ACILBUPER

 

UNA MODERNIDAD SOCIAL INAUDITA E INVISIBLE

EN LA TRAMA INTERCULTURAL

LATINOAMERICANO-CARIBEÑA.

Historia, Posiciones Sociales y Prospectiva.

 

 

José Luis Grosso PhD

jlgrosso@usb.edu.co

dacir@telesat.com.co

 

A Rodolfo Kusch,

quien me hizo pensar desde otro lugar

 

 

Interculturalidad: pliegues y distorsiones de la identidad.

 

El olvido de la lucha de los pueblos de América

se ha vuelto una tradición en la cultura de la opresión.

Rigoberta Menchú, 1996.

 

Una prospectiva crítica, más que escenarios de futuro, es hondura histórica, es remoción del orden escénico donde aparecen ajustados hasta su naturalización cuerpos, discursos y espacios. El movimiento y la alteración de las posiciones sociales es lo que puede hacer de la prospectiva algo diferente que la consolidación lineal del orden violento del presente. La posibilidad de futuro está en el reconocimiento de otras fuerzas en la historia, que luchan en la oscuridad de la percepción realista del presente, congelado y transparente. No hay futuro sin historia, en el sentido de que al futuro posible lo construimos en el tiempo. La prospectiva pregunta en silencio por el quién de la historia, la historia de quiénes, el futuro de quiénes. En la conmoción contemporánea producida por la globalización de la economía, del conocimiento y de la cultura y por el redimensionamiento de los contextos locales, estamos ante una nueva oportunidad de escuchar esa pregunta.

 

¿Dónde comenzar el relato de la interculturalidad que somos? El comienzo define la historia que se cuenta, y evidencia la perspectiva de las posiciones de los actores sociales en las relaciones, desde las que se la cuenta. En este texto (como en trabajos anteriores: Grosso 2002; 2003), comenzaré por la construcción de nuestros Estados-Nación en América Latina y el Caribe, ya que desde el mismo título vengo hablando de “modernidad”.

 

Una clonación primaria precedió el reconocimiento de la diversidad en las sociedades nacionales latinoamericanas y caribeñas; fabricación de “individuos” nacionales, homogéneos con todos los otros, que borró las diferencias étnicas y sociales de la topografía social colonial: aquellos trazos varios y acechantes que nunca habían sido deseables para los sectores dominantes y que ahora eran vueltos invisibles. “El olvido que excluye y la representación que mutila están en el origen mismo de las narraciones que fundaron (y fundan) estas naciones.” (Martín-Barbero 2003 p. 44)

 

Una tecnología nacional de encubrimiento preside la nueva vertebración morfogenética radical en términos de “individuo” y de “ciudadano”. Las nuevas diversidades (no diferencias ) regionales perciben su historia sólo en los términos de la “nación” imaginada (Anderson 1994), bajo la condescendencia tolerante y la vigilancia oficiales, que se aseguran de que aquellas no se vuelvan un mapa crítico. La cuestión nacional es la cuestión colonial agudizada: la diferencia combatida.

 

La construcción de la ciudadanía nacional se inscribe en una larga historia de disciplinamiento colonial naturalizado, de una interculturalidad siempre percibida entre la domesticación y la amenaza. Pero la novedad nacional reside en la tabula rasa genética, el gesto desdiferenciador que borra las jerarquías y las clasificaciones para refundar otras sobre el desconocimiento de la socialidad anterior, violencia simbólica (Bourdieu) que nos resulta constitutiva: desconocimiento necesario para reconocerse en la ciudadanía nacional, distorsión perceptiva, pliegue cultural que habitamos cotidianamente.

 

Los “indios” debieron alterar su auto-representación identitaria en naciones en las que no se podía seguir siendo "indio" so pena de ser excluído de la ciudadanía. El indio, "bárbaro e infiel", era ahora el enemigo extremo de la Civilidad , la Razón y el Progreso como nueva "episteme" de la nacionalidad (Foucault 1996; 1997; Nandy 1983); los “negros” eran la negación misma de esa episteme; los “mestizos”, en todos sus matices y (de)gradaciones, eran manchas demográficas crecientes o mayorías contaminadas que había que reformar y redimir. "Espacio de muerte" (Taussig 1991; Anderson 1994) que reconvirtió a los "indios" de la Colonia en "ciudadanos” de la Nación , blanqueó a los “negros” (tanto en el sentido de irreconocerlos como de borrarlos del mapa, usándolos como “carne de cañón” en las guerras y en la creciente e insalubre producción), y sometió a los “mestizos” a un “americanismo” mitificador. Los “indios” prehispánicos, en los casos en que la oscuridad y mezcla de la población resultó insoslayable y que la cobertura inmigracional europea no alcanzó a marginarla en la auto-representación ideológica de la identidad nacional, fueron integrados a la prehistoria y al museo de la “Independencia”.

 

Es notable cómo en nuestros contextos nacionales latinoamericano-caribeños tenemos una muy difusa conciencia de la experiencia colonial de la que venimos. Nuestras historias escolares son contadas desde los sectores dominantes, marcando en el paso de la Colonia a la Independencia un cambio en la mentalidad de esos sectores, enfrentados en dos posiciones ideológicas que en el fondo comparten su eurocentrismo mental y social. Pero por detrás de ese corte histórico hay una gran continuidad en la manera de narrar la historia y en la posición social desde la que se enuncia dicha narrativa. Esa violencia epistemológica se socializa a través del sistema educativo y se naturaliza hasta el punto de que toda la experiencia colonial es percibida desde los ojos y las sensibilidades europeos, como si todos los que tuvieren algo que contar hubieran sido, y fueran hoy, europeos (fuera de lugar, expatriados y desolados) tanto en la Colonia como en la República. Paradójicamente , nos desconocemos en esa Historia. Incluso historias “otras”, la Historia contada desde el punto de vista de los “otros”, suele reproducir las maneras de narrar de la Historia oficial, sin cuestionar que los “hechos”significativos, las lógicas narrativas, los contextos de producción y de recepción pudieran ser otros: que la historia, en un sentido radical, pudiera ser otra.

 

La formación hegemónica se ramifica y disemina en los recodos de lo cotidiano, su eficacia consiste en su invisibilidad, hunde las relaciones de poder mucho más allá de la coacción; viste los cuerpos con la misma "naturalidad" que la ropa, impregna las voces a un nivel tan constitutivo como lo hacen el acento y las maneras ordinarias de hablar, socializa el sentimiento invistiendo los símbolos de la iconosfera nacional (bandera, himno, escarapela, dramatizaciones de los “hechos” de la historia patria, monumentos y narrativas míticas de los próceres, nacionalización de los Santos, resignificación o nueva nominación de la toponimia, etc.)

 

Es muy importante reconocer este nivel de construcción de lo nacional, porque es a ese mismo nivel, profundo y cotidiano, que quiero proponer el reconocimiento y el análisis de lo que estoy nombrando como “interculturalidad” en cuanto espacio social y cultural de interacciones asimétricas, “coloniales”, pero asimismo indecididas, donde pugnan fuerzas tan activas como las que sostienen y reproducen el orden de cosas. Este nivel es el de las prácticas sociales. La hegemonía se adhiere a la piel, impregna el proceso de socialización, se incorpora como la leche materna, penetra sin preguntar, crece junto con la confianza; concepción del mundo que no se adquiere intelectualmente. A este nivel tienen lugar los procesos sociales de construcción de sentido que se ajustan a la formación hegemónica, pero que simultáneamente la transforman, derivándola; “sentido” que significa no sólo ni primariamente en el ámbito lógico-lingüístico, ni siquiera en el ámbito lingüístico general (oral, pensante o escrito), sino un “sentido” en las propias prácticas sociales, espacio de alguna especie de “subjetividad” que orienta la acción, campo de “conciencia” no explícita, un significar-hacer ( semiopraxis ) y un saber-hacer, una experticia no ilustrada, relación con espacios, intensidades, sensibilidades, una corporalidad cognitiva en juego permanente. (Gramsci 1998; Derrida 1977; De Certeau 2000; Bourdieu 1990; Giddens 1995)

 

Es aquí donde el concepto de “cultura popular” nombra las interacciones y el campo de significación de los actores y posiciones que, en cuanto tales (separados y hundidos hacia “abajo” por el gesto diferenciador, descalificados como lo “salvaje”, lo “bárbaro”, lo “animal” y lo “femenino”, categorías constitutivas de la diferenciación “moderna”, Grosso 2004; Nandy 1983), establecen, afirman y ponen en acción su diferencia. Interacciones y campo de significación que se extienden con la expansión de las tecnologías de información y de comunicación durante el siglo XX y hasta la actualidad, en el proceso denominado “masificación”. Pero, como señala Jesús Martín-Barbero, “en el nombre de la masa se designa por primera vez un movimiento que afecta la estructura profunda de la sociedad a la vez que es el nombre con que se mistifica la existencia conflictiva de la clase que amenaza aquel orden”. (Martín-Barbero 1998 p. 31) Lo masivo es un “modo de existencia” de lo popular. (Martín-Barbero 1998; Herlinghaus 1998 p. 18)

 

Este análisis de las prácticas muestra entonces un carácter estratégico para el estudio de la interculturalidad latinoamericana: por un lado, toma una posición político-epistemológica crítica y hace posible una teoría social situada en el contexto de las interacciones locales; y por otro, instala en un nivel profundo, corporal-material-significacional, la lectura de los procesos sociales, allí donde la hegemonía con su violencia simbólica ha hecho efecto y permanece activa y amenazada. El análisis de las prácticas en el contexto latinoamericano-caribeño dimensiona la necesidad del diálogo de los estudios prospectivos con la historia.

 

En las formaciones hegemónicas nacionales, lo "indio", lo “negro” y las categorías mestizas fueron invisibilizados, sepultados, bajo el modelo de ciudadanía. Pasaron a constituir la subterránea “diferencia”, el suelo movedizo bajo los cimientos, sin lugar en los discursos y las prácticas oficiales pero muy próximos de los cuerpos y las voces de grandes sectores sociales.

 

Conjuntos tecnológicos primarios como el sistema educativo, las políticas de higiene y salud públicas, el urbanismo, las redes viales y de comunicación social, el aparato jurídico, tomaron en sus manos la materia plástica hecha de gestos, actitudes, sentimientos, discursos, iconos y símbolos, formas de saludo y de vestido, relaciones laborales y rituales de la cotidianeidad, formas productivas, familia y esparcimiento vecinal, y realizaron con ellos el trabajo de nacionalización de las socialidades. (Gramsci 1972 p. 341; Elias 1993; Foucault 1984)

 

La profundidad histórica de las sociedades locales, que amenazaban con volver sus folklóricos matices del modelo nacional en diferenciales irreductibles, fue releída desde esta nueva fundación, y diluida y ocultada bajo particularismos provinciales. Pertenecer a la Nación significó tomar un nuevo punto de partida (entre los sectores dominantes) para narrar y leer la historia total: la Nación como un mundo único en formación. (Harwich 1994)

 

El cambio en la relación política entre el monarca (la administración virreinal) con sus súbditos, desde la segunda mitad del siglo XVIII, fue síntoma de un cambio en las relaciones sociales. La "sociedad barroca" (Romero 1978), basada en un pacto entre el Rey y cada uno de los estamentos y corporaciones, en el que las "castas", organizadas en gremios y cofradías fuertemente jerarquizados, eran reconocidas y desarrollaban formas de vida propias en esos pliegues sociales, fue dando paso a una "sociedad moderna", bajo una única y general relación binaria entre Estado e individuos-ciudadanos, en la que las desigualdades se ocultaban debajo de la ideología de un igualitarismo plano y un modelo formal, en el que se volvían irreconocibles, ahogadas en un fondo oscuro, las diferencias y categorías étnicas y culturales. (Elias 1993) Esta nueva política de control orientó hacia la individualización el movimiento del cuerpo social que se iba agenciando progresivamente de lo público y que era el magma de una modernidad social emergente. Las relaciones sociales se venían transformando ante la alta expectativa de reconocimiento y de autogestión de las “castas” subalternas y mayoritarias, generada por la consolidación de sus mundos culturales en los pliegues de la estructura social (luego (i)reconocibles en el “folklore” colectado a finales del siglo XIX y comienzos del siglo XX, hasta nuestros días) y las frecuentes revueltas proliferantes aquí y allá durante el siglo XVIII.

 

El sistema republicano hizo descansar el ejercicio del gobierno en la representación política, restringiendo, con legitimidad, la movilización democrática general y progresivamente creciente en número, en sectores y en ámbitos de la vida involucrados. (Guerra 1993) Desde entonces hay un quiebre, un desajuste y un desborde en las relaciones de representación en la política latinoamericana y caribeña. La representación política en las nuevas naciones se implantó sobre un ocultamiento, un desconocimiento cultural. Pero, cuando esta representación entra en ebullición, conectando con profundas identificaciones o reanimando aquellas altas expectativas, moviliza las capas tectónicas de aquella “sociedad barroca” sepultada. La situación social se vuelve entonces “peligrosa”, amenaza ponerse fuera de control y los sectores dominantes de estas “democracias” rápidamente acuden a contenerlas por medio de la represión, de la demagogia o del populismo.

 

NOTAS

El concepto de “interculturalidad” irá cobrando volumen a lo largo de este capítulo y será definido algunos párrafos más abajo.

Este y lo párrafos siguientes, en los que se realiza una lectura histórica de la interculturalidad latinoamericano-caribeña, se encuentran más desarrollados en los dos textos señalados más arriba: Grosso 2002 y 2003.

En nuestros contextos nacionales latinoamericanos, las identidades regionales cubrieron la trama intercultural: el mapa de las diferencias soportables para la Nación moderna se estableció tapando las identidades étnicas y las categorías sociales coloniales; sus historias y tradiciones ahora pasaron a ser contadas y recolectadas como “folklore” del país, museificando el pasado, creando una mitología “popular”. Específicamente para el caso de Colombia, Myriam Jimeno destaca en este sentido “lo que se ha excluido e ignorado, la variedad cultural que atraviesa las regiones y es olvidada cuando éstas se oponen como conjuntos culturales frente a la nación. La diversidad cultural suele ser entendida en Colombia tan sólo como variedad de culturas regionales.” (Jimeno 1994 p. 68) Pero esa diversidad cultural atraviesa las regiones y rompe su supuesta unidad. (p. 70)

La conciencia criolla, “como conciencia racial, se forjó internamente en la diferencia con la población afro-americana y amerindia. La diferencia colonial se transformó y reprodujo en el período nacional y es esta transformación la que recibió el nombre de 'colonialismo interno' (aunque ya estuviera presente en las políticas coloniales). El colonialismo interno es, pues, la diferencia colonial ejercida por los líderes de la construcción nacional. Este aspecto de la formación de la conciencia criolla blanca es el que transformó el imaginario del mundo moderno/colonial y estableció las bases del colonialismo interno que atravesó todo el período de formación nacional, tanto en la América ibérica como en la América anglo-sajona (esto último lo hace notar Dana Nelson, National Manhood, Capitalist Citizenship and the Imagined Fraternity of White Men, Duke University Press, Durham 1998).” Esto debe ser matizado en el caso de los líderes criollos independentistas haitianos o de las West Indies inglesas, que eran negros. (Mignolo 2000, pp. 95-96) Para los criollos “blancos” se trataba de “ser americanos sin dejar de ser europeos; de ser americanos pero distintos a los amerindios y a la población afro-americana”; “europeos en los márgenes”. (p. 97)

La trama conceptual entre “interculturalidad”, “cultura(s) popular(es)” y “modernidad social” es abordada en otro texto, en revisión, a partir de Giambattista Vico, Antonio Gramsci, Mijail Bajtin, Raymond Williams, Edward P. Thompson, Eric Hobsbawn, Michel de Certeau, Peter Burke, Geneviève Bollème y Jesús Martín-Barbero, entre los autores más representativos. Para la relación entre cuerpo y culturas populares ver Grosso 2004.

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