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EL INVESTIGADOR, EL CUERPO Y SUS INDICIOS [1]

 

 

Dr. Homero R. Saltalamacchia

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Los cuerpos hablan, pero los investigadores, sujetos del logos, no acostumbramos a percibir sus indicios.  Como todos los otros seres humanos, sí lo hacemos en la vida cotidiana; pero, olvidados de esas investigaciones, escribimos como si ellos no intervinieran en los mensajes que analizamos; son los literatos los que normalmente tienen la sensibilidad necesaria para incorporarlos en sus trabajos. Por eso, para hablar sobre el tema, comenzaré con una versión libre de un cuento: una especie de variación sobre un argumento de Italo Calvino (1996); a la manera en que los músicos competían haciendo variaciones sobre un tema que, alguna vez, uno de ellos compuso; pero, en este caso, mi objetivo es tener la muestra de un diálogo hecho de indicios corporales, para luego pensarlo en tanto investigador. Requiero, pues, tu complicidad.

Estás en el sexto vagón de un tren de provincias y una especie de sirena corta y estridente da la señal de partida.

Desde la puerta más cercana a la locomotora acaba de entrar una señora alta, gruesa y bien formada; que demuestra, en cada uno de sus gestos y en el diseño de sus ropas, la robusta opulencia de las matronas provincianas.

Viste totalmente de negro.  Su andar es pausado y lo suficientemente flexible como para compensar, sin esfuerzos, los movimientos del tren, que se zamarrea al iniciar la marcha. La seguridad con que se desplaza permite suponer que está acostumbrada a estos viajes.

El talle de la señora muestra esa firmeza que normalmente se conserva hasta promediar los treinta años. Pero el velo negro, que se desprende desde las alas del sombrero y oscurece sus facciones, no permite captar otros rasgos que confirmen esa primer impresión. Quizá sea mayor. Quizá lo sea, a juzgar por la lejana expresión de aquellos ojos inasibles o por la dureza de sus rasgos, que no parecen anidar frecuentes sonrisas.

No da la impresión de estar demasiado atenta a lo que hace. Camina sin perder el equilibrio y deja atrás varios asientos vacíos.  Su mirada, semioculta por el velo, parece dirigirla hacia la puerta del próximo vagón.

Pero eso no ocurre. De golpe se detiene junto a un asiento doble –que ocupa, del lado del pasillo, el soldado de infantería Tanagra— y, dejando apenas una pausa para que Tanagra se aparte, gira su cuerpo al tiempo que lo desplaza con agilidad hacia el asiento de la ventanilla.

Afuera ha comenzado a llover. El movimiento de la viuda es absolutamente sorpresivo, hasta intempestivo; y, al mismo tiempo, indiferente y agresivo; pero, sobre todo –dada la existencia, en el mismo vagón, de muchos otros lugares libres— muy poco comprensible. Por eso no resulta difícil entender la rigidez que casi paraliza al soldado Tanagra cuando la suave tela negra de la falda, que se aprieta contra las caderas de la viuda, inicia su marcha hacia la ventanilla, sin darle siquiera tiempo para erguirse y dejarle paso, obligándolo a retirar el rostro para que no roce sobre las nalgas enlutadas. Echado hacia atrás en su asiento, con las piernas levemente giradas hacia afuera y el mórbido cuerpo enlutado enfrentado a su rostro, la cara de Tanagra indica primero sorpresa y enseguida inquieta curiosidad.

El recuerdo del cuartel desde el que salió, posiblemente con motivo de su primer franco (estamos en Semana Santa, y la incorporación de soldados fue en enero), parece haber perdido la obsesionante presencia que, hasta este momento, lo había tenido como en las nubes. Pero quizá no sepa muy bien qué es lo que ahora siente; salvo una confusa red de estímulos indecibles que no cesan de reflejarse en el movimiento sin tino de sus brazos y manos: ora cruzadas sobre el pecho o descansando con demasiada firmeza sobre sus rodillas.

Aún aturdido por la proximidad de esas caderas que le golpearan el rostro y lo inundaran de un perfume amargo, Tanagra intenta comprender qué fue lo que llevó a la matrona a desechar asientos vacíos y sentarse a su lado: ¿la indiferencia respecto a uno u otro lugar? ¿una vieja cábala que la obliga a sentarse siempre en el décimo asiento de la hilera izquierda, al lado de la ventana? ¿por qué, habiendo otros asientos vacíos, eligió la incomodidad de compartir su asiento con otra persona?

Si no estás acostumbrado a los usos y costumbres de estos lugares en que transcurre la narración, deberás saber que el luto es un ritual muy serio. Sin ambigüedades, proclama que, en algún momento del pasado próximo, un esposo murió y la unión que Dios consagrara continúa ahora de una forma nueva: el cuerpo vivo pierde toda su sexualidad –que es enterrada junto a la del esposo— y solo resta lo que podría ser el equivalente a una estatua que mantiene la memoria de aquel que se fue. Esto Tanagra no puede menos que conocerlo y compartirlo. Pero, a juzgar por el agarrotamiento de su cuerpo, esa convicción no impide una ráfaga inquieta y sugerente de preguntas que lo ponen ante una necesaria investigación.

Momentos antes, esa triste, respetable y negra imagen de la ausencia podría haber desaparecido en cualquiera de aquellos asientos desocupados que él, Tanagra, ve claramente en la hilera de enfrente. En tal caso, hubiese sido un relámpago oscuro; o, a lo sumo, si él no hubiese estado distraído, el atuendo podría haberle comunicado un mensaje fugaz de tristeza, instantáneamente disipado por el telón de los respaldos.

Pero nada ocurrió de esa manera. Ella está a su lado. Y ante esa presencia, sin saber muy bien por qué, siente que el velo negrísimo y el impenetrable rostro blanco de la viuda son contradictorios con el insistente y amarguísimo perfume que continúa envolviéndolo y con el calor que emana de esa pierna que ahora roza, descuidadamente, el costado de la suya.

En las ventanillas, la garúa dibuja arabescos oscuros que destrozan el cristal con surcos afiebrados y vibrantes. Tanagra los mira y parece como si viera las líneas de muchas manos; al tiempo que, como en una ráfaga, quizá recuerde que alguien le habló de las huellas que el futuro graba sobre esos ríos quietos que indican nuestro destino. Es posible que esa remembranza le ayude a olvidar lo que acontece a su lado: se lo distingue más calmo y como reencontrando la imagen de los amigos que lo esperan al llegar.

Pero la presión de las caderas y de la pierna de la viuda sobre su cuerpo renuevan aquella zozobra, que comenzara con la invasión de su asiento, luego se reformulara al sentir en su rostro la proximidad con esa inquietante falda negra y ahora crece por el contacto tórrido y macizo de la mujer.

Como enredado en extrañas sensaciones, el soldado Tanagra gira el rostro hacia la ventana de su izquierda y simula fijar su atención en los efectos de la lluvia, mientras observa con recato el perfil de su vecina. Al verla, parece sentir temor; y ese temor aumenta al percibirle la expresión: aquel semblante es la exacta reproducción de una estatua; y esa impasibidad lo intimida.

Es evidente que está desconcertado. Se encoge en el asiento y gira ostentosamente su cabeza como para que la viuda no crea que la mira solo a ella. Es su retirada: recuesta su cabeza sobre el respaldo y, encogido sobre sí mismo, cierra los ojos como tratando de regresar a su sueño.

Pero nada de eso dura. Aunque se mantiene quieto, la sangre se le agolpa sobre el costado izquierdo –que ha cobrado una angustiosa hipersensibilidad— y la rigidez de su postura lo asemeja mucho más a un felino, dispuesto a saltar, que a una marmota, ausente en sus ensoñaciones. Se cruza de brazos, al tiempo que sus piernas, muy poco entreabiertas, se cargan con fuerza sobre los zapatos, apoyados completamente sobre el piso. Todo parece indicar que se siente, a la vez, entre ridículo, obsesionado y culpable.

Quizá por eso se estremece casi imperceptiblemente cuando, en uno de esos movimientos acompasados de las vías, su cuerpo se deslizó, sin él percibirlo (¿o fue el de ella?), hasta suprimir, nuevamente, toda la distancia que anteriormente él mismo había intentado crear.

¿Qué pasa con la viuda? Tanagra parece ir y venir entre el miedo y una oscura vergüenza: como si lo requiriesen y él no fuese capaz de responder. Por una parte, sabe que cualquier error de interpretación podría ocasionar una queja de su vecina y que el escándalo subsiguiente arruinaría ese franco difícilmente conquistado; pero, por otra parte, intuye con certeza que el mandato de un hombre es el de ir hacia la mujer y tomarla.

No obstante ¿es ella una mujer? ¿Acaso él no sabe que el luto es la consigna sagrada que nos prohíbe tomar como cuerpo sensible lo que es, o al menos debería ser, un mero recuerdo de rubores carnales? El sombrero negro, el perfil marmoreo velado por el espeso tul enlutado, la amplia y nocturna chaqueta, la falda de seda color de endrino y aún las medias oscuras que se pierden en zapatos de charol, indican claramente esa identidad. Sin embargo, en los límites fundidos de su pierna y la de su compañera el luto no impide que se produzcan remolinos quietos y ardientes; y que una invasión agresiva de latidos sin cuerpo haga de ambas extremidades un monstruo en el que los sentidos se agudizan dolorosamente.

Es como si una cápsula de cristal hubiese recortado dos campos totalmente diversos: en uno de ellos, las piernas reunidas dicen cosas que el resto de los personajes niegan.

¡Oh Dios! ¿qué es lo real y cuál el efecto de su percepción? Se puede adivinar cómo la sangre de Tanagra se agolpa sobre el costado externo de su pierna izquierda y luego se lanza a inundar tejidos cavernosos, sin que ninguna conciencia moral pueda hacer nada por detenerla. Pero ¿pasa lo mismo con la pierna que se recuesta contra la suya? ¿hay alguna agitación en ese músculo que se adhiere, bajo la falda de seda, sobre los casi húmedos pantalones de su tosco uniforme? ¿O, por el contrario, ese estar de la viuda es el resultado de la insensibilidad pétrea e indiferente de un cuerpo ya sin sexo? ¿Qué pensar?

Calvino, espectador y narrador como nosotros, cuenta que:

“...la señora permanecía impasible bajo el sombrero de matrona, fija la mirada parpadeante y las manos quietas sobre el bolso en el regazo”

Y advierte enseguida, como rompiendo con cualquier descuido de observador inocente:

“sin embargo, una larguísima franja de su cuerpo se apoyaba en aquella franja de hombre”.

E interpretando las elucubraciones de Tanagra sobre los posibles móviles de la viuda, se pregunta:

“¿Todavía no lo había percibido? ¿o preparaba una retirada? ¿o un rechazo?”

Ninguno de los otros pasajeros parece haberse percatado de ese remolino que arremolina el tiempo en uno de los asientos de este vagón. A menos que haya otras historias que no hemos percibido, todo parece estancado. O quizá ocurra que el tren, meciendo suavemente los cuerpos, abra otros túneles secretos; que dejan pasar historias sin testigos y de las que somos absolutos ignorantes. Lo cierto es que cada uno está en su mundo y Tanagra en el suyo; con su tiempo suspendido del deseo; alejado de lo que dejó o de lo que habrá de ocurrir al terminar el viaje; y en este suspenso parece muy poco dueño de sus impulsos.

Calvino percibe aquel descontrol y narra que Tanagra, dispuesto a encontrar alguna respuesta:

“…contrajo el músculo de la pantorrilla como si fuera un puño duro, cuadrado, y después con ese puño de pantorrilla, como si una mano dentro quisiera abrirse, se apresuró a golpear la pantorrilla de la viuda. Fue, claro está, aclara Calvino, un movimiento rapidísimo, apenas el tiempo de un juego de tendones: de todos modos, ella no se echó para atrás; al menos por lo que él (Tanagra) pudo entender.”

Pese a que, como el soldado pudo apreciar con un rápido movimiento de cabeza, la distancia que la separaba de la pared opuesta hubiese permitido que la viuda se apartase, el cuerpo negro seguía pegado al suyo y el rostro perdido en alguna visión lejana de un paisaje que Tanagra había dejado de percibir ¿Que es lo que esa inmovilidad significaba?

Su investigación debe recoger indicios huidizos y muy poco convencionales. No solo las palabras están ausentes. También los gestos conocidos. Ya que el rostro de la viuda, cubierto por el velo, nunca perdió esa impasibilidad de mármol que tuvo desde su llegada. ¿Que es lo que los cuerpos dicen cuando no hay palabras, ni sonrisas, ni ardor en los ojos? Normalmente, los juegos de seducción muy difícilmente pueden prescindir de la mirada y del requiebre implícito en algún retozo del lenguaje. Avanzar o retroceder en las conquistas supone un esfuerzo de hallazgo e interpretación de esos significantes. Cuando los lenguajes son otros, el desconcierto obliga a una inusitada tensión en el investigador. Pero, más allá de esas diferencias –nacidas de una mayor o menor familiaridad con ciertos lenguajes— en todos los casos, la ambigua complejidad de los significantes será siempre el centro neurálgico de toda la angustia del descubrimiento.

El indicio no es pensable como un barco que llega a los puertos –de nuestros oídos, de nuestra vista o de nuestra piel— cargado de mensajes claros y distintos. Lejos de esa imagen, los indicios deben ser pensados como una creación, en la que siempre están presentes el emisor y el receptor; y esa complejidad los hace normalmente muy poco claros o confiables: posiblemente ella quiere (¿quiere?) significar algo con su inmovilidad, pero él debe conocer esos significados y también estar en condiciones de captarlos y reaccionar a tiempo con una nueva señal, antes de que, a su vez,  ella interprete ese silencio como ignorancia, rechazo o vaya usted a saber que otra cosa.

Esa es normalmente nuestra relación erótica con lo real: un saber que nos lleva a procurar lo que anticipamos como existente, a riesgo de errar y no encontrar nada, o encontrar algo que no buscábamos [2] . Y lo malo es que él, Tanagra investigador, es el único responsable de interpretar, correctamente o no, esos latidos que le parecen unir su deseo a los de la viuda.

Si nos atenemos a lo que puede verse, ella simplemente está ocupando uno de los asientos de un tren; sin ningún otro contrato que el que contrajo al comprar su pasaje y sin otro lazo con Tanagra que el de la contigüidad. Contra esa evidencia, probar que su conjetura no es un delirio requiere de indicios ciertos; solo con esos indicios podrá Tanagra avanzar sin riesgos o dejar la empresa sin sentirse un tonto.

Y Tanagra parece dispuesto a buscarlos.

Como si lo condujese el movimiento automático de un sueño, su mano izquierda busca el bolsillo de su pantalón y se introduce en él con suave firmeza: sus nudillos esculpiendo inevitables huecos sobre la pierna firme e inmóvil de la vecina.

La respiración del soldado nada tiene que ver con la de alguien que duerme. Tan agitado está que no logra percibir que ella ahora se mueve más como producto de un estremecimiento involuntario que por una decisión de interrumpir la escena. Como esperando el grito indignado de su vecina, la mano de Tanagra acaba de saltar fuera del bolsillo y su traquea se alza, como buscando aire o intentando tragar, al tiempo que se arrincona en el asiento y abre los ojos, simulando que ha despertado.

A su lado, el velo negro se mueve suavemente, acompasando el leve giro del torso de la viuda, que ha comenzado a quitarse su chaqueta negra para luego dejarla distraídamente doblada sobre las rodillas. No hay gritos. La lluvia sigue dejando sus huellas grisáceas sobre las ventanas; y las ruedas de hierro de los vagones oscurecen todos los sonidos al golpear monótonamente sobre las uniones rígidas del riel.

Apretado aún contra el apoya brazos sobre el que casi se acurrucara, Tanagra ve, de reojos, que los rasgos de su vecina mantienen la misma impasible severidad de siempre. Solo la cabeza se ha movido un poco y los ojos (azules e insondables) dibujan un breve péndulo sobre los asientos circundantes –sin siquiera fijarse en él— para quedar nuevamente atrapados por el horizonte móvil de la ventanilla.

También el soldado mira algo inquieto a los otros pasajeros. Pero nadie está atento a sus movimientos. Como ocurriera casi desde la salida de la estación, cada uno de ellos continúa durmiendo o adormecido: todos acunados por el ritmo ondulatorio de las vías.

Nada ha cambiado. Tampoco la temperatura; que se conserva más bien fresca, debido a la cercanía del otoño ¿qué es, entonces, lo que impulsó a la viuda a quitarse la chaqueta? Tanagra parece haberse tranquilizado. El olor amargo de ese cuerpo, liberado ahora de la chaqueta –que descansa cruzando las piernas de ella e invade parte de las suyas— vuelve a golpearlo con fuerza.

El perfume recorre su piel nuevamente erizada.

Pero su duda continúa.

El negro no es su color preferido. Lo paraliza el recuerdo de aquellos otros ajuares negros de las beatas que, cuando niño, vigilaban eternamente sus juegos en el atrio de la iglesia. También era negra la sotana del párroco. O los trapos con que se cubren las imágenes en Semana Santa. Y los autos fúnebres.

Luto sin palabras, cuerpo caliente, olor amargo. Ni un solo gesto conocido. Ese rostro, que ahora mira desde los párpados entrecerrados de quien duerme, sigue tan impenetrablemente distante como en el comienzo. La piel intensamente blanca, la no muy convencional mancha de carmín que brilla en la boca, la espesura negra y abundante de las cejas, las líneas de esos brazos que se asoman desde las mangas de una blusa azabache que ajusta suave y firme el busto abundante, el perfume amargo, que se ha hecho más intenso. Toda ella es una visión que lo perturba hasta las nauseas. Pero de esa visión no se desprende ni un gesto que anime su ánimo. Nada que le permita saber si la indiferencia del rostro es un mensaje desalentador o el pórtico cerrado que esconde esos ardores eróticos que alguna vez conociera en una lejana siesta veraniega. Por un momento su imaginación le trae a la memoria esa otra señora que, en su adolescencia, le abriera su casa –también entonces violando elementales leyes conyugales— y le enseñara los primeros sudores del amor. También entonces iba hacia esa casa con miedo insoportable y repitiéndose que no era su intensión ir y que no lo haría. También entonces seguía caminando como lo hace ahora su mano, que como arrastrada por el movimiento centrífugo de una curva, cae en el espacio que, minutos antes, su sobresalto había producido entre él y su compañera de asiento. También ahora sigue diciendo que no, pese a que la piel de sus nudillos percibe el roce de la seda negra; y pese a que un leve movimiento de la mano, curvada sobre su propia pierna, provoca una nueva y más profunda inmersión de sus nudillos en el cuerpo de su vecina, que permanece inmóvil.

Tentar a tientas. Tentación obsesiva. Riesgo. Sus ojos siguen simulando el sueño y su mano gira sobre sí misma buscando, ahora con la piel más sensible de la palma, las huellas antes dejadas por sus nudillos en la seda negra. Y ya no se espanta cuando su vecina toma la chaqueta que estaba doblada sobre su regazo y la extiende hacia él, tapando completamente la unión estrecha de las piernas, donde está sumergida su mano.

Las preguntas parecen haberse desvanecido. Protegido por la chaqueta y su sueño aparente, la mano del soldado aprieta suave y firmemente la pierna bajo la seda. En tanto el rostro de la viuda sigue obstinadamente fijo en algún punto lejano del paisaje; y el tren continúa meciendo cuerpos y arrullando sueños, con el golpe monótono de las ruedas sobre el comienzo erguido de cada segmento de riel.  Pero cada vez más lentamente. Anunciando la llegada a la última estación.

Reflexiones

Como ya dije, la literatura ha obligado a los escritores a estar atentos a los indicios con los que el lenguaje del cuerpo puede ser interpretado. Al reescribir el cuento, para hacerlo más corto, me obligue a no pensar teóricamente en los temas que luego desarrollaría. Esa es una experiencia que cualquiera de los lectores puede repetir escribiendo o solo recordando alguna escena de su vida cotidiana. El experimento le permitirá captar cómo, estos cuerpos, en los que nuestra cultura no encuentra normalmente lenguajes dignos de ser tenidos en cuenta por los investigadores, es una fuente de indicios que dan nuevas formas a nuestra idea de la investigación.

Para corroborarlo, haré primero un inventario de los diálogos corporales que se pueden encontrar en esta escena, para luego pensarlos desde la perspectiva de un investigador.

El primer párrafo indica la entrada de uno de los personajes y avanza una suposición solo basada en el aspecto general: es una señora, los atuendos indican que su cultura es la de una provinciana, su luto proclama que es viuda y el cuerpo es interesante. Además, según las indicaciones del segundo y tercer párrafo, está acostumbrada a esos viajes en tren y su edad podría acercarse a los treinta años, aunque los indicios no son claros, dada la seriedad o dureza de sus rostro (lo que no necesariamente indica edad sino una cierta forma de ser).

Los dos párrafos siguientes nos ponen nuevamente ante las dificultades de una hermenéutica de los indicios. Por la dirección de la mirada el observador cree que ella caminará hasta dejar el vagón. Pero sorpresivamente se detiene y entra en un asiento. Es el acto el que ahora debe ser interpretado. La tarea corresponde a dos intérpretes. El narrador, que observa lo que ocurre, y Tanagra, que será una especie de remedo del investigador que todos somos en cada acto de nuestra vidas.

El movimiento sorpresivo de la señora es interpretable –como todo lo demás, pero esta vez de una manera indeclinable— dentro de ciertos usos y costumbres. Si hacer esas elecciones y entrar sin parsimonia en un asiento fuese la norma, Tanagra no se hubiese asombrado. Pero no lo es. Es la incongruencia con la costumbre lo que hace que el olfato de agudice con una señal de alerta y el cuerpo reciba el estímulo de la adrenalina.

La escena puede recordarse leyendo los párrafos 6 y 7. En los gestos de Tanagra el observador puede advertir una inquietud aún no definida y un aguzamiento de la percepción, que procura reunir y articular indicios (movimiento de invasión, caderas que casi tocan su rostro, olor amargo, asientos vacíos que no justifican la elección de la viuda) para situarse. La interpretación no se hace desde la vacuidad, el luto le exige dudar de móviles eróticos – aunque las caderas lo han obligado a sentir su cuerpo como fuente de interpretaciones que desean dirigirse hacia allí—, por eso las preguntas absolutorias que el observador pone en la mente de Tanagra y luego transmite al lector. Cuerpo erótico y luto se contraponen. Esa es la esencia de la dramática incongruencia de los indicios [HRS1]   [3] .

Los que ve son indicios que lo obligan a una conducta lejana y respetuosa. Pero otras son las sensaciones que despierta la piel de su dorso al sentir el contacto caliente de ese cuerpo ajeno. Y lo que sabe de esas circunstancias lo llevan a preguntarse: por qué ella no evita el contacto, retirándose hacia la pared del vagón, o no lo evitó antes sentándose en otro lado.

Mirar el rostro de la vecina (lo hace Tanagra en el párrafo 14) profundiza la ambigüedad de la situación. Dadas las circunstancias, “impasible” es un gesto que no indica ni aceptación ni rechazo, pero no es ausencia de mensaje; es, por el contrario, una puerta que requiere de su Sesamo y que traslada a Tanagra toda la responsabilidad de develarlo. Obliga al interprete a actuar, poniendo en juego todos sus saberes, y también sus deseos y temores: la interpretación será heredera de toda la complejidad de esa interacción de variables heterogéneas. Tal lo que se desarrolla en la descripción de los párrafos 16 a 21.

Calvino, al que hice cómplice inconsciente de este artículo, testifica que la viuda no da señales visibles [4] , pero que su quietud es sospechosa y esa sospecha, que comparte Tanagra –y que es la que lo anima a buscar nuevos indicios— configura, en los cortocircuitos del sospechado, el sospechante y sus indicios, la fuente de energía que mueve toda la aventura narrada.

No hablo de algo que sea absolutamente novedoso. Carlo Ginzburg (1983) escribió, hace más de una década, un artículo titulado “Señales: Raíces de un paradigma indiciario”. En él muestra cómo, partiendo del interés por encontrar rastros que permitiesen adjudicar las obras de arte a sus verdaderos autores, el italiano Carlo Morelli propuso un método basado en la búsqueda de indicios, no usualmente tenidos en cuenta, como forma de identificar las autorías de aquellas obras de arte que no se sabía a quien atribuir o de las que se sospechaba que eran falsificaciones, etc.. Inicia así un recorrido en el que relaciona, con inteligencia, las antiquísimas actividades de los cazadores –tratando de interpretar huellas efímeras y tenues, para encontrar a sus presas— con la búsqueda de síntomas en las curas de las almas o de los cuerpos, con las cuidadosas codificaciones del saber adivinatorio y con muchas otras formas del saber práctico.

Guinzburg llega a percibir que ese saber de los indicios es un saber cuyos cultores no pretenden leyes generales, sino formas de aplicar una cierta pericia a la interpretación de individuos. Pero se detiene allí. No es su propósito indagar sobre la relación entre el paradigma indiciario y otros paradigmas sino, simplemente, descubrir su presencia y mostrarnos algunas de sus fuentes históricas.

Sin embargo, basta pensar un poco lo que el mismo Ginzburg nos cuenta para relativizar toda posible contraposición entre un saber de las normas generales y otro de los indicios o síntomas de un cuadro individual.

A menos que se crea en que Dios ha creado las leyes y nos las ha depositado integras en nuestras mentes o en las de sus sacerdotes, es imposible pensar en leyes cuyo origen no haya sido signado por alguna investigación sobre el mundo. Y a menos que pensemos que la realidad del mundo es capaz de ser captada in toto a través de los conductos de los sentidos [5] , no es pensable que el conocimiento nomológico haya podido, en algún momento, prescindir de indicios. Tampoco es pensable un conocimiento indiciario que no se apoye en generalizaciones y que no tienda a producirlas y sistematizarlas como vía para acumular experiencias.

No es pues una contraposición entre generalización e individualización. Mejor dicho. La cuestión no debería ser pensada como una contraposición entre conocimiento legal y conocimiento individual. No debería. Pero eso justamente es lo que, en la historia de las ciencias sociales, ha implantado como norma acrítica el positivismo en sus más diferentes formas. Sin ir más lejos, mientras escribo esto acabo de recibir un mensaje por correo electrónico. Es un pedido de auxilio que un alumno desesperado lanza en una comunidad cibernética dedicada a la discusión sobre métodos cualitativos. En ella dice: 

I've just submitted the proposal for my qualitative disserta­tion in a dept. that has little experience with this form of research.  My advisor wants me to fix a specific number of cases for this inter­view-based study.  I've explained “saturation” and that the number of subjects might be five or it might be ten or anything in between.  Not specific enough; he wants to have me explain my estimates and give both a maximum and a minimum for the number.

I've looked in the standard refs, and searched the literature, and explained saturation, but have not so far found anything to con­vince her that I'm not just going fishing.  Any suggestions would be much appreciated.

El profesor en cuestión quiere que su alumno aplique las normas normalmente aceptadas para planificar una muestra estadísticamente representativa. Él no cree, podríamos apostar sobre eso, que haya otra forma de conocimiento científico que no sea un conocimiento que produzca generalizaciones a partir del estudio de muestras estadísticamente representativas.

Pero sería demasiado largo discutir en profundidad todos los recovecos de esta herencia positivista. Postulo pues dos axiomas: el conocimiento es siempre indiciario y, al mismo tiempo, siempre es un construcción en que las generalizaciones –en las que se codificó la experiencia obtenida en investigaciones anteriores— se combinan en el proceso de conocimiento de cada nuevo caso, que es siempre individual [6] .

Situados de esa manera los parámetros entre los que me moveré en esta última parte del trabajo, regreso al tema de los indicios; agregando que, si el trabajo de la ciencia es siempre el de una búsqueda de indicios, ellos no se deben escudriñar sólo en las formas usuales del lenguaje sino en los gestos más imperceptibles del cuerpo.

“El cuerpo significa, aunque uno no quiera. Ser mimo o no serlo no depende en modo alguno de vosotros, pues lo sois incurablemente” (E. Decroux citado en Salzer; 1984)

Y lo importante para un investigador es que, justamente por ser menos conocidos y por lo tanto menos manipulables, mucho se puede extraer de la interpretación de esos movimientos inconscientes del cuerpo mediante los que se transmiten mensajes involuntarios.

Lo absurdo es que en esta caza de significados, que en definitiva es el resumen de toda investigación social, pocos sean los que se han propuesto hablar de los significados que muestra el cuerpo y no siempre descubre la razón. Y esta ausencia es especialmente problemática para aquellos que hacemos sociología de la juventud; ya que es mediante los lenguajes del cuerpo como los jóvenes, especialmente los jóvenes, se manifiestan.

Tomo el caso de las entrevistas. Como se sabe, hay entrevistas de muy diversas clases y con muy diferentes propósitos y grados de éxito. También hay una profusa literatura sobre el modo de encararlas. Sin embargo, en todos los trabajos que he leído sobre las entrevistas, el lenguaje privilegiado es el verbal [7] : se habla, casi exclusivamente, de la guía de las entrevistas o de la forma en que se redactan las preguntas, etc.. Lo que he mostrado antes permite enfrentar el asunto desde otro ángulo, que me parece no solo complementario sino indispensable para la buena realización de una entrevista, particularmente en aquellas que se llevan a cabo entre jóvenes. Los lenguajes que se entrecruzan en una entrevista son muchos y su interrelación muy compleja, por lo que aproximarnos a una buena entrevista, y a una buena interpretación de sus resultados, supone tener en cuenta esa complejidad y aprender a comprenderla.

Como se sabe, la entrevista es una relación social que se entabla entre personas que normalmente no se conocen o se conocen poco. Se produce así una exacerbación de lo que es un rasgo común de toda interacción: por sobre la ilusión de certidumbre que se asienta en cuerpos y apellidos (soy Fulano de Tal que entrevista a Perengano), tanto el entrevistado como el entrevistador se relacionan con las imágenes que tienen –y durante la interacción van reconstruyendo— de su interlocutor. Esas imágenes son formadas por el lenguaje y la apariencia del otro, pero también por prejuicios preexistentes respecto a lo que se sabe de quienes están haciendo la entrevista o de los entrevistados [8] . Son esos prejuicios, que llevan a incluir al interlocutor en una “clase de gente” y atribuirle las características de esa clase, los que orientarán la estrategia discursiva y las reacciones inconscientes del entrevistado y del entrevistador. Se debe prever la influencia de esas imágenes en los resultados de la entrevista y teniendo esto en mente se debe elegir el tipo de lenguaje gestual (vestimenta, movimientos del cuerpo, etc.) u oral (tipo de palabras utilizadas) que se utilizará durante la reunión con el entrevistado.

Los investigadores saben esto y normalmente planifican parte de esos lenguajes gestuales u orales. Pero escasos han sido, hasta ahora, los intentos de profundizar más en el conocimiento y en la sistematización del conocimiento sobre esos lenguajes del cuerpo que siempre están presentes en las entrevistas, tanto del lado del entrevistador como del entrevistado, completando el mensaje y, en muchas ocasiones, dándole al mensaje verbal una riqueza y complejidad que normalmente se pierden en la futura interpretación.

Si bien entre psicólogos sociales o entre los cultores de la expresión corporal hay intentos de rescatar esos lenguajes, esos intentos no han formado parte de la reflexión metodológica más conocida. En todos los casos, el privilegio del lenguaje verbal por sobre todos los otros lenguajes es una constante que se ve confirmada por el logocentrismo que ha signado casi toda nuestra tradición cultural [9] .  Es cierto que, por mucho tiempo, fue difícil resolver técnicamente la captación de los lenguajes corporales. Hoy, el acceso cada vez más frecuente a la vídeo grabación puede resolver parte de esa ausencia y los programas de computadora que facilitan el análisis de ese tipo de textos incrementan las posibilidades de hacer útiles esas captaciones.  Pero la existencia de facilidades técnicas será solo una parte menor de la cuestión mientras no aprendamos a incluir los lenguajes del cuerpo como una porción inescindible de toda comunicación humana y mientras no le adjudiquemos la jerarquía significativa que normalmente solo reconocemos en los lenguajes del espíritu o de la razón.

Este artículo no tiene como propósito agotar el tema de los lenguajes del cuerpo, sobre el que apenas si he comenzado a pensar y a experimentar como metodólogo. Si tiene algún mérito, será el de impulsar una mayor reflexión sobre esos lenguajes y su uso en las investigaciones cualitativas.

 

BIBLIOGRAFÍA

Calvino, Italo. (1996). Los amores difíciles. México: Fabula Tusquets ed.

Festinger, L. (ed) ). (1964) Conflict, decision, and disonance. Evaston. Ill.:Row, Peterson.

Carlo Ginzburg (1983) “Señales: Raíces de un paradigma indiciario”, en Gargani, A. (comp.). Crisis de la razón (nuevos modelos en la relación entre saber y actividad humana). México: Siglo XXI.

Salser, J. .(1984). La expresión corporal (una enseñanza de la comunicación). Barcelona: Herder.

Varela F. J., E. Thompson, E. Rosh. (1992). De cuerpo presente (Las experiencias cognitivas y la experiencia humana). España: Gedisa.

Oliverio A. y Anna Oliverio. (1992).  En los laberintos de la mente. México: Grijalbo.

Saltalamacchia, H. R. (1997). Los datos y su creación. Puerto Rico: Kryteria.

 



[1] Publicado en JOVENes (revista de estudios sobre juventud). Cuarta Época. Número 4. Abril-junio, 1997.

[2] Aunque eso que encontramos no sea exactamente una absoluta novedad sino una posibilidad escondida en alguna zona de ese tesoro de saberes que es el lenguaje; o, en todo caso, aunque sea desde esa zona escondida que nos apoyemos para crear nuevas palabras que nombren lo que nunca antes había sido nombrado. Pero esto es harina de otro costal.

[3] Algo que nos recuerda a lo investigado y teorizado sobre la disonancia cognitiva (Festinger, 1957 y otros escritos)

[4] Introducirlo en la narración es una manera de rendir homenaje a un escritor que, como pocos, ha sabido encontrar en la tramas de la vida real la sutil complejidad que otros dicen inventar con el vuelo febril de la imaginación creadora. Su arte es descubrir y decir esa complejidad; que, desde el momento en que él la apresa en su discurso, es real de la única forma que lo real puede llegar a presentarse ante los humanos: como una creación de nuestra subjetividad.

[5] Sobre estos temas, Saltalamacchia, 1997.

[6] Aunque, por supuesto, nos resta recordar que la diferencia entre lo que es individual y lo que es general es una cuestión de perspectiva, pues siempre podemos, por ambas puntas, avanzar hacia el infinito ampliando el campo de lo que debe considerarse una generalización o también avanzar hacia el infinito reduciendo elementos cada vez más pequeños en búsqueda de las partículas individuales últimas, verdadera encarnación de lo indivisible de lo individual.

[7] En esa descripción se incluyen, por supuesto, los que yo mismo escribí en relación con la historia de vida.

[8] Sobre la complejidad de los referentes que cruzan la relación cognitiva Saltalamacchia, 1977.

[9] No somos cuerpo: tenemos cuerpo. Es allí donde comienza el dualismo. Según nuestra manera de pensarnos, nuestro cuerpo se mantiene siempre como algo distinto al pensamiento, que lo cosifica sin reconcerse como parte suya. Y sin embargo basta repensarnos, cambiando un poco nuestro ángulo de visión, para sospechar que hay mensajes escondidos y saberes añosamente incorporados en el movimiento de cada uno de nuestros músculos, en cada vibración de nuestros nervios o en los intercambios enzimáticos y en las sinapsis que los neuropsicólogos han comenzado a estudiar con creciente interés. Un tratamiento sencillo e inteligente del tema puede encontrarse en Oliverio, 1992; tratamientos más complejos se encuentran en Varela et all. (1992) y en la literatura allí citada.


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  [HRS1] Festinger, L. (ed) ). (1964) Conflict, decision, and disonance. Evaston. Ill.:Row, Peterson.


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