"El fin del secreto.Ensayos sobre la privacidad contemporánea"Gabriel Cocimano Editorial Dunken, ISBN 987-02-0194-6, 141 pp.- |
Sobre disímiles escenarios (imponentes islas desérticas,
casas totalmente aisladas, estudios de TV funcionalmente adaptados) un grupo
de seres anónimos refleja sus conductas frente a las cámaras de televisión.
El mecanismo de estos experimentos
sociales no es azaroso: aquellos anónimos son, en realidad, participantes, previamente seleccionados
según determinadas pautas de producción; los escenarios –aunque en muchos
casos naturales- también responden a normas y reglas prefijadas. La cantidad
de días en que esos participantes deberán exponerse a la mirada de millones
de espectadores, los elementos y vestimentas que podrán utilizar, y las
pruebas y competencias a las que serán sometidos, están pactados con antelación.
Las reglas tienden a acotar el margen de episodios caóticos e imprevistos,
para que las conductas expuestas
de los participantes tengan la imprevisibilidad esperada.
Bajo estos lineamientos,
la industria del entretenimiento global ha impuesto en la televisión de
fin de siglo el formato de los reality
shows, espectáculos que combinan competencias y desafíos por un premio
en dinero, exposición permanente de conductas y situaciones entre los protagonistas
y la participación del público como espectador y como votante para elegir
a aquellos candidatos a ser excluidos en cada ciclo. Exitosos en Europa
y los EUA, este tipo de ciclos se extienden por las pantallas de otros países,
con el mismo o similar formato y audiencia.
Jóvenes de posición socioeconómica
media –con edades que oscilan entre los 20 y los 40 años- es el target de los anónimos aspirantes a participar
en los reality shows. Si bien la modalidad de estos programas responde a
una tendencia creciente en la televisión de los ’00, tiene que ver con la
búsqueda de entretenimientos de gran impacto y bajos costos, que atraigan
al público esencialmente joven. Además, “para el espectador, cansado de
los excesos de producción (tanto en cine como en TV), estas tramas se le
presentan como despojadas, sin tantos vicios narrativos ni rutinas adquiridas”.
[1]
¿Realidad o ficción? A
lo largo de los años ’90, se ha profundizado una paradoja mediática acerca
de la naturaleza de ciertas emisiones. Por un lado, los programas de información –noticieros, periodísticos- encargados de
mostrar la realidad, han espectacularizado sus contenidos: anuncian
con anticipación la dosis cotidiana de violencia, mezclan los géneros narrativos,
no escatiman el impacto de determinadas noticias en detrimento de otras
menos ‘vendibles’, utilizan técnicas de edición y de montaje para realzar
ciertos efectos informativos, etc.- En cierta forma, estos programas de
información –“en los que la TV ofrece enunciados acerca de hechos que se
verifican independientemente de ella”
[2]
- tienden cada vez más a ficcionalizar la realidad.
Bettetini dirá que la TV “transforma la realidad en un espectáculo realista”.
[3]
Por otra parte, los programas de ficción (dramas, comedias,
culebrones, tiras unitarias) muestran cada vez más el ritmo y los hechos
de la realidad: desde filmes sobre episodios policiales de archivo hasta
tiras diarias que muchas veces aluden a acontecimientos de la actualidad
político-social –en un lenguaje cada vez más coloquial y corriente, con
problemáticas que tienen que ver con el cotidiano de la gente- pasando por
toda clase de programas de entretenimientos, esta ficción habla hoy
mucho más de la realidad de lo que lo hacía veinte años atrás.
¿Acontecimiento o espectáculo? Eco dirá
que la TV muestra cada vez menos acontecimientos, esto es, hechos
que ocurren por sí mismos, con independencia de la televisión, y que se
producirían también si ésta no existiese. El retroceso del acontecimiento
en beneficio del espectáculo mediático tiene que ver con las complejas
características de la estructura televisiva: su mundo interior –lo que ocurre
en ella y su contacto con el público- es más potente que lo que sucede fuera
de ella. “En los programas de entretenimiento (y en los fenómenos que producen
y producirán de rebote sobre los programas de información ‘pura’) cuenta
siempre menos el hecho de que la televisión diga
la verdad que el hecho de que ella sea la verdad”.
[4]
¿Es un reality show un espectáculo?
En todo caso, podemos hablar de espectáculo cotidianizado, como refiere Giovanni Bechelloni
[5]
, para quién “la cotidianización
-la rutinización- de la espectacularidad mata a la espectacularidad
misma, transformando lo que en origen se presentaba como espectáculo (...)
en vida, en ‘naturaleza’”.
La ciencia ha hecho anteriormente
sus experiencias de aislamiento y comportamiento humano monitoreado en las
estaciones espaciales y en el proyecto “Biosfera
Geo2”, en el que un grupo de seis personas iban a vivir aisladas en
un micromundo autosuficiente, pero el experimento fracasó.
Las llamadas Cámaras Gessell utilizadas en ciertos reality shows –y que se ven
en las películas cuando un testigo tiene que identificar a su asaltante
en la seccional de policía- originariamente fueron pensadas para estudiar
conductas humanas en los laboratorios psico-sociológicos norteamericanos
hacia 1930, en plena época de totalitarismos y en medio de la II Guerra
Mundial: el objetivo era medir hasta dónde un grupo podía influir en la
persona y, fundamentalmente, hasta dónde una persona podía manipular un
grupo.
[6]
Esta suerte de experimentos mediáticos
que son los reality shows –comparables a los laberintos
donde los psicólogos conductistas estudiaban las conductas de los ratones-
constituyen, para Román Gubern, “un pacto interesado, por los premios y la popularidad, entre el
exhibicionismo rentable de unos cuantos y la voracidad mirona del público,
que convierte las telepantallas domésticas en agujeros de cerradura”.
Algunos filósofos y pensadores han
definido como posmoderna
a la sociedad actual, argumentando que los grandes ejes de la modernidad
(revolución, disciplinas, vanguardias, ideologías, optimismo tecnológico
y científico, utopías) se estaban disipando a medida que se acentuaba el
desarrollo tecnológico ligado a los procesos comunicacionales y de la información.
“La anexión cada vez más ostensible de las esferas de la vida social –dice
Gilles Lipovetsky
[7]
- por el proceso
de personalización y el retroceso concomitante del proceso disciplinario
es lo que nos ha llevado a hablar de sociedad
posmoderna (...): cambio de rumbo histórico de los objetivos y modalidades
de la socialización (...); el individualismo hedonista y personalizado se
ha vuelto legítimo y ya no encuentra oposición; dicho de otro modo, la era
de la revolución, del escándalo, de la esperanza futurista, inseparable
del modernismo, ha concluido (...) La sociedad posmoderna no tiene ídolo
ni tabú, ni tan sólo imagen gloriosa de sí misma, ningún proyecto histórico
movilizador, estamos ya regidos por el vacío,
un vacío que no comporta, sin embargo, ni tragedia ni apocalipsis”.
La lógica de la indiferencia, de
la seducción, de la satisfacción del deseo y la mentalidad inmediatista,
del fin de las certezas y el rechazo de la razón forman parte del universo
de tópicos que caracterizan la posmodernidad. Término sospechado
de ambigüedad y contradicción: verdadero credo global que se opone a la
idea de cambio y niega la posibilidad de nuevas grandes verdades, la era
posmoderna se caracteriza por un furor desmitificante, aunque, paradójicamente,
“se trata de la época en que se crean y se sostienen la mayor cantidad de
mitos: el de la eterna juventud, el de comer determinados alimentos
que tienen la clave del bienestar, el de que no hay que perderse nada, el
de la aceleración. Es el paso de los mitos de la espacialidad
a los de la temporalidad”.
[8]
El sueño de Narciso
En su ensayo “La cultura del Narcisismo”, Chr. Lasch
[9]
se refería a la mutación antropológica percibida en occidente
en torno a la aparición de un nuevo estadio del individualismo: para él,
el narcisismo designaba el surgimiento
de un perfil inédito del individuo en sus relaciones con él mismo y su cuerpo,
y también con los demás, el mundo y su tiempo histórico. En este individualismo
puro, la propia esfera privada cambia de sentido, y se expone únicamente
a los deseos cambiantes de los individuos: vivir el presente, lograr la
realización personal, glorificar el deseo, obsesionarse por el cuerpo como
objeto de culto, renunciar a los grandes ideales políticos, revolucionarios,
religiosos y sociales.
Liberado de la conciencia de clase, de
las ataduras del pasado, “el Yo debe convertirse en la preocupación central:
se destruye la relación, qué más da, si el individuo está en condiciones
de absorberse a sí mismo (...) El narcisismo es una respuesta al desafío
del inconsciente: conminado a reencontrarse, el Yo se precipita a
un trabajo interminable de liberación, de observación y de interpretación”.
[10]
El Narciso
de la leyenda, el que se enamoró de su propia imagen reflejada en la superficie
de las aguas, parece ser el símbolo de nuestro tiempo. “¿Qué otra imagen
podría retratar mejor la emergencia de esa forma de individualidad dotada
de una sensibilidad psicológica, desestabilizada y tolerante, centrada en
la realización emocional de uno mismo, ávida de juventud, de deporte, de
ritmo, menos atada a triunfar en la vida que a realizarse continuamente
en la esfera íntima”.
[11]
Imaginemos a Narciso en un Big Brother: reflejado no ya en su propio
espejo, sino en el de millones de espectadores, revela su satisfacción vanidosa
y su obsesión por sí mismo; parábola del ego puro, su autoseducción no lo
impulsa a amar, sino a ser amado y complacido. Individualista desbordado,
hedonista empedernido, Narciso se autoproclama como verdadero objeto de
culto y, en consecuencia, está en juego su deseo de complacer, seducir y
ejercer fascinación, como medio de autoafirmar su propia magnificencia.
Enfocado por las cámaras noche y día, en sus jornadas de encierro televisivo,
Narciso parece vivir su momento de gloria.
En las sociedades occidentales más desarrolladas,
el incremento del ocio y del tiempo libre ha dado paso, en los últimos años,
a una nueva ética permisiva y hedonista. El principio de realidad, del que
hablaba Freud, ha experimentado ciertos cambios: ya no exige, como antaño,
la represión del principio del placer, que implicaba tiempo restado al trabajo
productivo. En el reinado del Consumo, el ocio ya no es asocial, superfluo
y anárquico, sino necesario y funcional al sistema. El hedonismo, identificado
en la antigüedad con los sectores ociosos –constituía “una típica moral
aristocrática, sólo posible en el Jardín de Epicuro, lejos de los esfuerzos
del trabajo y de los sinsabores de la vida cotidiana”
[12]
- parece hoy democratizarse y extenderse hacia una amplia
franja de sectores.
Es en esta sociedad light, de indiferencia social y política,
de ruptura con el pasado, de avidez por el placer y descompromiso emocional,
de la obsesión por la imagen, la información y la velocidad, en que Narciso
hace su aparición. En “La era del acceso”, Jeremy Rifkin retrata
a un nuevo arquetipo humano, más interesado en tener experiencias
excitantes y entretenidas que en acumular cosas, menos reflexivo y más espontaneo,
piensa más con imágenes que con palabras, iguala soberanía del consumidor
con democracia; para él, lo que cuenta es el acceso, estar desconectados
es morir: lo suyo es el mundo de la hiperrealidad y la experiencia
momentánea.
Este nuevo humano, individualista, flotante
y obsesivo de sí mismo, escéptico en materia política e indiferente a la
utopía y la revolución ha encarnado, como nunca antes, un valor fundamental:
el de la realización personal, el énfasis en la singularidad subjetiva y
en la búsqueda de la propia identidad. “Demasiado absorto en sí mismo, renuncia
a las militancias religiosas, abandona las grandes ortodoxias, sus adhesiones
siguen la moda, son fluctuantes, sin mayor motivación”.
[13]
Pero Narciso cojea de un pie; su propia
idealización, su sentimiento de superioridad y sobrevaloración contrastan
con una guerra que se libra en su propio interior: un Yo dividido –como
observara Freud
[14]
- uno de los cuales arroja su furia sobre el otro, y que
incluye a la conciencia moral, la censura onírica y el ejercicio de la principal
influencia en la represión. “La organización narcisista es de doble faz. Detrás de este perfil de grandiosidad y sobrevaloración
asienta otro, muy opuesto al anterior, en el que el propio vivenciar es
de vacío, inutilidad, empobrecimiento, fealdad, incapacidad, debilidad física
y enfermedad. En esta otra cara de la moneda es donde la frustración, la
ofensa externa, producen la agresión narcisista interna, la furia contra
uno mismo, presentándose malestares orgánicos, congojas y pesares”.
[15]
Ese Superyó punitivo, sugirió Lasch, se
presenta bajo la forma de imperativos de éxito que, de no realizarse, desencadenan
una crítica implacable contra el Yo. De allí la fascinación ejercida
por las personalidades célebres que, estimulada por los medios masivos,
“intensifican los sueños narcisistas de celebridad y de gloria, animan al
hombre de la calle a identificarse con las estrellas y le hace aceptar cada
vez con más dificultad la banalidad de la existencia cotidiana”.
[16]
Pese a todo, Narciso, cautivado por sí
mismo, deseoso del desafío de enfrentar las cámaras televisivas, emprende
gozoso el camino de ofrecer su intimidad a la aceptación o el rechazo
de la mirada de la sociedad.
Cuando el semiólogo italiano Umberto Eco,
en su ensayo ya citado, describía la televisión de principios de los años
’80, diferenciaba enfáticamente el estilo y la estructura de los primeros
años de la TV respecto de las características que se comenzaban a gestar
en ella por aquellos tiempos; a la primera la denominó “Paleo-TV”:
una televisión concebida para un público ideal, moderado, que hablaba de
manera depurada y “procuraba que el público aprendiera sólo cosas inocentes,
aún a costa de decir mentiras”
[17]
. La “Neo-TV”,
en cambio, no sólo habla cada vez más de sí misma (y menos del mundo exterior)
sino que también pretende que el público se reconozca y se diga: “somos
nosotros mismos”.
Esta televisión utiliza cada vez más el
lenguaje corriente, muestra cada vez más a los seres cotidianos, con sus
problemáticas, sus necesidades, alegrías y tristezas, también corrientes.
Y además exhibe, inevitablemente, el reinado de la manipulación y la competencia,
regido por un sistema que glorifica el consumo y persuade de sus bondades.
¿La TV como emergente de la sociedad que vivimos?.
El medio televisivo interpreta –a través de su peculiar estructura-
lo que ocurre en la vida real, más allá de su tendencia a la espectacularización.
Pero muchas veces recrea la propia
realidad, vale decir, construye una escena que hace las veces de realidad; en definitiva, simula, nos ofrece unos hechos reales que
no son tales y que, sin embargo, translucen la verosimilitud y la lógica
de la realidad.
¿Qué ocurriría con los reality shows de
no mediar la presencia de las cámaras de TV? “Desde las ceremonias papales
hasta numerosos acontecimientos políticos o espectaculares, sabemos que
tales acontecimientos no se hubieran concebido tal como lo fueron de no
mediar la TV. Nos hemos ido acercando cada vez más a una predisposición
del acontecimiento natural para fines de la transmisión televisiva”.
[18]
Algunos de los argumentos marketineros
de los reality shows –“la vida real en directo”, “espiar la vida privada”-
apuntan a un público que, ávido de reconocerse en el otro, descubre en él
sus propias miserias, egoísmos y vanidades. Pero también apelan a un espectador
cada vez más obstinado en satisfacer el deseo audiovisual, voyeur que gusta husmear en los más recónditos lugares de la intimidad
y el secreto: un sujeto absorbido, como está, ante la pantalla, “como el
sexo absorbe al mirón: a distancia. Ni espectadores ni actores: somos unos
mirones sin ilusión”.
[19]
El éxito de este tipo de programas –sean
efímeros o no- radica en que ponen de manifiesto algunas de las características
de la actual sociedad narcisista: el éxtasis de la mirada y el mostrar,
el placer hedonista de seducir y sentir atracción, el descompromiso
social y afectivo propios de la era del consumo y la competencia.
Sobredosis de TV
Los reality shows no descubren el
costado salvaje de una sociedad de la competencia y la exclusión: sólo recrean
la vieja visión del hombre como lobo del hombre, y ponen en juego las aristas
de un darwinismo social que postula el triunfo del más apto. Aquel que esté
mejor diseñado para resistir las diferentes situaciones que le toque vivir,
aquel que logre adaptarse al proceso de convivencia que implica una sociedad,
con sus reglas y sus normas y pueda, a su vez, establecer alianzas y estrategias
para llegar a una meta preestablecida, será el ganador. Una fórmula que
no es muy diferente a la de la vida real.
Sólo que, juego o competencia, esta
ficción real exacerba esas reglas,
las muestra descarnadas, las hace evidentes por las características mismas
del evento. En las alianzas –efímeras o no- entre los participantes para
lograr permanecer hasta el final de la competencia, en el afán de agradar
y seducir al resto de sus compañeros/as y al público, y de exhibir las conductas
que cada uno considere más apropiadas para lograr su objetivo, se ponen
en juego los resortes más convencionales y transparentes, pero también –y
sobre todo- los más mezquinos e interesados de las conductas de cada competidor.
“Ira, avaricia, lujuria y otros pecados capitales más quedan registrados
ante las cámaras sin filtro”
[20]
y ante la mirada de un espectador que no deja de reconocerse
y/o rechazarse, verdadero fisgón complacido ante las debilidades, las miserias,
intrigas e intimidades ajenas.
En la sociedad narcisista, los medios masivos parecen, a su vez, exacerbar esos rasgos con implacable
evidencia: explotar el costado morboso del público es una vieja y exitosa
fórmula comercial, pero también un modo de conocer algunos de nuestros resortes
más vulnerables. ¿Cómo se explica, de otro modo, la implacable persistencia
de un espectador que se instala durante horas frente a la pantalla, en un
intento por registrar alguna escena que contenga una dosis de sadismo, algún
desnudo, una fuerte discusión entre los participantes o un acercamiento
sexual más o menos explícito?
Ahora bien, ¿qué conduce a los miles de postulantes anónimos a pretender
formar parte de estos espectáculos? En primer lugar, pertenecen todos ellos
–más allá de las categorías sociales de las que provienen- a la generación
que Giovanni Bechelloni
[21]
llamó “hijos de
la televisión”: aquellos que han mantenido desde siempre una relación
simbiótica con la pantalla hogareña, cuyo discurso y estética han atravesado
su horizonte cultural; aquellos para quien la televisión ya no es un lugar
del espectáculo –salvo excepcionalmente- sino un lenguaje
con el que se habla y se representa la sociedad, una especie de clave permanente
para la lectura ‘naturalista’ de la sociedad. La TV es el lugar donde pasa
la vida; caja mediática que aglutina proyectos y sueños, toda la realidad
resplandece a través de la producción electrónica de imágenes. Esta generación
no sólo es video-formada y se relaciona con el mundo
desde los lugares visuales, sino que también hace una lectura de la realidad
típicamente televisiva.
El boom de las carreras de comunicación –en las que se preparan a
los futuros profesionales de los medios-, el desarrollo de actividades técnicas,
intelectuales y artísticas relacionadas con la imagen y lo corporal, la
mediatización de ciertas actividades tradicionales –en áreas como salud,
deportes, gastronomía, turismo- es un síntoma evidente de la incidencia
de los mass media (en especial, la televisión)
en la vida cotidiana de las sociedades occidentales.
A su vez, la proliferación de radios FM y de canales de TV por cable
en los últimos veinte años, ha democratizado sin precedentes la palabra
y la imagen: cada vez más personas –sean o no profesionales de los medios-
pueden hacer de locutor y ser oídos, pueden conducir o participar de un
programa televisivo y ser vistos. A su vez, Internet ha aportado –con su
potencial democratizador- la tecnología y el medio necesario para acentuar
esa tendencia. Uno de los principios fundamentales que rigió desde sus inicios
el mundo virtual ha sido la paridad de voces: toda persona puede ser un
emisor de noticias y de opinión; las posibilidades de ser escuchado son,
en principio, iguales para todos. Hoy existen comunidades online
que crean sus propios medios informativos a través de los weblogs,
que son sitios amateurs de noticias, reflexiones y comentarios personales.
[22]
Más allá de la importancia o el interés que genere
esa participación, constituye “el derecho y el placer narcisista a expresarse
para nada, para sí mismo (...) Comunicar por comunicar, expresarse sin otro
objetivo que el mero expresar y ser grabado por un micropúblico. Eso es
precisamente el narcisismo: la expresión gratuita, la primacía del acto
de comunicación sobre la naturaleza de lo comunicado, la indiferencia por
los contenidos, la reabsorción lúdica del sentido, la comunicación sin objetivo
ni público, el emisor convertido en el principal receptor”.
[23]
Según Lasch, el éxito en
la sociedad narcisista ya no es el enriquecimiento económico como signo
de progreso individual y social; aquel parece estar más vinculado hoy a
un significado psicológico: excitar en el Otro la admiración o la envidia.
De este modo, los mass media estimulan y alimentan los sueños e ilusiones
de gloria, de celebridad y de reconocimiento, aunque más no sea efímero
y fugaz. Y “al activar el desarrollo de ambiciones desmesuradas y al hacer
imposible su realización, la sociedad narcisista favorece la denigración
y el desprecio de uno mismo”.
[24]
Más allá de su mirada profundamente apocalíptica, la hipótesis de
Lasch trabaja sobre una creencia –potenciada por los medios- asentada en
el colectivo social: la imagen de la felicidad
está asociada a la de celebridad.
Las ‘estrellas’ de la televisión y el cine tienen éxito: ganan dinero, viven
intensos y apasionados romances y, por lo tanto, son felices. En los últimos
años, un nuevo mandato se ha sumado como imperativo: ser joven. Artistas, modelos, deportistas, niños prodigio: una invasión
mediática de figuras juveniles o de ‘look adolescente’ ha desembarcado en
la pantalla. “Hoy la juventud es más prestigiosa que nunca, como conviene
a culturas que han pasado por la desestabilización de los principios jerárquicos.
La infancia ya no proporciona un sustento adecuado a las ilusiones de felicidad,
suspensión tranquilizadora de la sexualidad e inocencia. La categoría de
joven, en cambio, garantiza otro
‘set de ilusiones’ con la ventaja
de que la sexualidad puede ser llamada a escena y, al mismo tiempo, desplegarse
más libre de sus obligaciones adultas, entre ellas la de la definición tajante
del sexo. Así, la juventud es un territorio en el que todos quieren vivir
indefinidamente”.
[25]
Ser joven o, cuanto menos, parecerlo: la perspectiva de la vejez
es intolerable al imaginario narcisista, por lo que no queda más remedio
que durar y permanecer, aumentar la fiabilidad del cuerpo, según los muy
variados usos del reciclaje y la cosmética. “Somos libres, cada vez seremos
más libres para diseñar nuestro propio cuerpo (...) Hoy la cirugía, mañana
la genética, vuelven o volverán reales todos los sueños. ¿Quién sueña esos
sueños? La cultura sueña, somos soñados por los íconos de la cultura. Somos
libremente soñados por las tapas de las revistas, los afiches, la publicidad,
la moda”
[26]
. A su vez, la estética de la perfección se ha
difundido lo suficiente como para que la ingeniería corporal trascienda
el coto de los ricos y famosos. El imperativo de lucir espléndido ya no
concierne sólo a la farándula, y la excursión al quirófano es una alternativa
con adeptos de variado pelaje social, ambos sexos y todas las edades.
[27]
Nunca la sociedad de consumo sostuvo
el paradigma de la temporalidad con mayor rédito. Beatriz Sarlo traza una
analogía entre la velocidad de circulación de los objetos de consumo y el
valor simbólico de la juventud: “En el mercado, las mercancías deben ser
nuevas, deben tener el estilo de la moda (...) La renovación incesante que
necesita el mercado capitalista captura el mito de novedad permanente que
también impulsa a la juventud”.
[28]
Los objetos se vuelven obsoletos
rápidamente; así también, esas estrellas de la pantalla, esos ídolos del
cine y la TV –celebridades asociadas al éxito-
viven su cenit estelar en un tiempo cada vez más corto: los ‘monstruos sagrados’
son cada vez más efímeros, los mitos vivientes tienden a diluirse en inesperados
y resignados silencios. Así como el mercado acelera y multiplica la rotación
de objetos de consumo, así también los medios masivos y la industria cultural
reemplazan a las eternas stars,
hoy eclipsadas por una cantidad cada vez mayor de ´revelaciones’ de efímera
trascendencia. “Cada vez hay más estrellas
y menor inversión emocional en ellas”
[29]
, abundan los personajes de fama fugaz, de éxito pasajero,
las estrellas de un solo verano.
No importa lo que se diga, no importa
lo que se haga: existe un imperativo de trascendencia, una obsesión por
ocupar el lugar de las miradas, una verdadera pasión por reflejar el yo
íntimo, la propia personalidad. La cultura narcisista está obsesionada por
la expresión, el deseo de implicarse, de participar y manifestarse, “sin
lo cual se cae en el vicio imperdonable de la frialdad y el anonimato”
[30]
. El deseo de reconocimiento tiene que ver con la realización
y transformación de la personalidad narcisista.
Atrapados por las cámaras, los protagonistas
de los reality shows se convierten en criaturas mediáticas: viven, sueñan,
hacen sus necesidades y construyen su propio personaje frente a una infinidad
de cámaras de televisión y de micrófonos estratégicamente dispuestos. Alguien
los está mirando, día y noche. Alguien los vigila. Transformados en seres
virtuales participando de un simulacro de realidad, esos actores
han logrado invertir la fantasía orwelliana de “1984”: mientras en ésta la gente huía de
la posibilidad de ser observada por unos pocos, en aquellos personajes “no
hay coerción alguna, no hay resistencia a la transparencia, no hay voluntad
de ocultamiento”.
[31]
En dicha novela, el inglés George
Orwell había imaginado un estado totalitario, capaz de controlar la vida
privada por medio de una televisión interactiva que introducía en cada cuarto
la mirada del Líder. Paradójicamente, éste panóptico se ha democratizado.
Hoy hay voluntarios que por dinero están dispuestos a convertirse en prisioneros
y vender su vida privada para que los espiemos. “Pero no todo es Orwell:
el reality show es el triunfo de Andy Warhol. ¿No fue Warhol el que filmó
a un sujeto durmiendo toda una noche, en un recordado monumento al hastío?.
[32]
El filme “15 Minutos” expresa con elocuencia uno de los mitos narcisistas de
la sociedad contemporánea: la celebridad y la fama como el gran motor que
mueve a los hombres. El thriller
norteamericano –“América se ha convertido en una nación de fans”, había
afirmado Lasch- muestra cómo por esos fugaces quince minutos de notoriedad
vale la pena casi todo. Pero agrega algo más: que de poco sirve la fama
si antes no paga peaje en la bendita casilla de la televisión. La consigna
es ser famoso (aunque sea quince minutos), pero siempre que la TV certifique
el logro. Lo demás –el cómo- ya
no importa.
[33]
La lógica de la ilusión
En 1994, dos ignotos empresarios
holandeses fusionan sus productoras de televisión con la idea de crear formatos
interactivos exportables a diferentes países, que puedan ser además distribuidos
a través de múltiples plataformas. Ambos provenían del show business: John de Mol era hijo de
un animador de la TV holandesa, y había trabajado en el programa deportivo
de la teleemisora estatal de su país; Joop van den Ende transmitía musicales
y espectáculos de patinajes en vivo. Endemol pronto se convirtió en el principal
proveedor de programación de la TV holandesa, lo que le permitió direccionar
sus pretensiones hacia otros mercados europeos.
Fue de Mol el primero en proponer
una primitiva forma de “Gran Hermano” –tal vez el primer reality show globalizado-,
hacia fines de los ’90. “La idea original, llamada ‘La Jaula Dorada’, consistía en encerrar
a los participantes en un espacio y filmar todos sus movimientos durante
un año. Viendo que se trataba de una idea demasiado costosa, de Mol pensó
en una variante menos prolongada, que tuviese lugar en una casa fabricada
para ese fin. Con el agregado de un elemento competitivo –cada semana los
televidentes votarían a un participante para que abandonara la casa- el
Big Brother cobró vida”.
[34]
Nacido como un gran negocio multimedia
–los usuarios de Internet pueden seguir las 24 horas del día todo lo que
acontece en la casa, y hasta pueden recibirse, en algunos países, las novedades
en los celulares de los más fanáticos- este Big Brother global ha sabido
detectar un signo de la época: la posibilidad de recobrar una perspectiva
de nosotros mismos. “Un punto de apoyo para volver a mirarnos es tal vez
un oscuro deseo de nuestra época, carente por completo de introspección.
Habitualmente las civilizaciones se deterioran y se pierden con el transcurso
del tiempo, y sus jirones son estudiados solo en forma diferida. “Gran Hermano”
podría ser, en cambio, una etnología de nosotros mismos, el intento de recobrar
los restos de una civilización perdida en tiempo real (...) al poder observarnos
en un laboratorio que congela a la especie por algunas semanas”.
[35]
¿Qué hay de cada uno de nosotros
en las actitudes y conductas protagonizadas por los actores de estos reality
shows? ¿Nos vemos reflejados, identificados con la máscara de los personajes
que componen? ¿Sentimos tan alejadas de nosotros –espectadores- las miserias
e intrigas que se urden en esos grupos? Si “Gran Hermano” –o cualquier espectáculo
de la realidad- exacerba la competencia, la exclusión y las rivalidades,
es porque la TV es un vehículo que potencia todos los gestos. Pero,
sin duda, estos se encuentran en la vida cotidiana, sólo que a veces suelen
atenuarse con ciertas convenciones e hipocresías domésticas. En este sentido,
el espectador suele iniciar un viaje de evasión que disminuirá momentáneamente
sus frustraciones: “es la inutilidad de la vida lo que se busca localizar
en un espacio y tiempo precisos, para tener la tranquilidad de que no ocupa
todos los sitios. Es preciso expulsar y recrear la agonía de la vida real
en un espacio circunscripto, para sentir que todo aquello está en realidad
en otra parte”.
[36]
La situación de observar historias
ajenas no es una invención de éste siglo, y menos de la televisión. El teatro,
y después el cine, nos pusieron en aquel lugar del mirar desde un sitio
una acción enmarcada; lo que mostraba era, ni más ni menos, cosas que le
pasan a la gente. Pero “la vida cruda, sin editar, hasta ahora no tenía
chapa de fenómeno artístico. Los documentales se habían reservado la explotación
de esa parte de verdad que deja ver el mundo”.
[37]
Peter Lunt, psicosociólogo de la
Universidad de Londres, cree ver en los talk
shows sesentistas, por un lado,
y en el género llamado documental en vivo, por el otro, un doble
origen de los actuales reality shows. “Veamos, por ejemplo, ‘Queen for a Day’, difundida en EE.UU en los años ’60. Esta emisión
de juegos se dirigía a las amas de casa de clase media, invitadas a contar
sus desgracias ante la cámara (...) Revelaban entonces sus tribulaciones
durante el programa, al término del cual se designaba por votación a la
que merecía ser coronada ‘reina por un día’, que recibía todo tipo de regalos.
Se trataba de una inversión momentánea de la jerarquía social, como en las
ferias y los torneos de la Edad Media en que el villano se convertía en
rey (...) Por otro lado, también en los ’60, los ‘documentales en vivo’
eran parte de una tendencia cultural que buscaba mostrar en el cine y la
TV la vida de la gente común y corriente. Era una suerte de homenaje a lo
cotidiano”.
[38]
En cambio, para el semiólogo español
Román Gubern, “los reality shows son la continuación directa de las telenovelas
que hicieron furor en los ’70 y los ’80 (...) La efectividad de las telenovelas
se basaba en la seducción que implica el poder espiar las pasiones ajenas.
Lo que ocurre ahora es que esas pasiones ficcionales fueron reemplazadas
en la actualidad por las pasiones de la vida real, en que las lágrimas y
el semen son de verdad”.
[39]
Los personajes arquetípicos de los
culebrones y sus conflictos y clisés se convirtieron, en la pantalla global,
en estos experimentos conductistas en que “la ficción aparenta no existir
y resulta más creíble que la provista por los teleteatros”.
[40]
En definitiva, interesarse por la
suerte del vecino, observar las experiencias cotidianas de emocionados,
honestos o tramposos personajes de carne y hueso, no parece una tendencia
nueva y, sin embargo, ha cobrado nuevos bríos a juzgar por los números del
rating. Ficción o programas de juegos, parece que, que como dijo Gabriel
García Márquez, no hay nada que le interese más a la gente que lo que le
pasa a otra gente.
El ancestral placer de fisgonear
a los demás fue la posta que tomó Internet para comenzar a mostrar imágenes
deliberadamente jugosas: parejas
manteniendo sexo, estudiantes pagados por las empresas de la Red para que
pongan cámaras en todas las habitaciones de su casa (sumar el baño aumenta
el cachet), una actriz viviendo en una casa de vidrio a la vista de todo
el mundo: “todo aquello que alude a nuestros instintos básicos constituye
un buen negocio, y los siete pecados capitales seguramente son un ayuda-memoria
en la agenda de más de un productor ambicioso”.
[41]
En la antigua Roma, la lucha de gladiadores
constituía un espectáculo que ofrecía ver la muerte en directo. Frente a
un público extasiado, que deliraba en aplausos cuanta mayor era la violencia
de los combates, los espectadores decidían quienes, finalmente, serían las
víctimas mortales. Tanto aquel Coliseo como la actual pantalla de TV tienen
una cosa en común: el público. Para Jaim Etcheverry, “todos podemos ser
césares y bajar el pulgar desde nuestros dormitorios, reviviendo la fascinación
del circo romano y las ejecuciones públicas”.
[42]
De hecho, el espectador participa
desde la oscuridad y el anonimato en la determinación de los hechos: a través
del televoto interviene en la
exclusión (que, al menos en esto, es menos cruel que la muerte) de alguno
de los participantes que semanalmente son separados del grupo, y que deben
regresar a su propia realidad. Los reality shows hacen sentir al público
reivindicado: por un lado, les hace caer en la ilusión de que sus
opiniones pueden influir y modificar las cosas, aun cuando éstas puedan
estar definidas de antemano. Por otra parte, el espectador, “en vez de desear
a los inaccesibles dioses del
espectáculo, le da el derecho de espiar a alguien que se parece al muchacho
o la chica de acá a la vuelta, alguien como él”.
[43]
La interactividad que proponen los
reality shows –al fomentar la participación del espectador- los convierte
en el santo grial de la industria mediática. Los subproductos pensados en
términos comerciales que han aparecido alrededor de estos programas, son
múltiples: competencias con premios vinculados a llamadas telefónicas (con
el sistema de audiotexto), empresas de Internet, explotación de souvenirs
de todo tipo con la marca del programa, transmisiones durante las 24 horas
en TV Satelital que requiere un pago adicional, concursos y promociones
estimulados con sorteos y respaldados por las marcas que auspician los programas”.
[44]
Como el poder hegemónico, que urde
la estrategia del diálogo aparente con los dominados y les hace creer a
éstos que son tenidos en cuenta, la estrategia de estos productos apunta
a que el espectador ejercite desde lo cotidiano un poder arbitrario, a través
de una suerte de telecomando destinado a seleccionar sus propias preferencias:
una lógica en la que se pone en juego la ilusión y la fantasía de
poder que anida en cada espectador.
El mito robinsoniano
El tópico del hombre libre en la
naturaleza libre ha constituido desde siempre un símbolo en el colectivo
social de la humanidad: nos remite a un tiempo ahistórico, mítico, en el que opera una recuperación periódica de un Tiempo primordial.
Todo mito, como modelo ejemplar del comportamiento humano, es constitutivo
del hombre y, por tanto, sobreviviente de civilizaciones y épocas históricas.
El hombre ha experimentado siempre la necesidad de reactualizar periódicamente
tales imágenes míticas.
En algunos de estos mitos –como el
del Paraíso perdido- aparece el tema de la renovación, la regeneración del
mundo, es decir, el arquetipo de la repetición periódica de la Creación.
El mito del Paraíso perdido sobrevive en las
imágenes de la Isla paradisíaca y del paisaje edénico: territorio privilegiado
donde las leyes están abolidas, donde el Tiempo se detiene.
[45]
En el imaginario puritano del panfletista
inglés Daniel Defoe (siglo XVII) ese mito seguramente constituía no sólo
un retorno a un estado primordial y natural del hombre, sino también una
reacción contra los excesos de la sociedad de su tiempo y el reflejo de
una filosofía burguesa cuya conciencia iba en ascenso. Robinson Crusoe –su célebre personaje- constituiría “una metáfora
y una parábola moral e ideológica sobre el valor del individuo abandonado
en la naturaleza sin otro aval ni otra sanción real que su vínculo directo
con la Providencia”.
[46]
Defoe, exaltado y polémico escritor
en su juventud, se revelará en su madurez –a causa de su desencanto con
la marcha de los asuntos públicos y sus dificultades económicas- como un
autor de obras de imaginación. Su novela cumbre fue inspirada por las aventuras
reales de un marino abandonado en 1705 en la isla Juan Fernández, frente
a la costa chilena, aunque el lugar donde vivió su personaje y los años
que permaneció en la isla desierta fueron modificados por el autor. En principio,
Defoe –tal como postula Vázquez Montalbán- creyó haber escrito una alegoría
puritana: el naufragio en una isla desierta es el castigo al que la Providencia
somete a Crusoe por sus pecados contra la autoridad paterna, su poquedad
ante Dios y su escasa confianza en la Providencia. Pero Robinson y su autor
tenían aún más cosas en común: el aislamiento en que vivieron, su espíritu
práctico, sumado a la presencia del texto bíblico.
“Robinson...” es un canto al individualismo creativo y competitivo,
predominante en la burguesía incipiente de la época de Defoe y que hoy representa,
más que una vuelta a las raíces y a la esencia del hombre, la fábula de
la imaginación puesta al servicio de un utilitarismo individual. De este
modo, lejos de implicar un retorno a la naturaleza y a una vida primitiva
mal comprendida, “el individuo aparece, en esta sociedad de libre competencia,
como desprendido de los lazos de la naturaleza, que en épocas anteriores
de la historia hacen de él una parte integrante de un conglomerado humano
determinado, delimitado”.
[47]
Pero Crusoe fue un solitario empedernido,
a sus expensas y también a pesar suyo. La aventura de sobrevivir en una
isla desierta no fue su elección, aunque supo administrar los recursos de
un naufragio con mano maestra. Ni siquiera en la inclusión del personaje
que oficiaría de acompañante del héroe, el autor pudo sustraerse a la mentalidad
burguesa y etnocéntrica de su época: Viernes,
el joven aborigen al que Robinson salvó de una muerte segura, asume su ‘inferioridad
cultural’ y se declara esclavo incondicional de Crusoe. Finalmente, el protagonista
se convierte en un hombre de fortuna, propietario de una plantación y de
gran cantidad de esclavos, todo ello símbolo de la floreciente categoría
social a la que pertenecía el autor.
Pero en los experimentos mediáticos
que ponen el acento en la supervivencia en territorios naturales (“Survivor”,
“Expedición Robinson”) el tema de la convivencia resulta –al menos, en teoría-
un rasgo predominante: la constitución de equipos o tribus que deben sortear
todo tipo de juegos y desafíos entre sí, implica una regla que revaloriza
el sentido de comunidad por sobre toda otra implicancia. Pero la propuesta
mediática contiene un evidente doble mensaje: por sobre las reglas que apelan
a un sentido de solidaridad en lo colectivo (todos tienen que ser buenos
y agradables con el grupo, protegerlo y servirlo, para obtener aceptación,
simpatía y votos) se trata al mismo tiempo de una lucha encarnizada por
procurar sobrevivir, a cualquier costo y con la misión específica de eliminar
uno a uno a sus compañeros hasta quedar solitario en el final.
[48]
Otros ven en esto un producto de
”la doble condición del trabajo en la sociedad contemporánea: si bien son
necesarias las redes de solidaridades para lograr propósitos u objetivos
conjuntos, la lucha por el triunfo es una lucha de exclusión (sólo gana
uno). Se trata de una buena metáfora de la realidad, aunque en una sociedad
con un nivel de exclusión fuerte como la argentina el juego, obviamente,
alcanza niveles más dramáticos que en Suecia, y a veces no parece ser un
juego”.
[49]
Crusoe, al menos, había edificado
su reinado solitario a expensas de su trabajo de supervivencia, de su imaginación
y creatividad para sortear obstáculos y su destreza para enfrentar los peligros
que la naturaleza le deparó. Los robinsones mediáticos, en cambio, responden
a un modelo de época: como el trabajo no constituye en la actualidad un
valor en sí mismo, la ética y la estética del placer los muestra unidos
en un mismo lodo. La lucha por el alimento, el refugio y el agua sólo constituye
un aspecto de la competencia, y tal vez ni siquiera el más atractivo: como
es de suponer, ningún prisionero del paraíso morirá de inanición ante las
cámaras, ni de la violencia producida por los avatares de la naturaleza.
Golpes y efectos
¿Puede sostenerse “la vida en directo”
sin ser el resultado de una hiperproducción mediática? Al fin de cuentas,
juego o competencia, los reality shows no dejan de ser productos pensados
para el consumo televisivo. ¿Qué ocurriría si no existiera conflicto entre
los participantes, si éstos rondaran una pasividad, una abulia y una intrascendencia
pasmosas como, por otra parte, sucede en muchos pasajes de sus emisiones?
Lo imprevisible está acotado y hasta ciertas actitudes y perfiles son modificados
según las reglas del juego de las respectivas producciones.
Existe toda una línea argumental
sobre temas previamente convenidos que va apareciendo de manera improvisada
a lo largo de cada espectáculo; existe, además, una obsesión por explotar
al extremo los perfiles cada vez más delineados de los protagonistas, haciendo
hincapié en sus características más polémicas o atractivas para la pantalla:
tal vez, sugerencias por parte de la producción de un mayor exhibicionismo,
o de tener sexo ante las cámaras. Como vemos, esa ‘realidad’ también debe tomarse concesiones: el productor
ejecutivo de un reality show estadounidense –“Survivor”- debió admitir que algunas escenas y competencias del programa
se volvían a filmar con extras para mejorar el efecto visual: una carrera
de natación en el mar debió volver a filmarse con dobles de cuerpo para
que un equipo de helicópteros pudieran tomarla sin restricciones.
[50]
En el mundo del revés de los reality
shows, aquellos que son elegidos por el voto de sus compañeros y del público
están condenados a la exclusión,
es decir, al exilio hacia la realidad y el anonimato inicial. “Sus reglas
son un epítome de las que rigen en el mundo de afuera: nadie está seguro
de nada y en cualquier momento puede ser arrojado al limbo de los fracasados.
Es un juego cruel, que genera culpa y que a pesar de la apariencia de sinceridad,
alienta la hipocresía. Casi una parábola de nuestra política”.
[51]
Por otra parte, después de la extenuante
odisea que implica desnudar cuerpos y almas en público, los participantes
deben volver al curso normal de sus vidas. Aunque la cosa es mucho más compleja:
¿se puede ser el mismo después de someterse a una permanente exposición
televisiva? Para amortiguar el impacto, la producción de los reality shows
argentinos ofrecen asistencia psicológica durante algún tiempo a los participantes
que van saliendo de la competencia. La vida fuera de la pantalla es diferente
y sensible al pacto mediático.
[52]
No parece inocente la profusión de
espectáculos que estimulan la exclusión en un mundo en el que, como
postula el semiólogo Eliseo Verón, las tendencias competitivas necesariamente
terminan imponiéndose por sobre cualquier actitud de carácter solidario.
Precisamente, hoy el éxito sólo tiene lugar en tanto búsqueda individual,
personal y no en la universalidad que motiva las acciones sociales e individuales:
"la sociedad posmoderna –postula Lipovetsky- es aquella en que reina
la indiferencia de masa, donde domina el sentimiento de reiteración y estancamiento”.
Mientras tanto, el auge de este género
refleja una realidad que se ha acentuado a medida que se ha ido masificando
el consumo de bienes e información: el paso del hombre como sujeto creador
(actor) al hombre espectador, el paso de una sociedad activa a una
sociedad de espectadores, contemplativa y pasiva. “Venzamos el aislamiento, recuperemos la calle” reza la consigna de
un graffitti que propone invertir
los términos de la sentencia viriliana:
“Inmovilidad cadavérica de una morada
interactiva (...) en el que el mueble principal sería la silla, la butaca ergonómica del subnormal
motor, y ¿quién sabe? La cama,
un sofá cama para el enfermo-voyeur, un sofá para ser soñados sin soñar,
un asiento para ser circulados sin circular”.
[53]
Fuentes:
En “Clarín”, Suplemento ‘Espectáculos’, No es bueno que el hombre esté sólo, Buenos Aires, 07/01/2001.
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Revista NOTICIAS, El lado oscuro de los Reality Shows, 28/04/2001.
Paul VIRILIO, El último vehículo, en Videoculturas de Fin de Siglo, ob.cit.-
[1] En “Clarín”, Suplemento ‘Espectáculos’, No es bueno que el hombre esté sólo, Buenos Aires, 07/01/2001.
[2] Umberto ECO, TV: la transparencia perdida, en: La Estrategia de la ilusión, Buenos Aires, Lumen/De la Flor, 1990.
[3] Gianfranco BETTETINI, La desaparición del sujeto en el teatro de lo cotidiano, en “La conversación individual. Problemas de la enunciación fílmica y televisiva”, Cátedra, Madrid, 1986.
[4] Umberto ECO, ob.cit.- Págs. 209/10
[5] Giovanni BECHELLONI, ¿TV Espectáculo o TV Narración?, en: Videoculturas de Fin de Siglo, Cátedra, Madrid, 1990.
[6] Claudia SELSER, El ojo en la cerradura, en Revista Viva, Clarín Ediciones, Buenos Aires, 03/06/2001, págs. 24-34.
[7] Gilles LIPOVETZKY, La era del vacío. Ensayos sobre el individualismo contemporáneo, Anagrama, Colección “Argumentos”, Barcelona, 1986.
[8] José Luis CAO, Vivimos en una cultura de fascículos, en “Clarín”, Sección “A Fondo”, Buenos Aires, 20/09/1998. Entrevista de Jorge Halperín.
[9] En Gilles LIPOVETZKY, ob,cit.-
[10] íbid, pág. 54.
[11] Íbid., pág. 12.
[12] Juan José SEBRELI, De Buenos Aires y su gente (Antología), Centro Editor de América Latina, Colección “Capítulo”, Buenos Aires, 1982.
[13] Gilles LIPOVETZKY, ob.cit., pág. 67.
[14] Sigmund FREUD, Psicología de las masas y análisis del Yo, en Obras Completas, Tomo XVIII, Buenos Aires, Amorrortu.
[15] Roberto DORIA MEDINA EGUIA, La ira narcisista, en Revista de Psicoanálisis (Editada por la Asociación Psicoanalítica Argentina), Tomo LIII, N° 1, Enero-Marzo 1996.
[16] Ch. LASCH, en Gilles LIPOVETZKY, ob.cit-
[17] Umberto ECO, ob.cit. Pág. 218.
[18] Ibid., pág. 215.
[19] Jean BAUDRILLARD, Las estrategias fatales, Anagrama, Colección “Argumentos”, Barcelona, 1984,
[20] Adriana BRUNO y Silvina DEMARE, Quiero dinero, quiero dinero, en “Clarín”, Suplemento Espectáculos, Buenos Aires, 14/01/2001.
[21]
Giovanni BECHELLONI, ob.cit.-
[22] María COPANI, Los ciudadanos de la Red crean sus medios informativos; en “Clarín”, Buenos Aires, 02/10/2001.
[23] Gilles LIPOVETZKY, ob.cit., págs. 14/15.
[24] Íbid.
[25] Beatriz SARLO, Escenas de la vida posmoderna. Intelectuales, arte y videocultura en la Argentina, Buenos Aires, Ariel, 1994.
[26] Íbid.
[27] Alejandro CARAVARIO, La era de los mutantes, en “Clarín”, Suplemento “Segunda Sección”, Buenos Aires, 12/02/1995.
[28] Beatriz SARLO, ob.cit., pág. 43.
[29] Gilles LIPOVETZKY, ob.cit., pág. 74.
[30] Íbid, pág. 64.
[31] Enrique VALIENTE NOAILLES, La perspectiva perdida, en “La Nación”, Buenos Aires, 26/04/2001, pág.19
[32] Pablo CAPANNA, La moda de los Reality Shows, en www.artealdía.com, Abril de 2001
[33] Alejandro CASTAÑEDA, Por 15 minutos de fama y 15 puntos de rating, en “El Día” (Edición Internet), La Plata, Buenos Aires, Argentina, 17/05/2001.
[34] Peter Thal LARSEN, El Padre del Gran Hermano, en “Clarín”, Suplemento Económico, Buenos Aires, 15/04/2001. Traducción de Susana Manghi.
[35] Enrique VALIENTE NOAILLES, ob.cit.-
[36] íbid.
[37] Alejandro CASTAÑEDA, ob.cit.-
[38] Peter LUNT, La máquina de los sentimientos, entrevista realizada por Ivan Briscoe, periodista del Correo de la UNESCO, en www.unesco.org, noviembre 2000.
[39] Verónica ABDALA, Román Gubern explica los errores de la ‘aldea global’ de Mc Luhan, en “Página/12”, Buenos Aires, 20/04/2001 (o en www.rebelión.org)
[40] José Luis SAENZ, Reality-Shows, ¿ficción o realidades crueles?, en “La Nación”, Buenos Aires, 08/05/2001.
[41] Horacio LICERA, Los Reality Shows somos nosotros, en “Río Negro Online”, 22/04/2001 (www.rionegro.com.ar)
[42] Guillermo JAIM ETCHEVERRY, Famosos que no son ni hacen nada, en “La Nación Line”, Opinión, Buenos Aires, 26/04/2001 (www.lanación.com.ar)
[43] Pablo CAPANNA, ob.cit.-
[44] Marcelo STILETANO, Ideas muy bien publicitadas, en “La Nación Line”, Espectáculos, Buenos Aires, 11/04/2001.
[45] Mircea ELIADE, Mitos, sueños y misterios, Compañía General Fabril Editora, Buenos Aires, 1961. Traducción de Lysandro Z. D. Galtier.
[46] Manuel VAZQUEZ MONTALBAN, Robinson y el capitalismo salvaje, en www.vespito.net, 26/07/1999.
[47] Karl MARX, Contribución a la crítica de la economía política, en Vázquez Montalbán, ob.cit.-
[48] en www.cristiandad.org, Reality Shows, el placer de la perversión, Centro de Debates, Información y Difusión para el Catolicismo del Tercer Milenio Regina-Angelorum.
[49] en Claudia SELSER, El ojo en la cerradura, ob.cit.- Opinión del periodista, escritor y productor Diego Guebel.
[50] en Claudia SELSER, ob.cit.-
[51] Pablo CAPANNA, ob.cit.-
[52] en Revista NOTICIAS, El lado oscuro de los Reality Shows, 28/04/2001.
[53] Paul VIRILIO, El último vehículo, en Videoculturas de Fin de Siglo, ob.cit.-