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El violento oficio de pensar

Buenos Aires será sede esta semana del coloquio internacional “Actualidad del pensamiento de Simmel”, en el que destacadas personalidades europeas y latinoamericanas examinarán el pensamiento del gran sociólogo berlinés, en cuya obra cabe encontrar la inspiración tanto de Lukács como de la escuela de Frankfurt.


Georg Simmel (1858-1918)   Por Esteban Vernik                                                                                                                      

                                                                                                                                                                                                       

Es frecuente oír en los relatos de la vida de Simmel el eco de hostilidad con que fue tratado por el establishment universitario. La actitud del tribunal académico que reprobó en 1881 su primera tesis doctoral fue elocuente. La disertación llevaba por título Estudios psicológicos y etnológicos sobre el origen de la música y era, por cierto, una pieza programática de lo que sería su obra. Refiriéndose empíricamente al canto tirolés, consideraba lo que ocurría en situaciones como las de la música, en las que las personas se juntan por el hecho de juntarse, por el placer de juntarse en una relación en la que el fin es la propia relación. Había en este incomprendido escrito de juventud un núcleo que permanecerá a lo largo de su obra y que se cristalizará en el análisis posterior de situaciones como las que ocurren cuando un conjunto de personas se junta a ver la caída del sol o la salida de la luna –se trataba de las potencialidades del “estar juntos porque sí”, por fuera de las coerciones del dinero y el poder.  Su mala relación con las burocracias académicas fue una constante a lo largo de toda su carrera: su posición en el escalafón docente en la universidad de Berlín era tan marginal que carecía de salario y de derechos políticos; años más tarde, la universidad de Heidelberg rechaza su candidatura a profesor tras las muertes de Windelband y de Lask, por medio de un informe que desaconsejaba la postulación de Simmel dado su carácter “crítico y negativo”; finalmente, recién a sus cincuenta y cuatro años obtiene el rango de profesor con dedicación completa pero resignándose a que fuera en una pequeña universidad provinciana.  Todo esto ocurre mientras publica una inmensa obra de más de veinticinco libros y cientos de artículos que son traducidos a diversos idiomas, y -más sustantivamente– mientras su pensamiento es celebrado con admiración por grandes luminarias de la época como Edmund Husserl, Heinrich Rickert, Max Weber, Ernst Troeltsch, Hans Vaihinger, Hermann Keyserling, Auguste Rodin, Stefan George o Lou-Andreas Salomé.  Sin duda que los sinsabores ocasionados por el formalismo académico debieron haber sido agraviantes, pero no consiguieron eclipsar la dicha que Simmel producía cuando desplegaba sus pensamientos. Sus cursos en la universidad constituían verdaderos acontecimientos culturales en los que se daban cita grandes auditorios de estudiantes. Su fama de brillante orador llevaba a que en muchas ocasiones sus clases fueran reseñadas en los suplementos dominicales de los diarios. Y entre sus estudiantes más cercanos, se contaron los nombres de Sigfried Kracauer, Karl Manheimm, György Lukács y –más que ninguno– Ernst Bloch. De las relaciones que mantuvo con sus colegas, se cuenta que en una ocasión el sociólogo de Heidelberg, Max Weber, viaja a Berlín y durante unos días se hospeda en el departamento de arriba del de Simmel. Durante las conversaciones de esos días, Simmel describe a Weber su proyecto de expandir los análisis sobre la alienación de Marx –que se concentraban especialmente en la esfera económica– hacia el resto de las esferas de la vida. Se trataba de comprender cómo la enajenación propia del capitalismo afectaba desde las esferas económica y política, hasta las más íntimas de la ética y la estética y aún de la erótica y la religiosa, produciendo una profunda autoenajenación de tipo existencial. Así –se entusiasmaba Simmel ante su huésped–, la racionalidad formal del capitalismo producía –vía la circulación del dinero– una inversión entre medios y fines, que lleva a que los primeros pasan a ser fines que a la vez son medios de otros fines que sucesivamente devienen medios, en una cadena teleológica que -dejando de lado el horizonte de los fines últimos– ya no tiene fin. En ambos sentidos: no tiene fin como finalidad alguna, y no tiene fin como punto final. Así, proseguía Simmel, el dinero ha sido pensado como unmedio para obtener determinados fines, un medio para obtener en las sociedades modernas, por ejemplo, comida, o zapatos, una casa, lo que sea... pero el problema es que por la voracidad que es propia de la racionalidad del dinero, el dinero aparece como un fin en sí mismo, y entonces resulta que es dinero lo que se desea, no como medio para alcanzar ciertos fines, sino por el dinero mismo.  De esta manera continuaba el anfitrión de esas veladas explayándose sobre las consecuencias alienantes que produce el dinero: hace cuantitativo lo cualitativo de la vida, deviene en un pavoroso nivelador que pone precio a todas las cosas e incluso en la modernidad capitalista puede –de la forma más indigna– funcionar como precio de las personas.  Paradójicamente, la situación económica de Simmel en Berlín llegó a un punto en que se hizo insoportable: ya no podía vivir en las condiciones tan precarias en que se encontraba en la universidad, con la insuficiente compensación que le significaban las clases particulares y las ocasionales colaboraciones en los periódicos. Cuando surgió una oportunidad para por fin obtener una plaza completa, en una pequeña universidad provinciana como era la de Estrasburgo –a pesar del desconsuelo que suponía abandonar el clima cultural de la gran urbe que lo tenía como a uno de sus animadores–, no pudo desistir de aceptar el destierro. No disimuló su sensación de desconsuelo y abandonó Berlín con acompañamiento de artículos periodísticos contra la universidad berlinesa y sus burócratas. Uno de esos artículos escandalizados se tituló “Berlín sin Simmel”.  El destino fue trágico: al poco tiempo de llegar a la provincia, estalla la Primera Guerra Mundial y la universidad se convierte en una suerte de hospital próximo al campo de batalla. Simmel se siente desorientado y desilusionado ante los valores espirituales de Alemania y de Europa. No obstante, y sin caer en un decidido pesimismo cultural, radicaliza su giro vitalista y escribe los últimos títulos de su extensa obra: Rembrandt. Un ensayo de filosofía del arte (1916), Cuestiones fundamentales de sociología (1917), y finalmente, al enterarse de una enfermedad terminal, se confronta con su autoconciencia de la finitud y se lanza a escribir a la carrera su último libro, Intuición de la vida. Cuatro capítulos de metafísica (1918).  Lukács, al enterarse de la muerte del maestro de sus años de formación, en quien se había inspirado tanto para su oposición entre el alma y las formas como para sus tesis sobre la cosificación, escribió en esos días: “Georg Simmel fue sin dudas la figura de transición más importante y más interesante de toda la filosofía moderna. Por tal motivo, ejerció una atracción sobre todos los verdaderos talentos filosóficos de la nueva generación de pensadores (aquellos que eran más que simples especialistas circunspectos o dedicados a las disciplinas especializadas de la filosofía), a tal punto que, por decirlo así, no hubo uno solo que no hubiera en mayor o menor medida sucumbido a la seducción de su pensamiento”. Se refería a Bloch, Benjamin, Adorno, y también a Heidegger.

El oleaje interior

Por Horacio González                                                                                                                                                                  

                                                                                                                                                                                                       

El redescubrimiento de la obra de Georg Simmel coincide con (y sin duda es el resultado de) un momento de crisis esencial en las ciencias humanas. Pero no fue de este modo conmocionante que entre nosotros se lo comenzó a leer en el viraje del siglo XIX al siglo XX, como lo atestigua la módica cita que hace de él Juan Agustín García hacia 1900, en su Introducción al estudio de las ciencias sociales. En estos remotos parajes argentinos, interesaba la rara sutileza del pensar de quien en adelante bien podría considerarse el “Goethe de las ciencias sociales contemporáneas”, antes que la delicada pero prevenida incomodidad que le provocaba a un Émile Durkheim, que de todos modos lo había dado a conocer. Sin embargo, basta ver cómo se dirigen hoy hacia la lectura simmeliana los estudiantes de las áreas de conocimiento social en nuestras universidades (y en este país, especialmente por la encendida labor de Esteban Vernik), para percibir que ante la extenuación de un pensamiento reacio a encontrar “el árbol de oro de la vida”, se abren nuevamente las notas de una reflexión sobre el mundo que comienza por desentrañar sus escondidas poéticas bajo el modo de una nueva filosofía de la praxis. Al leer a Simmel podemos leer entonces a un Nietzsche, pero sin sus acentos convulsos, o a un Stefan George, sin sus pesadillas proféticas de redención.  No es difícil imaginar que la atracción que ejerce el pensamiento de Simmel –lo que llamamos el problema de la praxis, para no abandonarlo a una estetización de la vida, lo que de todas maneras permite– consiste en que nos lleva directamente al problema de qué significa pensar. El pensar, en Simmel, es lo súbitamente asombroso que surge de lo que llamaríamos de buen grado una antropología general de los objetos, a la que él le dio diversos nombres llamativos y provisorios: filosofía del dinero, metafísica de la muerte o quizás sociología de los sentidos. Lo que súbitamente fascina del pensar en Simmel es la manera inesperada en que hace irrumpir el objeto; todo objeto del mundo es la forma finalmente visible de las fuerzas del vivir pues en él se recupera la simultaneidad de lo exterior y lo interior. De este modo se referirá al asa de los jarros, al rostro, al dinero, a las comidas o a las máquinas de escribir como formas expresivas, o bien mecánicas, que conducen a procesos anímicos o espirituales en los que se revela la libertad y la idea misma de individuo.  La insistencia de Simmel en acogerse a los dominios del pensamiento circunspecto y serio (como puede ser el de la sociología), contrasta notablemente con el torturado éxtasis de sus miniaturas de trabajo. Simmel significa el pensar martirizado, pero esto no se nota. El esfuerzo para que no se perciba el suplicio del pensar, equivale a su modo mismo de pensar. Si de repente dice que la psicología del público de teatro es el ámbito que hay que estudiar para aprender cómo proceden los llamados “crímenes de masa”, podemos aceptar sin sobresaltos esta asociación inspirada en cierta idea de la sociedad como un evento teatral. Pero antes que eso es un intento para entender la esquiva unidad del mundo en la trivial serie de acontecimientos que se interponen ante el pensamiento. Simmel piensa como un pintor, o mejor dicho como un paisajista. Se busca una forma y cuando se la obtiene, ésta pasa a ser un producto del arte y a la vez un destino inevitable de todas las formas vivas del mundo. Su modo de exposición se atiene incluso a su idea de que al contemplar el mar, en el juego y contrajuego de las olas, contemplamos la libertad, el secreto, el ornamento y los visos incesantes del estar en común. Escribe, pues, acumulando y deshaciendo oleajes continuos, meticulosos, con fugaces espumas ante su mirada de acuarelista social. Simmel es el pensamiento como praxis oceánica y a la vez detenida en el alma descubierta de los objetos particulares. Deja en el joven Lukács la idea de forma como tragedia y destino del ensayista, en el agudo político del imperio austrohúngaro Otto Bauer la idea de forma nacional y de comunidad en el socialismo, en Elías Canetti una bio-antropología de las formas de dominación, en el peruano José Carlos Mariátegui la posibilidad de una identificación de las formas culturales del capitalismo, en el brasileño Gilberto Freyre un vitalismo erotizante, y en el argentino Ezequiel Martínez Estrada –como ineluctablemente lo informa La cabeza de Goliath– la última y secreta inspiración de su alegorismo expresionista. Fue y es digno el destino sudamericano de Simmel.

Página 12 mayo de 2002

 

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