aparente conforma la tensión dramática entre Watson y Holmes en toda la saga. Una excepción notable se encuentra en El sabueso de los Baskerville, novela en la que el Dr. Watson lleva adelante gran parte de la investigación, por encargo de Holmes, y no lo hace mal. Claro que las deducciones magistrales y la solución del caso corren por cuenta del detective. La lectura de indicios requiere de todas las capacidades del científico-detective: meticulosidad en la observación, amplia preparación científica e información general, gran poder de razonamiento lógico para elaborar sus inferencias. Para quien no posee estas cualidades, un dato o un indicio le conducen a inferencias erróneas, o más comúnmente, el indicio ni siquiera es registrado como tal, y por lo tanto a nada le conduce. John Watson, el cronista, vive por este motivo en estado de perplejidad ante las hazañas intelectuales del héroe.

            La relación del investigador con los datos es más refinada aún. En "La aventura del Colegio Pryor" se ilustra el doble nivel de este diálogo entre el investigador y los hechos: los indicios o evidencias de un hecho pueden ser espontáneos o  intencionales, y el científico debe estar preparado para llegar hasta ese nivel intencional. En el caso mencionado, el criminal produce indicios deliberadamente falsos para despistar al detective, mediante el empleo de herraduras en forma de pezuñas de vaca colocadas en las patas de caballos. El dato fue producido para engañar al ojo experto, que puede descifrar las huellas dejadas por diversos tipos de vehículos, por variadas especies animales o por diferentes tipos de calzados. Ante los ojos de un profano, tales indicios permanecerían mudos e infértiles como fuentes de conocimiento, aún en el caso de ser auténticos. El dato simplemente no existe mientras no se presente un investigador capaz de registrarlo. El registro  intencionado del criminal en "La aventura del Colegio Pryor", sin embargo, conserva un residuo involuntario, incontrolable para el propio falsificador, pero no para el ojo experto del científico-detective. Las huellas que detecta pertenecen a vacunos, pero su ritmo de trote y de galope, marcado por la distancia entre las huellas, le permite descubrir la falsificación. Ese ritmo pone en evidencia que se trata de caballos con falsos "zapatos". Por lo tanto, infiere que alguien pasó por allí montado a caballo. El investigador perspicaz debe leer los datos -los signos- a distintos niveles, si no desea incurrir en "inocencia epistemológica". Y no basta la pericia técnica en la lectura de los indicios; se requiere también de un principio metodológico, que podemos denominar como la práctica de la desconfianza sistemática: si formulamos una hipótesis que parece como la más probable, hasta casi segura, debemos proponer sin embargo una hipótesis alternativa, por improbable que parezca.

            Jaime Rest [10] apuntó que el significado último del relato de las aventuras de Alicia reside en la intención de Lewis Carroll de poner de relieve que el método científico (la producción de conocimiento) no es otra cosa que el conjunto de medios que escogemos como apropiados para llegar a un fin que nos hemos propuesto previamente. Borges, en algún lugar, razonaba en idéntica dirección, al observar que nadie acumula evidencias en favor de una idea o de una aseveración en la que no cree. Esto parecería deslizarnos hacia el tópico de la honestidad y del rigor intelectual del investigador, pero hay algo más que un matiz de diferencia. Se puede ignorar u ocultar evidencias que refuten una hipótesis, y eso es deshonestidad científica; se puede ser inadvertido en la apreciación de un dato determinado, lo que representa falta de idoneidad o de rigor en la materia. La construcción popperiana se funda precisamente en la disposición del científico/investigador para buscar evidencias que refuten sus hipótesis, pero ese científico no supera sin embargo la fatal limitación señalada por Borges, Carroll y también por Conan Doyle: el investigador de moral más perfecta y de mayor destreza técnica en su oficio seguirá siendo, pese a todo, alguien que busca datos a favor de su teoría.

 


[1] En Eco, Umberto y Thomas A. Sebeok, eds. El signo de los tres. Dupin, Holmes, Peirce. Barcelona, Lumen, 1989,  pp. 82-115.

[2] Arthur Conan Doyle. “The Adventure of Copper Beeches”, en Adventures of Sherlock Holmes. The Penguin Complete Sherlock Holmes. London, Penguin Books, 1981.

[3] Caprettini, Gian Paolo. “Peirce, Holmes, Popper”, en Eco y Sebeok, cit., pp. 185-209.

[4] Rehder, Wulf. “Sherlock Holmes, detective filósofo”. En Eco y Sebeok, cit., pp. 295-312.

[5] Conan Doyle. The Sign of Four. En The Penguin Complete, cit.

[6] E. M. Forster. Aspects of the Novel. London, Arnold & Co., 1927.

[7] Forster, cit., pg. 85.

[8] Conan Doyle. “The Adventure of The Norwood Builder”, en The Return of Sherlock Holmes. The Penguin Complete, cit.

[9] Idem.

[10] Jaime Rest. Mundos de la imaginación. Caracas, Monte Avila, 1978.

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