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CONTRADICCIONES CRÍTICAS

 

por Dr. Homero R. Saltalamacchia

 

 

      En la Argentina, más de medio siglo de frustraciones bien podrían haber llevado a la desesperanza sobre la posibilidad de conquistar o reconquistar un mínima capacidad de accionar colectivo exitoso. Sin embargo, no creo que sea ese el diagnóstico que hoy le cabe a los argentinos.

    Colapsado el sistema, aparecieron (sin orden preciso ni organización unificada) una serie de síntomas que, si bien no indican un cambio definitivo, marcan un camino y establecen un desafío. Tomarlo en serio implica un compromiso colectivo que esté a la altura de las circunstancias. En ese compromiso, quienes en mayor o menor medida influimos en la opinión pública, tenemos un papel a cumplir que merece ser discutido.

      Actualmente, una gran parte de los artículos y noticias publicadas en los periódicos y revistas de opinión hurgan sobre las situaciones de escándalo, de peligro o de conflicto; mientras que los analistas políticos consumen espacio en exámenes expectantes sobre las peculiaridades del presidente1. En todos esos tipos de intervención, lo lamentable es que asumen la perspectiva de un observador no comprometido2 o comprometido en la diatriba; sin proponer acciones que nos permitan salir de una situación que es crítica para todos. Ese será el tema de los párrafos siguientes.

      Si bien muchos antecedentes parecían anunciarlo, fue en el año 2001 cuando en la Argentina se llegó al colapso por todos conocido. Sus manifestaciones más evidentes fueron la inédita sucesión de cinco presidentes en una semana y la cesación de pagos. Pero lo que verdaderamente demostró la profundidad de la crisis fue la impactante y generalizada evidencia de que vivíamos en un sistema en el que la corrupción, el uso privado de los bienes públicos y el robo directo habían sido (y, en muchos casos seguían siendo) moneda corriente. Todos ellos ocurrían, o habían ocurrido, en casi todas las instituciones públicas; y, por ende, debilitaron radicalmente los principales lazos que hacen posible nuestra existencia como nación. Como respuesta, fueron generalizandose focos de reacción ciudadana que obligaron a rectificaciones en el accionar de los integrantes del sistema político.

      Sobre dicho sustrato, el gobierno del Doctor Duhalde logró detener el caos e hizo posible las elecciones del año 2003. Surgió entonces, de una manera inesperada, un Poder Ejecutivo que no solo supo entender cuáles eran los principales reclamos ciudadanos3; más aún, consiguió tomar iniciativas que, justamente por ser consideradas imposibles, permitieron reforzar las esperanzas y las energías de gran parte de la población. La popularidad transpartidaria lograda por el actual gobierno es un síntoma de esa sintonia; por eso es que, desde entonces, lo que fue ocurriendo no debería ser pensado como el efecto unilateral de una acción individual; sino como un contrapunto entre los escalones superiores del Poder Ejecutivo y diversos sectores ciudadanos.

      La concordancia no siempre es armoniosa; pero es dicho contrapunto lo que fue y sigue siendo el animador de otros movimientos tendientes a la integración (algo más resistente), del Poder legislativo, del Poder Judicial y de algunos gobiernos provinciales, en la tendencia a ensayar un juego orquestal.

      No se sale del caos ni de una cultura del “sálvese (y trepe) quien pueda” con acordes melodiosos. Pero en la tarea de llegar a un buen concierto, poco ayudan aquellos opinantes que solo se fijan en el desempeño del Poder Ejecutivo o en ciertos excesos verbales. No importa que esos reparos sean acertados ni que se las haga proclamando el ideal democrático republicano. Lo que importa es que, si solo se llama la atención sobre lo bien o mal que actúa el Poder Ejecutivo, se refuerza una tradición presidencialista que, en la Argentina, tendió a confiar más en los buenos líderes que en las buenas instituciones; o más en la racionalidad lineal de un buen programa de gobierno, que en la necesidad de acciones ciudadanas capaces de articular demandas y controlar ejecuciones.

      Por suerte, no es eso lo que hasta ahora ha predominado en la escena de quienes actúan. Por el contrario, a partir del cambio de gobierno, la ciudadanía percibió la posibilidad de incidir; y los nuevos focos de movilización ciudadana ya no tuvieron las características de aquellas otras acciones, irritadas pero desesperanzadas, sabias respecto a la pequeña probabilidad de producir cambios serios, que tantas veces ocurrieron en nuestro país. Ya no se hizo presente el “que se vayan todos”. En cambio, las manifestaciones continuamente afinaron la puntería sobre las principales rémoras de un pasado que nadie puede suprimir por decreto; pues es preciso detectarlas y combatirlas específicamente.

      Sobre todo desde el 25 de mayo del año 2003 (y esto es lo realmente nuevo) el conflicto encuentra eco en el gobierno y permite acciones y rectificaciones que ni uno ni otro actor (ni el gobierno ni la ciudadanía) podrían emprender, con éxito, en forma unilateral. También desde entonces, la movilización ciudadana pudo, por un lado, ayudar a descubrir y a cuestionar los inmensos lagos de corrupción institucional que ahogan toda posibilidad de buen gobierno; y por otro, incitar, con inusitada efectividad, acciones tendientes a la recomposición institucional. Si esta opinión fuese aceptada, la pregunta cotidiana sobre nuestro futuro no solo debe ser dirigida a lo que el Poder Ejecutivo hace; sino a lo que cada uno de nosotros hacemos para que los derechos sean respetados y los deberes cumplidos; sea quien sea el que abuse de unos o eluda a los otros.

      Y esto no es una exhortación ética que sea ajena al devenir institucional. El primer ejemplo de ello es de carácter principalmente técnico y de raíz muy cercana. Luego de muchas manifestaciones de protesta contra la corrupción y la impunidad, desde los tres Poderes se establecieron nuevas políticas y se prometieron cambios. ¿Son creíbles? ¿Han sido bien pensados y planificados? Una afirmación negativa seguida de una actitud expectante y puramente crítica, puede ser el perfecto origen de una profecía autorrealizada.

      Pese a nuestra centenaria tradición presidencialista, el Poder Ejecutivo no es todo el gobierno. Una de las razones es coyuntural: este gobierno no gobierna su partido. Pero hay muchas otras restricciones que son más estructurales. Algunas de ellas son de origen económico: el estado Argentino está en default y agobiado por las presiones de los Organismos Internacionales y los acreedores privados. De por sí, esto deja un margen presupuestario sumamente reducido, y posiblemente muy insuficiente, para reconstruir infraestructuras adecuadas a las nuevas prácticas. Por eso es que, ya en este campo, se requiere de la movilización de otros recursos; lo que exige no solo creatividad, tanto en la búsqueda como en los sistemas de activación, sino, mucho más aun, demanda un tipo de control que el gobierno será incapaz de realizar por sus propios medios, sin la participación ciudadana.

      De todos modos, en lo inmediato, dado el modo en que el gobierno ha encarado la negociación sobre el tema, no será la falta de recursos económicos lo que constituirá el principal obstáculo. Conjugándose con aquella deficiencia, el otro obstáculo es el de las prácticas instaladas en todas y cada una de las instituciones gubernamentales a lo largo y ancho del país. Dicha administración es una compleja acumulación de agencias4 que puede perjudicar, o simplemente impedir, que las decisiones políticas de cada ministerio lleguen a implementarse. Más aún, es totalmente previsible que ello efectivamente ocurra; ya que cada una de las reformas sugeridas por la ciudadanía, y/o prometidas por los responsables de los diferentes poderes del estado, implica una infinidad de pequeñas reformas que afectan la vida, las costumbres y los saberes instituidos en cada una de las agencias gubernamentales. Cambiar implica que, en cada oficina, se reorganice la infraestructura, se capacite para las nuevas tareas y, sobre todo, se rompa con costumbres y alianzas, reforzadas por el saber del oficio, que han permitido que los actuales empleados gubernamentales subsistan pese a los múltiples, variados y normalmente desalentadores cambios de gobierno. De allí que, si múltiples son los puntos en los que las reformas pueden empantanarse, múltiples deberán ser las iniciativas tendientes a buscar soluciones y controlar ejecuciones. Frente a esto, si el accionar ciudadano se ausenta, el gobierno estará desarmado.

      Más allá de los índices de popularidad alcanzados por el Poder Ejecutivo, no hay presidente de la República, ni Corte Suprema, ni funcionario alguno que tenga el poder suficiente para realizar esos cambios sin una intensa coparticipación ciudadana. Pero ese aporte únicamente se obtendrá superando la convicción (instalada en el corazón de la cultura política argentina) de que “es el gobierno el que debe resolver las cosas”. Si esa convicción no se cambia (sobre todo entre los que gozamos de mayores oportunidades para influir en opiniones y organizaciones), será muy difícil superar las restricciones indicadas. Los analistas políticos y los medios de difusión pueden contribuir a esa superación; pero ello no solo depende de lo que digan sino de cuáles son los temas que privilegian.

      Muchas veces se ha dicho que las crisis no solo son fin sino comienzo, no solo limitación sino también oportunidad. Pero el que se abra la oportunidad de un comienzo no indica, por sí mismo, que en dicha oportunidad comience un proceso deseable. Que ello sea así depende de cómo los actores de la crisis actúen en ella5; y es esto lo que convierte a la ética ciudadana no solo en un instrumento sino en un fin. Ya que, para que exista un orden democrático y republicano, no hay otro camino que el de la existencia de una ciudadanía organizada; capaz de producir, junto a sus representantes, la acción colectiva.

      Lo cruento y preocupante, de la desconfianza y el sectarismo que aún subsisten y de la falta de compromiso personal que aun es mayoritario, es que, en el mejor de los casos, permiten que la situación se mantenga sin cambios; y en el peor, que sea reemplazada por otra solución, menos deseable. Si esto es así, el tema que debe ocuparnos es el de cómo remozar nuestras prácticas; ya que todos debemos aprender, colectivamente, a responder preguntas que no solo refieren al modo de actuación de los mandatariossino, simultáneamente, al de nosotros, sus mandantes. Tema que necesariamente incluye el difícil problema de la organización ciudadana con el propósito de ir aunando diagnósticos, soluciones y controles que alimenten, refuercen o propongan rectificaciones a la acción de sus representantes.

      Decir que las repúblicas, como todas las organizaciones complejas, no responden a ningún centro de comando privilegiado no implica afirmar que no existan (o que no deban existir) regulaciones normativas que especifiquen cuál es la responsabilidad de cada una de sus esferas y, mucho menos, que todos tengan, sobre todas las acciones, el mismo nivel de responsabilidad. En cambio, implica suponer que su buena marcha requiere del buen funcionamiento de todas sus partes, cada una en lo que le corresponde. Es así como debería interpretarse aquel refrán que indica que la soga se corta por lo más delgado. La soga es un sistema complejo (en el que se reúne una multiplicidad de fibras, que a su vez son, en sí mismas,sistemas complejos) de allí que, usando la analogía, podamos recurrir a ese refrán para referirnos a otros sistemas, aun más complejos, como los sociopolíticos.

      Pero con una advertencia. En el caso de los sistemas socio-políticos, pocas veces son útiles las metáforas organicistas o funcionales; pues éstas ignoran que la regulación debe suponer la existencia de diferencias y conflictos6. De hecho, si la separación de poderes propia del orden republicano tiene alguna virtud, es la de incluir la diferencia y el conflicto; pues los poderes se controlan mutuamente. Sin embargo, basar toda la apuesta en esa única forma de regulación corresponde a una visión reduccionista; en la que lo político agota su existencia en esas redes, dejando incuestionadas, con despreocupación irresponsable, las efectivas intervenciones de otras redes que interfieren en dicho sistema, desvirtuando su carácter de representante de lo público. De hecho, cuando nos referimos a la corrupción, no hacemos otra cosa que indicar uno de los efectos de esas intervenciones (desde el exterior del sistema), que logran que los gobiernos actúen a favor de quienes tienen el poder para comprar sus protecciones. De allí que, entre otros contrapesos, en el sistema deba incluirse a las redes ciudadanas; pensadas como lo público no estatal, que contribuye activamente a que la representación política sea continuamente alimentada por la creatividad de aquellos que tanto son las fuentes de la legitimidad como los receptores de los efectos de la acción de los gobiernos. Intervención que no debe limitarse al tardío momento electoral, cuando solo podemos optar por “el menos malo”, guiándonos por las informaciones que nos proveen medios de difusión que también están supeditados a la presión, o a la propiedad, de los económicamente poderosos.

      Mucho se ha escrito y comentado sobre los cacerolazos y los primeros piquetes. Fueron movimientos de frustración, de bronca, de hartazgo y de rechazo. Ni unos ni otros tenían, por sí mismos, capacidad de generar un cambio. Pero tuvieron la virtud de expresar, en forma visible, la disposición de diversos sectores a intervenir en la cosa pública. Ello fue un dato de gran importancia en la posterior evolución del sistema. Sin ese cuadro de fondo, hubiese sido difícil imaginar no solo el triunfo electoral del actual equipo de gobierno sino, fundamentalmente, el que un grupo de dirigentes se arriesgase a emprender reformas de la profundidad que ellas alcanzaron. Se generó así un sistema de realimentaciones mutuas que favorecieron y fortalecieron otras manifestaciones que fueron incorporando propuestas efectivas de acción y de control7. Entre las más efectivas pueden contarse las marchas santiagueñas (que dieron un golpe definitivo a un sistema de opresión construido durante más de cincuenta años en dicha provincia) y, las manifestaciones organizadas en torno a la iniciativa del señor Blumberg. Pero no son las únicas. Quien recorra la república o escuche los relatos de otros que lo hacen, sabe de múltiples intentos de grupos de ciudadanos que tienen la misma disposición a actuar en diversos ámbitos de la vida social. En todos los casos, más allá de los juicios que nos merezcan esas acciones8, es importante destacar que el bien decir y el bien hacer de una sociedad es el producto de sus diversos actores; e implica ensayos, errores y polémicas. Una república en crisis no es una arquitectura gótica; ni sus habitantes podemos imitar la mirada de un turista embelezado por la excelencia de aquellos arquitectos. No hay ímpetus sin desbordes ni movimiento sin transpiración. Si hay desbordes debemos buscar orillas y si la transpiración es abundante, de ella festejaremos el júbilo de la obra.

      Pero de nada sirven los agüeros de los espectadores. No es tarea de un presidente el crear un partido de oposición capaz de aportar algo más que discursos vacíos de propuestas bien pensadas ni la de remediar los antiguos vicios de los otros poderes. No está en las posibilidades de un movimiento ciudadano el acertar con las propuestas jurídicas, sociales y políticas capaces de suprimir un estado de inseguridad colectiva que es propio del prolongado desmoronamiento de las principales instituciones del país. Cada uno hace lo que sabe y puede. Pero, comenzando por casa, los universitarios y profesionales, desde nuestras respectivas especialidades, podemos impulsar investigaciones y divulgaciones capaces de incidir en el mejoramiento de esas prácticas (dedicando a ello parte de lo que sabemos y esforzándonos por aprender aquellas cosas que no sabemos); también podemos ir creando instituciones, o poniéndonos al servicio de las existentes, para contribuir practicando, y no solo hablando desde el encerado astral de las cátedras. En ese ámbito también hay experiencias positivas. Pero su monto está muy lejos de las posibilidades y de la responsabilidad que atribuye el haber podido obtener cierto saber.

      Si queremos un país en serio, pensar, hacer, apoyar y divulgar es un aprendizaje y una tarea indispensable e indeclinable. Pero para que haya aprendizaje debe haber disposición y para que se genere entusiasmo debe haber esperanzas. Lo que he querido hacer notar es que, en esta coyuntura, lo destacable es que tal disposición existe. Contribuir activamente a su difusión y consolidación institucional es un modo de hacer, de la crisis, la oportunidad de aproximarnos a la anhelada democracia republicana. Por eso es que, entre aquellos que de un modo u otro contribuimos a formar opinión y producir conocimientos, es deseable evitar aquellas contradicciones críticas que, entre demócratas y republicanos, son autocontradictorias; y que, por otra parte, no colaboran ni entusiasman. El presente es de todos y todos debemos comprometernos con él.

 

NOTAS:

1O en preguntarse por qué fue una víctima de clase media la que logró mayor conmoción que las otras, de sectores más pobres; lo que no entra tan directamente en los propósitos de este artículo; aunque comparte con las posiciones de los analisas del sistema político a los que me refiero, el deseo de buscarle la quinta pata al gato; perdiendo de vista lo fundamental; que es el pungnar por una acción colectiva cada vez más integrada y responsable.

2 Como la de un analista de partidos de fútbol que hablase sobre el enfrentamiento entre equipos de un país distante; por lo que ni siquiera les cabe el rol del jugador número 12.

3 Y, por qué no decirlo, un líder que no se propuso usufructuar el poder que le había quedado para obstruir la tarea del nuevo gobierno.

4 En verdad debería ser una red complicada, pero el que no lo sea es una de las deficiencias a resolver.

5 No han sido pocas las oportunidades en que de crisis semejantes emergen liderazgos autoritarios; en los que la ciudadanía deposita esperanzas; y al mismo tiempo enajena su capacidad de ponerle límites. Y, como sabemos, no hay poder ilimitado que sea deseable. En general, porque es muy difícil que los humanos no seamos corrompidos por el poder. Pero, aun en los casos en que el líder no utilice dicho poder en beneficio personal, es imposible que, solo, pueda estar a la altura de esa responsabilidad.

6 Normalmente, toda organización es el resultado de un complejo conjunto de interacciones y, aún en situaciones más o menos estables, los centros de decisión articulan, pero no deciden en forma omnímoda. Los regimenes autoritarios, y aun los totalitarios, fracasaron, aun cuando por lapsos (relativamente cortos desde un punto de vista histórico) hayan parecido inexpugnables. Y esos fracasos, ocurridos pese a la enorme acumulación de fuerzas represivas, se originan en que nadie puede abarcar cognitivamente, y planificar con cierta capacidad de acierto, un sistema de alta complejidad.

7 No está demás destacar que esas manifestaciones ocurrieron en muchos otros momentos de la vida política argentina sin que los gobiernos cambiasen sus rumbos.

8 Es comprensible que un ciudadano común vea la violencia sin percibir agudamente sus causas estructurales. Me preocupó que en el reclamo al Congreso se pusiera el acento en el incremento de las penas y en la reducción de la edad de imputabilidad; que comprobé inútiles en una investigación realizada, en Puerto Rico, hace más de diez años (Participación y prácticas de refugio. http://saltalamacchia.com.ar). Pero el asunto no es denostar al que se moviliza sino aprovechar la disposición a la participación para debatir sobre las mejores soluciones, ya que la única indeseable es el “no te metas”. Es patético ver a los Congresistas correr para quedar bien. Pero es bueno que alguna vez se hayan sentido controlados por sus representados. Es posible que muchos ahora tengamos mayor claridad sobre el efecto de nuestro voto y sobre los perjuicios de ciertas arquitecturas electorales.

 

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