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Un acercamiento a la parte que nos toca

Todos somos el Santiago de Juárez

 

Por: Pablo Tasso  

 

Pienso que detrás de los pequeños actos se encuentra la cifra total tanto de las personas. En éste caso, creo que la vida de Carlos Arturo Juárez, como la de cualquier persona sobre la cual uno centre la atención, es un dechado de pequeñas piezas que de la misma manera que una línea es una sumatoria de puntos- unitariamente no son otra cosa que fragmentos en los que se sintetizan y reflejan el resto de las partes. No en vano se asegura que un gesto vale más que mil palabras.

Así, circunstancias históricas que podríamos denominar ínfimas, son sin embargo pequeños mensajes cifrados que, observados a tiempo, nos previenen de los acontecimientos que luego es más difícil detener. Esos pequeñísimos episodios suelen denunciar las debacles de las que luego los pueblos se arrepienten, siempre tardíamente. Así se arrepintió cierta parte de la Alemania, que no alcanzó a comprender que la pirotecnia verbal de ese joven dibujante que hoy conocemos mejor como Adolf Hitler, acabaría por encender en los germanos la xenofobia que chamuscó a toda Europa y cremó a millones de judíos.

Sin ánimo de comparar, creo que la historia del juarismo era imprevisible de la misma manera que el holocausto nazi o la Guerra de Malvinas. Su larga historia está llena de episodios que en todo momento lo desnudaron, especialmente en su pasión por el poder por encima de todo (incluso del dinero), por encima del bienestar de su población u otras ilusiones de la ciudadanía que siempre le dio su crédulo voto de confianza y de papel.

Así pienso ahora las circunstancias que terminaron con la asunción de Carlos Juárez al poder de la provincia por primera vez, en 1949. Juárez era, en ese momento, un joven de apenas 27 años que aspiraba a un puesto en la lista sábana de quien estaba designado por Juan Domingo Perón como el candidato a gobernar Santiago del Estero. Eran los tiempos en que el naciente peronismo se inspiraba más en el fascismo alemán que en los ideales de los aliados, que acaban de triunfar en la Segunda Guerra, y que arraigarían más profundamente luego, cuando surgiera el pánico al fantasma rojo del stalinismo con el que los mismos Nazis habían pactado inicialmente.

Probablemente Perón buscaba en ésos años hombres con una ética lo suficientemente firme para serle fiel en todo el territorio de la nación. Hombres tan fieles que luego necesitarían del aliento de Eva Perón para plantearle al general, las demandas de la población. En Santiago, Perón creyó ingenuamente encontrar ese perfil en un hombre que había dado sobradas muestras de inteligencia y compromiso con la sociedad. Ese hombre sería misteriosamente el primer enemigo de Carlos Juárez: Orestes Di Lullo.

No he leído aún esta parte oscura de nuestra historia, que quizá esté escrita ya por alguien, o sea archiconocida por todos. Como desconozco si se encuentra debidamente documentado el episodio, lo citaré apelando al relato originado en boca de otros, haciéndome eco de la fuente de información más consolidada en una provincia en la que los correveidile no escasean, y en la que los medios de información se caracterizan por competir por la propaganda oficial, así como por esas gacetillas redactadas con sospechosos arcaísmos.

Si me preocupo por este incidente mínimo y primigenio que aún no he relatado es porque considero -como muchos-, que en la primera línea está cifrado el contenido de toda la novela. De esta manera creo que el ascenso de Juárez contiene mayores elementos de los que nos hemos preocupado en inferir.

Al parecer, el General Perón ya con la banda puesta en su primera presidencia- tras haberle concedido a Di Lullo la venia de una candidatura segura, se aplicó a negociar con el resto del naciente justicialismo local, las bancas y cargos sobrantes. Así surgieron nombres y apellidos que ofuscaron a Di Lullo, que se consideraba en el derecho de elegir su entorno. Había especialmente un muchacho que Di Lullo no toleraría en su lista. Previsiblemente, ese joven era el joven Juárez.

Demostrando una quizá escasa habilidad política, Orestes Di Lullo le manifestó a Perón que si se le imponían nombres que el no consideraba apropiados, éste escribiría su renuncia inmediata. Así, de esta manera, Perón eligió en el apremio de aquella elección a quien todavía hoy se supone lleva los pantalones en la reconstituida Casa de Gobierno de avenida Rivadavia.

El arte de lo posible

A Carlos Menem le gustaba definir la política como el arte de lo posible. Me gusta la definición porque tiene la pretensión de encuadrar a la política como una especie de octavo arte que quiere colarse (como pasajero de Alien) entre el resto de las grandes disciplinas artísticas. Pero además, la definición incluye solapadamente la idea de que es necesaria una estética para llevar a cabo las posibilidades de la realidad. Y en las democracias más antiguas, en definitiva es así, puesto que sin una estética que le agrade al espectador, el poder acaba sucumbiendo frente a la oposición que ofrece una propuesta que se presenta como mejor.

¿Qué era lo que nos molestaba de Menem sino aquello que los analistas denominaron la "obscenidad" menemista? Dice Andrés Dapuez en referencia al ajuste de la última década: "se le criticó su obscenidad, como si se pudiera haber hecho lo mismo pero más discreta y burguesamente; es decir con mayor gusto".

Efectivamente puede afirmarse que a muchos (políticos) les hubiera gustado llegar a la misma situación pero menos obscenamente, algo que en definitiva irritó de los gobiernos de Iturre y de aquel malogrado delfín que acabó con el tizne del 16 de diciembre.

La puesta a prueba de esa estética tan deseada se dio en el Santiago juarista. Una lenta cocción que ha trocado la idea de una provincia de vida serena y agradablemente lenta que hasta defendía Canal Feijóo-, por la de una inacción total que nos ubica como una de los estados menos productivos y más pobres del país. Juárez a sabido desarrollar su tarea política discutible por cierto- con el buen gusto suficiente como para que buena parte de la sociedad encontrara necesaria su situación de pobreza, de la misma manera que a nivel nacional otro grupo encuentra justificable el ajuste. Juarez, como conductor, ha sabido convencer de que "no hay otra alternativa" que la de sus cuentas claras. Como parte de su efectiva estrategia nos anunció hace un par de días: "los santiagueños serán pobres, pero no tontos", dándole a la pobreza ese status de dominación que la Iglesia Católica hizo suyo después de Cristo, con aquello de "benditos los pobres porque de ellos será el reino de los cielos". En este sentido, la pobreza es un bien superior al de la alimentación la salud y la educación. Si a eso se refiriera Juárez, pues no hay duda que sus ideas poseen una larga tradición precedente. Sin embargo Juárez va más allá, pues su elogio está directamente relacionado con la aprobación estética de su arte de gobierno, que posee cinco victorias democráticas desde aquel fatídico 1949.

De todos modos, toda estética acaba por cansar. Así el realismo, expresionismo o el romanticismo, cayeron combatidos con más violencia (y argumentos) que la que hoy se desata en contra del juarismo. El combate contra los preceptos del romanticismo por ejemplificar- no tiene una raíz en algo abominable en sí, sino en el hartazgo de una buena corriente que había dominado ya demasiado tiempo. Así, hoy podemos fantasear con que estamos aterrados por la persecución política de la Secretaría de Inteligencia a cargo Antonio Musa Azar. Pero se trata de una fantasía, porque el juarismo realizó persecuciones políticas desde su segundo gobierno, cuando comenzó a confeccionar sus largas listas de venganzas personales. En ese sentido, los medios fueron salvo alguna excepción que desconozco, pero que siempre existe- cómplices de las cacerías políticas de Juárez y sus cófrades, de su esposa y sus rameras.

¿Asustarse hoy? Lo raro es no haber estado asustado siempre.

O las imposibilidades del arte

Lo cierto es que luego de este medio siglo de proyecto juarista los santiagueños hemos visto modelarse a fuego nuestra idiosincracia actual. Sería injusto echarle al gobierno la culpa de nuestra crisis casi terminal. Todos somos responsables en una medida personal, grupal o finalmente- social.

Hemos visto lentamente encajado con el modelo de fantástico en cuanto género literario- de la "revolución productiva" de los tractores ambulantes; con la surrealista inauguración de "plazas desmontables"; y con la sospechosa expulsión de más de la mitad de la población, en un éxodo solo equiparable a los fenómenos ocurridos en tiempos de guerra.

Quizá el tipo santiagueño ha debido adaptarse a este estado de cosas, encontrando en el retraimiento de la siesta la figura de una resistencia pasiva que acaba manifestándose en casi todas las áreas de la vida social. Ese letargo se ve claramente incluso en la oposición política, dormida pero sin sueños, aceptando la pesadilla como esa parte de la realidad que se toma como inmodificable en un suspiro que recuerda al así es la vida, tan desmotivante.

Pero eso no es lo peor. El arte, lugar en donde normalmente se cobijan los díscolos, carece de un cuerpo capaz de resistir el embate político. Nuestros pintores, músicos y escritores lejos de combatir el juarismo, lo han aceptado como Sancho a los molinos de viento, negando el problema o dándole estocadas con espadas de plástico.

Nuestra música, otrora reflejo octosilábico de las penurias del hachero o del obrajero, se ha convertido en una nebulosa en la que la palabra "magia" se repite con una insistencia circense.

Además, no es fortuito que el folklore se haya constituido, casi totémicamente en la única manifestación musical, desplazando a todos aquellos que eligen el sudor del conservatorio o el estudio solitario de un instrumento. Así como nos ha traicionado el letargo, de la misma manera, nuestro arte padece de la enfermedad del éxito rápido y miope del asado dominguero. El triunfo de la chacarera por sobre otras expresiones, ha vencido a un centenar de excelentes músicos que han puesto su destreza a disposición de unos arpegios fáciles que, por supuesto, les ha permitido mantener la costumbre de alimentar la boca mientras el espíritu se les enflaquece.

Pero el fenómeno del folklore no es simplemente musical. Una decena de pintores se ha volcado a dibujar lo que las más conspicuas chacareras dictan. Así vemos difusas salamancas o inquietantes zupays, estampados como telón de fondo de cada Festival veraniego, como la máxima expresión de un arte que conoció las venus que nos dejara Gómez Cornet, y que hoy flaquea ante la misma "magia" indescifrable y detrás de la que sospecho se oculta el viejo truco del opio del pueblo.

¿Le queda a la poesía un vigor que como arte mater salve al resto? Es posible que allí se encuentre aún la semilla sin germinar, pero sin duda una buena parte de nuestros poetas se encuentran bajo este embrujo folk, sin proponerse hacer de ello lo que sería muy loable- una manifestación universal de nuestra idiosincracia. Pero vemos que muchos acaban prefiriendo la afirmación local, y hasta en casos denostando un supuesto extramuros hostil para con las manifestaciones vernáculas. Lo cierto es que el aplauso local es siempre más rápido y por eso a la larga, buena parte de nuestros artistas serán carne para el olvido. Con algunos novelistas y narradores sucede algo similar. Es cierto que algunos aspiran a una trascendencia nacional, pero, ¿no es la vida del Potro Rodrigo un facilismo indigno hasta para las andanzas de Platero y Yo? Al ejemplificar, veo que ejemplificar no tiene sentido.

Y la imposibilidad de concluir

Viene la parte en la que debería hacer una conclusión, pensar en las bases del Santiago Viable. Pero esa es una tarea que le compete a nuestra república al revés, a nuestra sociedad patas para arriba, y a todos los que aún al revés somos capaces de debatir y vencer en las ideas con los que se escandalizan con la posibilidad una teta al aire en el Teatro "25 de Mayo".

Si por mi fuera, esta nota no terminaría nunca. Porque así no sentiría el vacío enorme de lo que queda por hacer, y de que al fin y al cabo, las palabras son solo un sonido que se diluye demasiado (o todo lo contrario) hasta llegar a los oídos. Sócrates no quiso escribir, y quizá sabía por qué. Las palabras nunca conforman, nunca satisfacen al que las pronuncia porque adentro de la mente no existe ese estancamiento de la frase pronunciada definitivamente, y que ya no se corrige.

Sin embargo, a pesar del cuadratín y del punto final, debemos seguir escribiendo, pensando y diciendo, aunque más no sea para corregir infinitamente el correoso rumbo de las ideas. Y quizá, el correoso rumbo de un Santiago que hoy está demasiado moldeado por Juárez.

Sarmiento - invocarlo ante nuestra menguada educación parece un improperio- se equivocó al decir aquello de que "las ideas no se matan". La muerte de las ideas está en esa imposibilidad del salir, en la no pronunciación. Es la educada forma que tienen las democracias modernas para controlar a los que aun se animan a pensar y molestar al sistema con la minúscula unidad del pensamiento: la idea en contra. Juan Filloy, escritor recientemente fallecido, decía que en la lectura -y por cierto en la escritura-, se encontraba el acto de duda por naturaleza. Porque correr la mirada de una punta a otra del renglón, y luego hacerlo con el renglón siguiente, no es otra cosa que mover la cabeza en una constante negación. Lo mismo sucede con el carretel de la máquina de escribir. Para que el cuadratín sea puesto y así justificar al buen diagramador, no se me ocurre otra cosa que terminar complacido, porque el buen lector ha hecho lo que en definitiva imaginaba: negar con su cabeza cada una de mis líneas.

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