ACILBUPER - REVISTA DE CIENCIAS SOCIALES DE SANTIAGO DEL ESTERO N°4/10 - Diciembre 2002 - www.acilbuper.com.ar

Pierre Bourdieu: indignación ética y producción científica

Ana Teresa Martínez.

Cuando, en 1982, Pierre Bourdieu fue designado para la cátedra de sociología del Colegio de Francia, punto más alto posible en la carrera de un intelectual francés, y tuvo que someterse al acto de consagración implicado en la solemne lección inaugural, el contenido de su discurso molestó a varios de sus colegas, a causa de la radicalidad con que cuestionaba el acto mismo que estaba ejecutando. «Lección sobre la lección» fue el título de aquella conferencia, y en ella ponía al descubierto, con su crudeza habitual, los mecanismos de consagración social implicados en el juego de la lección inaugural, y explicitaba sus condiciones antropológicas de posibilidad en la realidad de la finitud y la necesidad del reconocimiento social, fundamentos últimos de toda violencia simbólica. Casi veinte años más tarde, en el que era su último curso, durante el año lectivo 2000-2001, recordó ese malestar y las razones por las que había dado en aquel día una « lección sobre la lección » : era el único modo que había encontrado de volver soportable la experiencia.

Yo no puedo entonces hoy inaugurar esta cátedra en su homenaje, sin poner en juego alguna dosis de autorreflexibidad: no puedo apropiarme ni cínica ni inconscientemente del capital simbólico ligado al nombre de Bourdieu en el juego de hacerme reconocer como su conocedora en un momento en que Bourdieu está “de moda”, ni puedo orientar a la veneración de su persona la reflexión sobre el trabajo de un hombre cuyo proyecto fundamental era el del “intelectual colectivo”, la ciencia como empresa colectiva al servicio de mayores espacios de libertad en las sociedades.

Por eso me voy a centrar en lo que me parece puede ser más útil para nosotros hoy: lo que su trabajo nos dice a los estudiosos de las ciencias sociales en esta dolorosa y dolorida Argentina de comienzos del 2002 -saqueada, pero también responsable del saqueo- a los universitarios de Santiago del Estero, especialmente a los que trabajamos en el ámbito de las ciencias de la sociedad.

Cómo entendía Bourdieu que debía ser la vinculación entre el sociólogo y su sociedad, cuál es el sentido que tiene esta profesión, que él tempranamente definió como “oficio”, es decir, como tarea artesanal, obligada a la paciencia, a una ética del trabajo casi puritana, y a una prudencia en la intervención pública que hizo que muchos se extrañaran (y muchos se escandalizaran) en 1995, cuando en la estación de trenes Lyon, en París, subiera a la tribuna para decir a los huelguistas, que ya llevaban casi un mes de paro general: “Yo he venido para manifestarles mi apoyo a todos los que luchan, desde hace tres semanas, contra la destrucción de una civilización, asociada a la existencia del servicio público, a la igualdad republicana de derechos, derecho a la educación, a la salud, a la cultura, a la investigación, al arte, y por encima de todo, al trabajo. [1]

Y es verdad que este no había sido hasta entonces su modo público habitual. De hecho, al reunir bajo el título de “Contrafuegos” sus numerosas intervenciones públicas entre 1995 y 1998, sintió necesidad de explicarse: “Yo no tengo mucha inclinación por las intervenciones proféticas y siempre he desconfiado de las ocasiones en que pudiera ser arrastrado por la situación o las solidaridades, a ir más allá de los límites de mi competencia. Nunca me hubiera comprometido en tomas de posición públicas, si no hubiera tenido, cada vez, el sentimiento, tal vez ilusorio, de estar empujado por una especie de furor legítimo, próximo quizá de algo así como un sentimiento del deber [2]

Es esto que él llamó aquí “furor legítimo” lo que me parece interesante explicar, ubicándolo en el contexto de su teoría de la sociedad, que es inseparable de su concepción de la sociología como sociología reflexiva y que vincula de modo muy exigente la posibilidad de la ciencia a la ética del oficio.

En tiempos como los que vivimos en la Argentina muchos de nosotros sentimos urgencias desde dentro que a veces no sabemos cómo responder: tiene algún sentido la inversión de tanta energía en pulir conceptos, dialogar en los libros con hombres que murieron a veces hace cientos de años, convertir a los compatriotas hambrientos en índices estadísticos, ser testigos objetivadores del sufrimiento social, de la rabia, de los proyectos frustrados, del desamparo y la impotencia? Qué hacer con nuestra propia rabia, desamparo e impotencia, de argentinos desengañados y saqueados? Cómo evitamos la mirada cínica del que “sabe todo lo que habría que hacer” y lo enuncia desde el escritorio, alcanzando mejores posiciones académicas gracias a la claridad de su diagnóstico y el tono “políticamente correcto” según los parámetros del momento? En situaciones como esta de la Argentina, todos los llamados a decir “alguna verdad sobre el mundo social”, políticos o científicos, tenemos oportunidad de “traficar” con la crisis, dando recetas y diciendo lo que los otros desean escuchar y siendo bien pagados en capital económico y simbólico. Cómo superar el cinismo casi inconsciente, que acosa siempre de tan cerca a quienes trabajamos en las ciencias sociales, sin dejar por eso de ofrecer lo que tenemos para dar: nuestra ciencia?

Entre el mito de una “neutralidad valórica” imposible, que se creyó leer en los textos de Max Weber (quien hizo personalmente a lo largo de su vida fuertes tomas de posición e intervenciones políticas) y la militancia enceguecedora y enceguecida que combate el “pensamiento único” con otro “pensamiento único”, la sociología reflexiva de Bourdieu nos pone en otro camino, que no es un tercero intermedio, sino una reasunción ético-epistemológica del problema desde un nivel más profundo, empezando por destruir la dicotomía al mostrar que está mal planteada. 

En 1958, Pierre Bourdieu, que hasta los veintiocho años se había formado para ser filósofo, comenzó a volverse sociólogo, sin habérselo propuesto y empujado por la indignación ética. Desembarcando en Argelia para cumplir con la obligación del servicio militar en plena guerra de la independencia contra Francia, comenzó su trabajo de campo y escribió su primer libro “Sociología de Argelia [3] ”, con el objetivo de “hacer algo” a favor de los argelinos, ya que no soportaba “ser un simple observador participante en esa espantosa guerra [4] ”. El proyecto era volver después de eso a la filosofía, donde tenía por delante una carrera prometedora. Sin embargo, el camino no tuvo retorno, y Argelia se convirtió en el lugar del “aprendizaje sobre la marcha” de una nueva profesión, dando lugar a numerosos artículos, a sus tres primeros libros [5] , y sobre todo a la formulación de los problemas teóricos y metodológicos a partir de los cuales elaboraría sus teorías del sentido práctico, la violencia simbólica y el espacio social; al mismo tiempo que a un compromiso con aquella dolorosa realidad, que perduró hasta el fin de sus días en la constitución del Comité Internacional de Sostén a los Intelectuales Argelinos. Como dijo Smaïn Laacher recientemente, “(Argelia) se le pegó al cuerpo y a la palabra [6] ”.

Una polémica que por entonces sostuvo con Michel Leiris, un antropólogo africanista ya consagrado, revela su toma de posición, heterodoxa en la época, en relación a la manera de plantear la ética del sociólogo. Ser sociólogo francés trabajando en Argelia en medio de la guerra de independencia de Argelia contra Francia, no era una situación fácil de sostener, pero Bourdieu se rehusaba expresamente a lo que él llama la reducción del problema a una cuestión de “buena voluntad ética”. Un artículo de Leiris publicado en 1950 [7] , había afirmado como “algo completamente evidente”, lo siguiente: “para el etnógrafo más aún que para otras disciplinas, es ya patente que la ciencia pura es un mito” y entonces “hay que admitir que la voluntad de ser puros científicos no pesa nada, en este caso, contra esta verdad: trabajando en países colonizados, nosotros, etnógrafos, que no sólo somos metropolitanos sino mandatarios de la metrópolis, porque es el Estado quien paga nuestras misiones, tenemos menos fundamento que nadie para lavarnos las manos de la política seguida por el Estado y sus representantes [8] ”. Esto significaba para Leiris que la tarea de los antropólogos era en esas circunstancias convertirse en “abogados naturales”, “defensores de estas sociedades y de sus aspiraciones”. Bourdieu sentía que detrás de lo que aparece como un compromiso radical, se producía una disolución del compromiso científico y una autojustificación política: por un lado, como consecuencia de una oposición implícita ciencia pura/ideología, el antropólogo quedaba fuera del campo de la ciencia; por otra parte, se esgrimía la idea que estas sociedades colonizadas tenían necesidad del antropólogo para que defendiera sus derechos. Es decir, disuelta la tarea científica, no quedaba otra cosa que tomar en las manos el destino de los otros y convertirse en su portavoz autolegitimado. En el fondo, la mala conciencia y el paternalismo colonial disimula mal el desprecio y la suficiencia, aunque tome la apariencia de levantar la bandera de los oprimidos.

Estas afirmaciones chocaban en dos puntos a Bourdieu: por un lado, él estaba convencido de la vocación científica de las ciencias sociales; por otro, él pertenecía una familia muy pobre, de origen campesino, de una zona marginal y no francófona de Francia. Su experiencia de estudiante pobre –desde el secundario, siempre se sostuvo concursando becas- y provinciano en París, lo hacía muy sensible a las sutilezas del desprecio etnocéntrico y los modos como los intelectuales surgidos de las clases altas y cultas de la sociedad parisina, con la mejor conciencia, arrebataban la palabra y se convertían en portavoces de campesinos cuyos verdaderos deseos y necesidades apenas conocían. A partir de estos dos puntos, rechazará el relativismo científico y también las simplificaciones moralizantes que identificaban sin más a todo antropólogo francés en Argelia con un administrador colonial. Trataba mas bien de abordar la complejidad de la situación, mostrando que, en situaciones coloniales, si bien existía una contaminación de la relación etnólogo-objeto de estudio, ésta no consistía ni en la impureza del objeto ni en una falta original, de la que el etnólogo participaría por el sólo hecho de ser enviado y financiado por el país colonizador. Más bien Bourdieu radicalizaba las preguntas refiriéndolas a exigencias epistemológicas: quizás la “complicidad original” –decía- no sea “de otra naturaleza que la que vincula a su clase social al sociólogo que estudia su propia sociedad”.

Había, ciertamente, un problema ético a resolver, pero, habiendo dejado a un lado “el moralismo de la intención pura”, una vez hecha “la única elección verdadera: hacer o no hacer el estudio”, y habiendo tomado la decisión de “poner todos los medios para alcanzar una verdad y para hacerla conocer” [9] , el problema adquiría su verdadera dimensión epistemológica, por un lado, en cuanto relación encuestador-encuestado, por el otro, en tanto puesta en cuestión de categorías de pensamiento.

En efecto, revisando la bibliografía sobre Argelia, Bourdieu había constatado que, incluso en aquellos trabajos que pretendían no estar al servicio del poder colonial, “en lugar de esforzarse por comprender los acontecimientos y los hombres en su irreductible originalidad, (los sociólogos, antropólogos, economistas) se contentaban con transponer esquemas tomados de la experiencia de las sociedades industriales [10] ”. La exigencia ética olvidada estaba allí donde se toca el sentido y a la vez la calidad del trabajo científico: la ausencia de una crítica seria de las propias categorías de percepción del sujeto de la ciencia, era lo que ponía ipso facto y sin haberlo decidido, el trabajo científico al servicio de la dominación. Un ejemplo claro, era la antropología implícita en la teoría económica considerada universal, y sin embargo dependiente de una experiencia cultural: el homo economicus que supone la economía capitalista, tiene una experiencia del tiempo que le permite concebir futuros posibles abstractos y calcular ganancias de un modo que estaba completamente fuera del sistema de actitudes de los campesinos argelinos, es decir, de su cultura [11] . Esta imposición de un sistema económico implicaba entonces una desposesión de todo un estilo de vida que, por un lado tendía a excluirlos de la nueva sociedad que se les proponía, y por otro a responsabilizarlos por su incapacidad para adaptarse. En los barrios marginales de la capital, donde trabajó durante varios años, pudo constatar que los “campesinos descampesinados” que los habitaban asumían actitudes incoherentes con el contexto, sea prolongando un sistema de actitudes que no se adaptaba, sea resignándose a la sobrevivencia cotidiana, en la imposibilidad completa de hacer un proyecto, del tipo que fuera. Estos hombres, “arrojados a la incoherencia”, no diferían de los que él mismo y Abdelmalek Sayad describían (sólo describirlo era una denuncia del sistema colonial) en “El Desarraigo [12] ”, familias, linajes y alianzas de diversos puntos del norte de Africa, desarraigados, separados y redistribuidos (un cuarto de la población del país) en los Centros de Reagrupamiento que permitieron el reparto de sus tierras a los colonos franceses e italianos, más aptos para desarrollar una economía agraria capitalista.

Si había una lucha política que llevar adelante, la posición de Bourdieu ya por entonces era que ésta comenzaba por librarse, para los científicos, en el campo mismo de la ciencia. Por estos años Bourdieu sostenía que “lo que se puede pedir en todo rigor del etnólogo, es que se esfuerce por restituir a otros hombres el sentido de sus comportamientos, sentido del que el sistema colonial mismo los ha desposeído, entre otras cosas [13] ”. Pero esta restitución no era posible sin una puesta en cuestión de las categorías de pensamiento puestas en juego en las teorías científicas, y aún más radicalmente, de las categorías de pensamiento del sentido común del investigador, sociológicamente construido desde su propia experiencia social que, de contrabando incluso para el mismo investigador, se cuela en sus análisis, revestido del prestigio del conocimiento científico.

Sin esta puesta en cuestión, la ciencia social trabaja con objetos preconstruidos, mal definidos por los intereses estatales, de clase, empresariales o, como en la actualidad, por los intereses de financistas y corporaciones multinacionales. El sociólogo que no pone en cuestión la construcción de su objeto y los conceptos y teorías que utiliza, sino que los toma de lo que aparece definido como “problemas sociales” o como cuestiones que preocupan a una supuesta “opinión pública”, y que busca ingenuamente sus esquemas teóricos dentro de la visión dominante del mundo, sabiéndolo o no, refuerza la dominación simbólica, que le aparecerá a Bourdieu en la década del noventa, como el ardid fundamental de una dominación de pretensiones universalistas, que no necesita plantearse como una conspiración para ser real y efectiva.

El Bourdieu que da sus primeros pasos como científico en la Argelia colonizada y en guerra contra Francia, trata de poner en claro que no se trata de cambiar la ciencia por la política, sino precisamente de hacer ciencia mucho más en serio, poniendo en cuestión las categorías epistemológicas que se utilizan, sabiendo que en ello se juega una cuestión política en sentido fuerte: la definición de lo que está ocurriendo en la sociedad.

Por eso su retorno a Francia en el 63, comenzó por un reencuentro –ahora como científico- con la aldea natal, a fin de poder comprender de cerca los efectos de la formación escolar sobre la percepción del mundo de su infancia, el de su sentido común más primario. Había aprendido, reflexionando desde Gastón Bachelard su experiencia de sociólogo y antropólogo, que el principal obstáculo epistemológico para el conocimiento del mundo social es la propia familiaridad con el mundo social, porque construye nuestras estructuras de percepción a partir de las experiencias sociales que nos atraviesan desde la infancia, pero también porque, siendo, en tanto científicos, parte de ese mundo social, y teniendo allí una posición, el mundo social tal cual está constituído en el presente (producto de luchas donde hay ganadores y perdedores) nos impone una definición implícita de los problemas dignos de ser estudiados y de la manera legítima de abordarlos y resolverlos. Por eso Bourdieu trabajó durante mucho tiempo, con una seriedad indiscutible, temas que aparentemente no tenían relevancia social: el celibato de los campesinos, los usos de la fotografía, los públicos de los museos, el mundo de la moda; e investigó de maneras muy poco ortodoxas otros temas más legitimados, como en el caso del funcionamiento del sistema educativo francés, donde logró quebrar el sentido común consagrado, que decía que la educación era un mecanismo igualitario que posibilitaba el ascenso social, porque partió de una puesta en duda de esta verdad incuestionada e interrogó al sistema educativo desde metodologías por entonces tan inesperadas como el análisis etnográfico de los sistemas y criterios de evaluación o la trayectoria social de una muestra de individuos desde su entrada a la formación superior hasta su muerte.

En 1968, el libro que escribiera con Passeron, “Los herederos”, fue una referencia central en las revueltas estudiantiles contra el sistema educativo [14] . Sin embargo, Bourdieu estaba ya trabajando sobre la teoría del mundo social como espacio social y de su diferenciación en campos, para descubrir que en ese espacio de infinitas posiciones posibles, configuradas sobre todo a partir de las diversas proporciones de capital cultural y económico, los “intelectuales” ocupaban un lugar estructural particular, como “dominados de la clase dominante”.

El capital cultural, a partir del cual los intelectuales construyen sus posiciones en el espacio social, se objetiva a partir del orden jerarquizado de títulos escolares que sanciona el sistema educativo, y en este sentido, es de algún modo medible, contable, materializable en un curriculum. Sin embargo, como todo capital simbólico, tiene una buena dosis de indeterminación (todos sabemos por experiencia que los títulos no siempre se corresponden exactamente con la competencia esperable en un determinado agente), porque se refiere a disposiciones y competencias incorporadas, “hechas hombre o hechas mujer”. Esta indeterminación hace posible los mil modos de la violencia simbólica que recorren el mundo académico: obligación implícita a fidelidades personales, construcción de espacios de influencias mediante las marcas del prestigio académico, manipulación del tiempo y el trabajo de los demás (en especial de los estudiantes, que se definen por su carencia de capital escolar legitimado), tráficos de influencias en los concursos, intercambios de favores en las citaciones mutuas en los textos, necesidad de “padrinos” ya consagrados que nos abran camino para nuestra propia consagración, estrategias de acumulación de prestigio por parte del docente rodeándose de estudiantes –y de buenos estudiantes-, exhibicionismo de los títulos de nobleza científica, reemplazo del rigor por la retórica del oficio, apropiación del trabajo de los colegas por el efecto simbólico de la “compilación” en las publicaciones colectivas, e incluso estrategias publicitarias de marketing preocupándose por salir en los medios. En ese segundo proceso de socialización que constituye la entrada al sistema escolar, la incorporación de toda una serie de reglas implícitas sobre los modos de funcionamiento de este mundo social tan particular en el que se desarrolla el Homo Academicus, hacen innecesaria su formulación en reglas explícitas, pero al mismo tiempo, esta conversión en sentido común, impide con frecuencia ver todo lo que aquí se juega. Como en general en el capitalismo, en las leyes de reproducción del capital simbólico, el capital va al capital, y cuando se mezcla el capital social, con el político de las luchas por la gestión universitaria, con el de las relaciones académicas o el económico, y todo esto pasa, en un solo bloque, a construir la imagen de un supuesto capital científico, el fraude cotidiano puede ser un secreto a voces que nadie revela porque todo el mundo lo sabe.

En el postfacio de Homo Academicus, escrito en enero de 1987, Bourdieu hace una de sus poquísimas confesiones públicas: “Todo lo que digo, sin complacencia –creo-, ni malevolencia, comporta, como se habrá comprendido, una gran parte de auto análisis por procuración (...) y el lugar que ocupa en mi trabajo una sociología bastante particular de la institución universitaria se explica sin duda por la fuerza particular con la que se me imponía la necesidad, de manejar racionalmente, en lugar de evadirlo por un resentimiento autodestructivo, el desencantamiento del oblato frente a la futilidad o el cinismo de tantos prelados de curia, y frente al tratamiento reservado, en la realidad de las prácticas, a las verdades y los valores que profesa la institución, y a los cuales, debiéndose a la institución, estaba dedicado y consagrado [15] ”. El estudiante pobre que debía todo lo que él era a las instituciones académicas, y que por eso creía en sus valores con la misma certeza con que creía en sí mismo, intentó rehuir el resentimiento mediante el análisis científico y el trabajo por hacer que la institución fuera aquello que proclamaba ser.

Pero la indeterminación del capital cultural y de su conversión en capital económico, tiene un segundo efecto, ya no al interior del campo académico, sino en su vinculación con el campo general del poder en la sociedad global de que se trate: cuanto más difícil sea determinar el valor de un capital cultural específico, más vulnerable será el campo a las intromisiones del poder político o económico. Poseedores de un capital que se subordina en las condiciones de su reproducción al capital económico (necesitamos dinero para llevar adelante investigaciones, para publicar libros, para financiar cursos...), los intelectuales están en una posición de subordinación respecto de los que deciden sobre la economía (sea desde el campo propiamente económico o desde el político), y por eso, el único modo de guardar el derecho a decidir sobre lo que es pertinente o no al interior del campo (a decidir sobre la calidad de una investigación, la pertinencia de un tema de estudio, de un autor, o de una publicación) es reduciendo al mínimo posible los juegos de violencia simbólica, y salvaguardando reglas de excelencia científica como único criterio de decisión. En este sentido, la coherencia entre los valores que profesamos públicamente como institución y las prácticas reales que desarrollamos, es decir, la transparencia y democratización de todas las prácticas académicas, es tal vez el arma más importante –y quizá la única que tengamos- para mantener vivos espacios de libertad al interior y desde nuestras instituciones. Se trata de la política de hacer la mejor ciencia. Si la excelencia científica y docente deja de ser la regla definitoria, el campo académico queda librado a todas las intromisiones y arbitrariedades del poder político y económico. En esto consiste, dicho muy rápidamente, la defensa de la autonomía de la ciencia a la que Pierre Bourdieu consagró mucho de su trabajo y de su acción, sobre todo desde los años 80. Si en los 70 había advertido con claridad lo antidemocrático que era el sistema, en la década siguiente se concentró en descubrir las condiciones en que podía ser mejorado y las tareas a que estábamos desafiados, si queríamos hacer a nuestras sociedades alguna contribución liberadora.   

En este sentido, todo su empeño, tanto por fundar una sociología reflexiva, donde el sujeto de la ciencia se vuelva sobre sus propias categorías de percepción y se abra al debate y a la crítica mutua, como el de fomentar una sociología de las ciencias sociales, están orientados a dotar al campo de estas ciencias de los instrumentos de control que les permitan, más allá de las proclamaciones de la autonomía de la razón, efectivizar una ciencia social donde el predominio de las reglas científicas en la definición de las controversias permita aportar a un conocimiento más efectivo de nuestras sociedades, ya que para él el conocimiento era un principio de libertad.

Es este el contexto desde donde, a partir de 1995 sobre todo (aunque el cambio de actitud pública venía mostrándose desde 1993, cuando sale al público La miseria del mundo, un libro que fue casi un bestseller en Francia, y se hace evidente en 1994, en Libre-échange, un diálogo con el escultor Hans Haacke, sobre las estrategias de lucha simbólica) Bourdieu asume una nueva estrategia, desde la misma indignación que antes lo había movido a analizar la situación de Argelia y a decorticar el sistema educativo, el mundo universitario, las modalidades diversas de los intercambios de bienes simbólicos en la sociedad francesa. Lo que provoca ahora su indignación, es percibir que las instituciones de libertad tan trabajosamente construidas durante generaciones en occidente, están siendo destruidas por un economicismo avasallante, que se autopresenta como científicamente fundado y que por otra parte despliega sofisticadas estrategias de poder simbólico. Posiblemente haya varios factores que determinaron este cambio de parte de Bourdieu: la conciencia de haber alcanzado, al final de su carrera, una posición de peso que se convertía en una posibilidad de palabra autorizada y cargada de capital simbólico, y vivir esto como una responsabilidad; la convicción, luego de cuarenta años de trabajo, de tener alguna comprensión de lo que estaba ocurriendo; la urgencia de “hacer algo” movilizando el capital de que disponía.

El último curso de Bourdieu en el Colegio de Francia tuvo por título Ciencia de la ciencia y reflexividad. Al publicar el texto, consciente de que se trataba de una especie de testamento, explica que si tomó ese tema para su último curso fue porque: “Creo que el universo de la ciencia está amenazado hoy por una temible regresión. La autonomía que la ciencia había conquistado poco a poco contra los poderes religiosos, políticos o aún económicos, y, parcialmente al menos, contra las burocracias del Estado que aseguraban las condiciones mínimas de su independencia, ha sido muy debilitada. Los mecanismos sociales que se constituyeron a medida que ella se afirmaba, como la lógica de la competencia entre pares, corrían el riesgo de encontrarse puestos al servicio de fines impuestos desde fuera; la sumisión a los intereses económicos y a las seducciones mediáticas amenaza conjugarse con las críticas externas y las desvalorizaciones internas, de las que algunos delirios postmodernos son la última manifestación, para socavar la confianza en la ciencia y especialmente en la ciencia social. En suma, la ciencia está en peligro, y por ese mismo hecho, se vuelve peligrosa [16] ”.

Ya lo había dicho en Respuestas “No hay que olvidar que las instituciones de libertad cultural son conquistas sociales al mismo título que la seguridad social o el salario mínimo [17] ”. Lo que le ocurre a la ciencia y a las instituciones que garantizan su libertad no es distinto de lo que ocurre al conjunto de las sociedades occidentales. Y los únicos modos de lucha efectivos, para los científicos, comenzaban para Bourdieu por la defensa colectiva de la autonomía de la ciencia; pero a condición de que no olvidemos que aquí los intelectuales no somos simplemente las víctimas, sino parte del problema. En estas instituciones que pretenden ser de libertad, necesitamos presupuesto y una política de fomento por parte del Estado, es verdad, pero también es verdad que somos con frecuencia nosotros mismos los que aceptamos o fomentamos las modalidades de la violencia simbólica –no voy a volver sobre los ejemplos- que debilitan los procesos de validación de nuestra producción científica, somos nosotros los que preferimos los signos de respeto al respeto, el símbolo del capital científico a la ciencia, los espacios de poder a la búsqueda de la verdad.

Desde 1995 Bourdieu buscó abiertamente comprometerse en una lucha política en sentido amplio, aliado a otras fuerzas sociales porque estaba convencido que el avance del economicismo como único criterio de juicio de lo que fuera (la ciencia, el arte, la inmigración, la política, el trabajo, la salud, la dignidad, la vida y la muerte humanas) estaba ganando una guerra simbólica en la que los sindicatos, las asociaciones, los partidos políticos, “están muy desarmados; atrasados tres o cuatro guerras simbólicas. No tienen sino técnicas de acción y manifestación muy arcaicas para oponer a las empresas y sus formas muy sofisticadas de relaciones públicas [18] ”. Hay testimonios del pánico que sentía antes de dirigir la palabra a estos interlocutores no académicos, y también de la enorme capacidad de escucha que tenía frente a ellos, en una búsqueda en común de estrategias nuevas para ofrecer y hacer audible una palabra verdadera sobre lo que está sucediendo en nuestras sociedades. Este hijo de campesinos descampesinados sabía que los hombres “de la calle” tienen un saber implicito sobre el mundo social que es algo así como una “lucidez del dominado”, y por eso los escuchaba, no por demagogia, ni por “hacerse el obrero”, como dice uno de ellos.

Una vez más, era la convicción de tener algo que decir luego de haber estudiado durante casi cuarenta años el funcionamiento de su sociedad, y en particular de los sistemas simbólicos y los procesos de negación que constituyen sus espacios de poder y sus cegueras. Una vez más, era el rechazo del “intelectual profeta”, capaz de opinar sobre todos los asuntos arrogándose la autoridad de la ciencia. Era en cambio la acción autorreflexiva y responsable para contribuir con el fruto de su trabajo científico a las búsquedas y las luchas en común de aquellos que se oponen a lo que a él le parecía una regresión incontenible (armada en los años 90 de todas las autojustificaciones y los espejismos) de la democracia y la cultura en beneficio de un mercado despiadado y fetichizado. De hecho, fue también en los años ’90 que Bourdieu volvió sobre algunos temas de sus viejos trabajos argelinos en relación a la antropología de la teoría económica, y publicó Las estructuras sociales de la economía [19] , que concluye con un llamado, no sólo a reintegrar sociología y economía (porque al fin y al cabo los intercambios económicos no son más que un aspecto del mundo social), sino a la institución de poderes políticos mundiales, que pudieran controlar las consecuencias del apetito anómico de ganancias sin fin de los grandes poderes económicos y financieros, únicos mundializados hasta el momento, y no precisamente orientados al interés universal.

La ciencia “puesta en peligro” se vuelve peligrosa, porque su instrumentación por el poder despliega todas las medias verdades (inseguridad jurídica, reducción del gasto público), los conceptos “omnibus” (globalización, flexibilidad, mundialización), los eufemismos más mentirosos (nuevo orden mundial), para imponer, valiéndose de los medios más diversos (financiamiento de investigación en una determinada línea, seducción y soborno encubierto a los intelectuales “bienpensantes”, distribución de las horas de pantalla o de las líneas de prensa, etc.) una problemática, es decir, una interpretación considerada legítima de lo que está ocurriendo o debería ocurrir en el mundo, y esto sin necesidad de ningún tipo de complot consciente ni deliberado,.  

Si había algo de lo que Bourdieu estaba convencido (con Blas Pascal, y con su amigo Louis Marin, de quien había aprendido a leer a Pascal) era que la palabra verdadera tiene, en su propio orden una fuerza inapelable: “si lo que digo es verdad (escribía Pascal al provincial de los jesuitas) usted podrá matarme, pero no podrá matar la verdad de lo que digo”, y por eso la mejor solución a un problema tiene buenas posibilidades de imponerse si la discusión se produce en un universo reglado idealmente por la racionalidad; pero también sabía que, al mismo tiempo, la palabra verdadera es indefensa si no le prestamos la fuerza social de las instituciones que sostienen estas posibilidades y si no defendemos –en primer lugar, contra nuestras propias traiciones- las reglas que garantizan esa autonomía. Los intelectuales de la Argentina somos parte del problema argentino. No sólo cuando nos hemos acomodado o nos hemos callado, sino también cuando, por falta de profundidad o actualización, no hemos sabido hacer análisis más allá de los planteos periodísticos, hemos hecho referencia a los autores de moda sin leerlos seriamente ni juzgarlos (fast read), hemos acumulado trivialidades y clichés en discursos seudocientíficos, más atentos al auditorio que a la búsqueda, siempre vacilante y provisoria, de la verdad. Si acusamos al capitalismo económico de egoísmo y falta de sensibilidad, si acusamos a los políticos de correr sólo tras los intereses personales y de partido, olvidando a sus representados –y es verdad-, creo que no podemos olvidar que nosotros somos también poseedores de un capital llamado a socializarse poniéndose al servicio de causas universales. Nuestra indolencia, nuestra impericia disimulada y nuestra tendencia a traficar con las indeterminaciones del capital cultural para “hacer carrera” o “mantener lugares” son nuestros modos de acumular de espaldas a las nuevas generaciones, de espaldas a los desposeídos de este privilegio y de una sociedad a la que también nos debemos. Si sólo pensamos en defender posiciones personales o corporativas y no asumimos la responsabilidad de sanear y transparentar nuestras instituciones académicas, si no nos arrancamos de la mediocridad tan fácil de disimular bajo los signos de la ciencia y los lugares académicos logrados como derechos adquiridos, si no buscamos los medios de poner una ciencia realmente seria al servicio de nuestra sociedad, nuestros alumnos y nuestros hijos – y esto no es un lugar común, es una terrible realidad- podrán acusarnos de haber contribuido a saquearles el futuro.

Y termino citando palabras de Roger Chartier a la muerte de Bourdieu: “Como su amigo Luois Marin, jamás olvidado, Pierre Bourdieu leía en Pascal la formulación fulgurante de sus propios cuestionamientos.(...) Al final de Meditaciones Pascalianas, en una reflexión de acentos inesperados, relacionaba el insoportable pensamiento de la muerte con la búsqueda, en el mundo y en la diversión, de razones de existir. Pero sin duda, como Pascal, sabía que éstas no eran sino señuelos, que valían muy poco comparadas con una exigencia mucho más poderosa: “Moriremos solos. Hay que hacer, entonces, como si estuviéramos solos; por eso, ¿construiremos casas soberbias, etc? Buscaremos la verdad sin vacilar, y si nos rehusamos, demostraremos estimar más la estima de los hombres que la búsqueda de la verdad [20] ”.



[1] Bourdieu, Pierre, Contre-feux, p 30 (traducción nuestra)

[2] Ibid. P. 7

[3] Sociologie de l’Algérie, PUF, 1958.

[4] Entrevista publicada en Harker, Richard, Cheleeb Mahar and Chris Wilkes “An introduction to the work of Pierre Bourdieu. The practice of theory.” ED.Macmillan, 1990, p. 39 (traducción nuestra)

[5] Sociologie de l’Algérie, PUF 1958; Travail et travailleurs en Algérie (con A. Darbel y C. Seibel), Mouton, 1964; Le déracinement (con Abdelmalek Sayad), Minuit, 1964;

[6] Le Monde, vendredi 25 janvier, 2002.

[7] Leiris, Michel, L'ethnographe devant le colonialisme. Temps Modernes, août 1950.

[8] Ibid. Pág. 359.

[9] Travail et Travailleurs en Algérie. Op.cit. p.260.

[10] Ibid. p. 260.

[11] Cfr. Bourdieu, P. La société traditionnelle. Attitude à l’égard du temps et conduite économique. En Sociologie du travail, 1963.

[12] Bourdieu et Sayad. Le déracinement. Minuit, 1964.

[13] Ibid. 265.

[14] Que le costó la ruptura con Raymond Aron, el hombre que le había abierto un espacio en el mundo académico de las ciencias sociales y que así garantizaba su carrera futura.

[15] Homo Academicus, Minuit, 1984, p 307. Traducción nuestra, aunque el juego de palabras del final es prácticamente intraducible : “... aux vérités et aux valeurs que professe l’institution et auxquelles, étant vué à l’institution, il était voué et dévoué”.

[16] Bourdieu, P. Science de la science et réflexivité. Cours du Collège de France 2000-2001. Raisons d’agir, 2001. P. 6.

[17] Bourdieu, P. Réponses. Seuil, 1992. P. 170

[18] Bourdieu, P et Haacke, H. Libre-échange, Seuil, 1994. p. 28.

[19] P. Bourdieu. Les structures sociales de l’économie, Seuil, 2000.

[20] Chartier, Roger. Plutôt Pascal que Marx. Le Monde, vendredi 25 janvier 2002.

ACILBUPER - REVISTA DE CIENCIAS SOCIALES DE SANTIAGO DEL ESTERO N°4/10 - Diciembre 2002 - www.acilbuper.com.ar

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