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"El fin del secreto.

Ensayos sobre la privacidad contemporánea"

Gabriel Cocimano

Editorial Dunken, ISBN 987-02-0194-6, 141 pp.-

 

 

 

Capítulo 2 : Reality Shows: espectáculos de la posmodernidad

 

            Sobre disímiles escenarios (imponentes islas desérticas, casas totalmente aisladas, estudios de TV funcionalmente adaptados) un grupo de seres anónimos refleja sus conductas frente a las cámaras de televisión. El mecanismo de estos experimentos sociales no es azaroso: aquellos anónimos son, en realidad, participantes, previamente seleccionados según determinadas pautas de producción; los escenarios –aunque en muchos casos naturales- también responden a normas y reglas prefijadas. La cantidad de días en que esos participantes deberán exponerse a la mirada de millones de espectadores, los elementos y vestimentas que podrán utilizar, y las pruebas y competencias a las que serán sometidos, están pactados con antelación. Las reglas tienden a acotar el margen de episodios caóticos e imprevistos, para que las conductas expuestas de los participantes tengan la imprevisibilidad esperada.

         Bajo estos lineamientos, la industria del entretenimiento global ha impuesto en la televisión de fin de siglo el formato de los reality shows, espectáculos que combinan competencias y desafíos por un premio en dinero, exposición permanente de conductas y situaciones entre los protagonistas y la participación del público como espectador y como votante para elegir a aquellos candidatos a ser excluidos en cada ciclo. Exitosos en Europa y los EUA, este tipo de ciclos se extienden por las pantallas de otros países, con el mismo o similar formato y audiencia.

         Jóvenes de posición socioeconómica media –con edades que oscilan entre los 20 y los 40 años- es el target de los anónimos aspirantes a participar en los reality shows. Si bien la modalidad de estos programas responde a una tendencia creciente en la televisión de los ’00, tiene que ver con la búsqueda de entretenimientos de gran impacto y bajos costos, que atraigan al público esencialmente joven. Además, “para el espectador, cansado de los excesos de producción (tanto en cine como en TV), estas tramas se le presentan como despojadas, sin tantos vicios narrativos ni rutinas adquiridas”. [1]

         ¿Realidad o ficción? A lo largo de los años ’90, se ha profundizado una paradoja mediática acerca de la naturaleza de ciertas emisiones. Por un lado, los programas de información –noticieros, periodísticos- encargados de mostrar la realidad, han espectacularizado sus contenidos: anuncian con anticipación la dosis cotidiana de violencia, mezclan los géneros narrativos, no escatiman el impacto de determinadas noticias en detrimento de otras menos ‘vendibles’, utilizan técnicas de edición y de montaje para realzar ciertos efectos informativos, etc.- En cierta forma, estos programas de información –“en los que la TV ofrece enunciados acerca de hechos que se verifican independientemente de ella” [2] - tienden cada vez más a ficcionalizar la realidad. Bettetini dirá que la TV “transforma la realidad en un espectáculo realista”. [3]

         Por otra parte, los programas de ficción (dramas, comedias, culebrones, tiras unitarias) muestran cada vez más el ritmo y los hechos de la realidad: desde filmes sobre episodios policiales de archivo hasta tiras diarias que muchas veces aluden a acontecimientos de la actualidad político-social –en un lenguaje cada vez más coloquial y corriente, con problemáticas que tienen que ver con el cotidiano de la gente- pasando por toda clase de programas de entretenimientos, esta ficción habla hoy mucho más de la realidad de lo que lo hacía veinte años atrás.

         ¿Acontecimiento o espectáculo? Eco dirá que la TV muestra cada vez menos acontecimientos, esto es, hechos que ocurren por sí mismos, con independencia de la televisión, y que se producirían también si ésta no existiese. El retroceso del acontecimiento en beneficio del espectáculo mediático tiene que ver con las complejas características de la estructura televisiva: su mundo interior –lo que ocurre en ella y su contacto con el público- es más potente que lo que sucede fuera de ella. “En los programas de entretenimiento (y en los fenómenos que producen y producirán de rebote sobre los programas de información ‘pura’) cuenta siempre menos el hecho de que la televisión diga la verdad que el hecho de que ella sea la verdad”. [4]

¿Es un reality show un espectáculo? En todo caso, podemos hablar de espectáculo cotidianizado, como refiere Giovanni Bechelloni [5] , para quién “la cotidianización  -la rutinización- de la espectacularidad mata a la espectacularidad misma, transformando lo que en origen se presentaba como espectáculo (...) en vida, en ‘naturaleza’”.

La ciencia ha hecho anteriormente sus experiencias de aislamiento y comportamiento humano monitoreado en las estaciones espaciales y en el proyecto “Biosfera Geo2”, en el que un grupo de seis personas iban a vivir aisladas en un micromundo autosuficiente, pero el experimento fracasó.

Las llamadas Cámaras Gessell utilizadas en ciertos reality shows –y que se ven en las películas cuando un testigo tiene que identificar a su asaltante en la seccional de policía- originariamente fueron pensadas para estudiar conductas humanas en los laboratorios psico-sociológicos norteamericanos hacia 1930, en plena época de totalitarismos y en medio de la II Guerra Mundial: el objetivo era medir hasta dónde un grupo podía influir en la persona y, fundamentalmente, hasta dónde una persona podía manipular un grupo. [6]

Esta suerte de experimentos mediáticos que son los reality shows                   –comparables a los laberintos donde los psicólogos conductistas estudiaban las conductas de los ratones- constituyen, para Román Gubern, “un pacto interesado,     por los premios y la popularidad, entre el exhibicionismo rentable de unos cuantos y la voracidad mirona del público, que convierte las telepantallas domésticas en agujeros de cerradura”.

Algunos filósofos y pensadores han definido como posmoderna a la sociedad actual, argumentando que los grandes ejes de la modernidad (revolución, disciplinas, vanguardias, ideologías, optimismo tecnológico y científico, utopías) se estaban disipando a medida que se acentuaba el desarrollo tecnológico ligado a los procesos comunicacionales y de la información. “La anexión cada vez más ostensible de las esferas de la vida social –dice Gilles Lipovetsky [7] - por el proceso de personalización y el retroceso concomitante del proceso disciplinario es lo que nos ha llevado a hablar de sociedad posmoderna (...): cambio de rumbo histórico de los objetivos y modalidades de la socialización (...); el individualismo hedonista y personalizado se ha vuelto legítimo y ya no encuentra oposición; dicho de otro modo, la era de la revolución, del escándalo, de la esperanza futurista, inseparable del modernismo, ha concluido (...) La sociedad posmoderna no tiene ídolo ni tabú, ni tan sólo imagen gloriosa de sí misma, ningún proyecto histórico movilizador, estamos ya regidos por el vacío, un vacío que no comporta, sin embargo, ni tragedia ni apocalipsis”.

La lógica de la indiferencia, de la seducción, de la satisfacción del deseo y la mentalidad inmediatista, del fin de las certezas y el rechazo de la razón forman parte del universo de tópicos que caracterizan la posmodernidad. Término sospechado de ambigüedad y contradicción: verdadero credo global que se opone a la idea de cambio y niega la posibilidad de nuevas grandes verdades, la era posmoderna se caracteriza por un furor desmitificante, aunque, paradójicamente, “se trata de la época en que se crean y se sostienen la mayor cantidad de mitos: el de la eterna juventud, el de comer determinados alimentos que tienen la clave del bienestar, el de que no hay que perderse nada, el de la aceleración. Es el paso de los mitos de la espacialidad a los de la temporalidad”. [8]

        

El sueño de Narciso

 

         En su ensayo “La cultura del Narcisismo”, Chr. Lasch [9] se refería a la mutación antropológica percibida en occidente en torno a la aparición de un nuevo estadio del individualismo: para él, el narcisismo designaba el surgimiento de un perfil inédito del individuo en sus relaciones con él mismo y su cuerpo, y también con los demás, el mundo y su tiempo histórico. En este individualismo puro, la propia esfera privada cambia de sentido, y se expone únicamente a los deseos cambiantes de los individuos: vivir el presente, lograr la realización personal, glorificar el deseo, obsesionarse por el cuerpo como objeto de culto, renunciar a los grandes ideales políticos, revolucionarios, religiosos y sociales.

         Liberado de la conciencia de clase, de las ataduras del pasado, “el Yo debe convertirse en la preocupación central: se destruye la relación, qué más da, si el individuo está en condiciones de absorberse a sí mismo (...) El narcisismo es una respuesta al desafío del inconsciente: conminado a reencontrarse, el Yo se precipita a un trabajo interminable de liberación, de observación y de interpretación”. [10]

         El Narciso de la leyenda, el que se enamoró de su propia imagen reflejada en la superficie de las aguas, parece ser el símbolo de nuestro tiempo. “¿Qué otra imagen podría retratar mejor la emergencia de esa forma de individualidad dotada de una sensibilidad psicológica, desestabilizada y tolerante, centrada en la realización emocional de uno mismo, ávida de juventud, de deporte, de ritmo, menos atada a triunfar en la vida que a realizarse continuamente en la esfera íntima”. [11]

         Imaginemos a Narciso en un Big Brother: reflejado no ya en su propio espejo, sino en el de millones de espectadores, revela su satisfacción vanidosa y su obsesión por sí mismo; parábola del ego puro, su autoseducción no lo impulsa a amar, sino a ser amado y complacido. Individualista desbordado, hedonista empedernido, Narciso se autoproclama como verdadero objeto de culto y, en consecuencia, está en juego su deseo de complacer, seducir y ejercer fascinación, como medio de autoafirmar su propia magnificencia. Enfocado por las cámaras noche y día, en sus jornadas de encierro televisivo, Narciso parece vivir su momento de gloria.

         En las sociedades occidentales más desarrolladas, el incremento del ocio y del tiempo libre ha dado paso, en los últimos años, a una nueva ética permisiva y hedonista. El principio de realidad, del que hablaba Freud, ha experimentado ciertos cambios: ya no exige, como antaño, la represión del principio del placer, que implicaba tiempo restado al trabajo productivo. En el reinado del Consumo, el ocio ya no es asocial, superfluo y anárquico, sino necesario y funcional al sistema. El hedonismo, identificado en la antigüedad con los sectores ociosos –constituía “una típica moral aristocrática, sólo posible en el Jardín de Epicuro, lejos de los esfuerzos del trabajo y de los sinsabores de la vida cotidiana” [12] - parece hoy democratizarse y extenderse hacia una amplia franja de sectores.

         Es en esta sociedad light, de indiferencia social y política, de ruptura con el pasado, de avidez por el placer y descompromiso emocional, de la obsesión por la imagen, la información y la velocidad, en que Narciso hace su aparición.  En “La era del acceso”, Jeremy Rifkin retrata a un nuevo arquetipo humano, más interesado en tener experiencias excitantes y entretenidas que en acumular cosas, menos reflexivo y más espontaneo, piensa más con imágenes que con palabras, iguala soberanía del consumidor con democracia; para él, lo que cuenta es el acceso, estar desconectados es morir: lo suyo es el mundo de la hiperrealidad y la experiencia momentánea.

         Este nuevo humano, individualista, flotante y obsesivo de sí mismo, escéptico en materia política e indiferente a la utopía y la revolución ha encarnado, como nunca antes, un valor fundamental: el de la realización personal, el énfasis en la singularidad subjetiva y en la búsqueda de la propia identidad. “Demasiado absorto en sí mismo, renuncia a las militancias religiosas, abandona las grandes ortodoxias, sus adhesiones siguen la moda, son fluctuantes, sin mayor motivación”. [13]

         Pero Narciso cojea de un pie; su propia idealización, su sentimiento de superioridad y sobrevaloración contrastan con una guerra que se libra en su propio interior: un Yo dividido –como observara Freud [14] - uno de los cuales arroja su furia sobre el otro, y que incluye a la conciencia moral, la censura onírica y el ejercicio de la principal influencia en la represión. “La organización narcisista es de doble faz.  Detrás de este perfil de grandiosidad y sobrevaloración asienta otro, muy opuesto al anterior, en el que el propio vivenciar es de vacío, inutilidad, empobrecimiento, fealdad, incapacidad, debilidad física y enfermedad. En esta otra cara de la moneda es donde la frustración, la ofensa externa, producen la agresión narcisista interna, la furia contra uno mismo, presentándose malestares orgánicos, congojas y pesares”. [15]

         Ese Superyó punitivo, sugirió Lasch, se presenta bajo la forma de imperativos de éxito que, de no realizarse, desencadenan una crítica implacable contra el Yo. De allí la fascinación ejercida por las personalidades célebres que, estimulada por los medios masivos, “intensifican los sueños narcisistas de celebridad y de gloria, animan al hombre de la calle a identificarse con las estrellas y le hace aceptar cada vez con más dificultad la banalidad de la existencia cotidiana”. [16]

         Pese a todo, Narciso, cautivado por sí mismo, deseoso del desafío de enfrentar las cámaras televisivas, emprende gozoso el camino de ofrecer su intimidad a la aceptación o el rechazo de la mirada de la sociedad.

 

         Cuando el semiólogo italiano Umberto Eco, en su ensayo ya citado, describía la televisión de principios de los años ’80, diferenciaba enfáticamente el estilo y la estructura de los primeros años de la TV respecto de las características que se comenzaban a gestar en ella por aquellos tiempos; a la primera la denominó “Paleo-TV”: una televisión concebida para un público ideal, moderado, que hablaba de manera depurada y “procuraba que el público aprendiera sólo cosas inocentes, aún a costa de decir mentiras” [17] . La “Neo-TV”, en cambio, no sólo habla cada vez más de sí misma (y menos del mundo exterior) sino que también pretende que el público se reconozca y se diga: “somos nosotros mismos”.

         Esta televisión utiliza cada vez más el lenguaje corriente, muestra cada vez más a los seres cotidianos, con sus problemáticas, sus necesidades, alegrías y tristezas, también corrientes. Y además exhibe, inevitablemente, el reinado de la manipulación y la competencia, regido por un sistema que glorifica el consumo y persuade de sus bondades. ¿La TV como emergente de la sociedad que vivimos?.

         El medio televisivo interpreta –a través de su peculiar estructura- lo que ocurre en la vida real, más allá de su tendencia a la espectacularización. Pero muchas veces recrea la propia realidad, vale decir, construye una escena que hace las veces de realidad; en definitiva, simula, nos ofrece unos hechos reales que no son tales y que, sin embargo, translucen la verosimilitud y la lógica de la realidad.

         ¿Qué ocurriría con los reality shows de no mediar la presencia de las cámaras de TV? “Desde las ceremonias papales hasta numerosos acontecimientos políticos o espectaculares, sabemos que tales acontecimientos no se hubieran concebido tal como lo fueron de no mediar la TV. Nos hemos ido acercando cada vez más a una predisposición del acontecimiento natural para fines de la transmisión televisiva”. [18]

         Algunos de los argumentos marketineros de los reality shows –“la vida real en directo”, “espiar la vida privada”- apuntan a un público que, ávido de reconocerse en el otro, descubre en él sus propias miserias, egoísmos y vanidades. Pero también apelan a un espectador cada vez más obstinado en satisfacer el deseo audiovisual, voyeur que gusta husmear en los más recónditos lugares de la intimidad y el secreto: un sujeto absorbido, como está, ante la pantalla, “como el sexo absorbe al mirón: a distancia. Ni espectadores ni actores: somos unos mirones sin ilusión”. [19]

         El éxito de este tipo de programas –sean efímeros o no- radica en que ponen de manifiesto algunas de las características de la actual sociedad narcisista: el éxtasis de la mirada y el mostrar, el placer hedonista de seducir y sentir atracción, el descompromiso social y afectivo propios de la era del consumo y la competencia.

 

Sobredosis de TV

 

Los reality shows no descubren el costado salvaje de una sociedad de la competencia y la exclusión: sólo recrean la vieja visión del hombre como lobo del hombre, y ponen en juego las aristas de un darwinismo social que postula el triunfo del más apto. Aquel que esté mejor diseñado para resistir las diferentes situaciones que le toque vivir, aquel que logre adaptarse al proceso de convivencia que implica una sociedad, con sus reglas y sus normas y pueda, a su vez, establecer alianzas y estrategias para llegar a una meta preestablecida, será el ganador. Una fórmula que no es muy diferente a la de la vida real.

Sólo que, juego o competencia, esta ficción real exacerba esas reglas, las muestra descarnadas, las hace evidentes por las características mismas del evento. En las alianzas –efímeras o no- entre los participantes para lograr permanecer hasta el final de la competencia, en el afán de agradar y seducir al resto de sus compañeros/as y al público, y de exhibir las conductas que cada uno considere más apropiadas para lograr su objetivo, se ponen en juego los resortes más convencionales y transparentes, pero también –y sobre todo- los más mezquinos e interesados de las conductas de cada competidor. “Ira, avaricia, lujuria y otros pecados capitales más quedan registrados ante las cámaras sin filtro” [20] y ante la mirada de un espectador que no deja de reconocerse y/o rechazarse, verdadero fisgón complacido ante las debilidades, las miserias, intrigas e intimidades ajenas.

         En la sociedad narcisista, los medios masivos parecen, a su vez,  exacerbar esos rasgos con implacable evidencia: explotar el costado morboso del público es una vieja y exitosa fórmula comercial, pero también un modo de conocer algunos de nuestros resortes más vulnerables. ¿Cómo se explica, de otro modo, la implacable persistencia de un espectador que se instala durante horas frente a la pantalla, en un intento por registrar alguna escena que contenga una dosis de sadismo, algún desnudo, una fuerte discusión entre los participantes o un acercamiento sexual más o menos explícito?

         Ahora bien, ¿qué conduce a los miles de postulantes anónimos a pretender formar parte de estos espectáculos? En primer lugar, pertenecen todos ellos –más allá de las categorías sociales de las que provienen- a la generación que Giovanni Bechelloni [21] llamó “hijos de la televisión”: aquellos que han mantenido desde siempre una relación simbiótica con la pantalla hogareña, cuyo discurso y estética han atravesado su horizonte cultural; aquellos para quien la televisión ya no es un lugar del espectáculo –salvo excepcionalmente- sino un lenguaje con el que se habla y se representa la sociedad, una especie de clave permanente para la lectura ‘naturalista’ de la sociedad. La TV es el lugar donde pasa la vida; caja mediática que aglutina proyectos y sueños, toda la realidad resplandece a través de la producción electrónica de imágenes. Esta generación no sólo es video-formada y se relaciona con el mundo desde los lugares visuales, sino que también hace una lectura de la realidad típicamente televisiva.

         El boom de las carreras de comunicación –en las que se preparan a los futuros profesionales de los medios-, el desarrollo de actividades técnicas, intelectuales y artísticas relacionadas con la imagen y lo corporal, la mediatización de ciertas actividades tradicionales –en áreas como salud, deportes, gastronomía, turismo- es un síntoma evidente de la incidencia de los mass media (en especial, la televisión) en la vida cotidiana de las sociedades occidentales.

         A su vez, la proliferación de radios FM y de canales de TV por cable en los últimos veinte años, ha democratizado sin precedentes la palabra y la imagen: cada vez más personas –sean o no profesionales de los medios- pueden hacer de locutor y ser oídos, pueden conducir o participar de un programa televisivo y ser vistos. A su vez, Internet ha aportado –con su potencial democratizador- la tecnología y el medio necesario para acentuar esa tendencia. Uno de los principios fundamentales que rigió desde sus inicios el mundo virtual ha sido la paridad de voces: toda persona puede ser un emisor de noticias y de opinión; las posibilidades de ser escuchado son, en principio, iguales para todos. Hoy existen comunidades online que crean sus propios medios informativos a través de los weblogs, que son sitios amateurs de noticias, reflexiones y comentarios personales. [22]

 Más allá de la importancia o el interés que genere esa participación, constituye “el derecho y el placer narcisista a expresarse para nada, para sí mismo (...) Comunicar por comunicar, expresarse sin otro objetivo que el mero expresar y ser grabado por un micropúblico. Eso es precisamente el narcisismo: la expresión gratuita, la primacía del acto de comunicación sobre la naturaleza de lo comunicado, la indiferencia por los contenidos, la reabsorción lúdica del sentido, la comunicación sin objetivo ni público, el emisor convertido en el principal receptor”. [23]

         Según Lasch, el éxito en la sociedad narcisista ya no es el enriquecimiento económico como signo de progreso individual y social; aquel parece estar más vinculado hoy a un significado psicológico: excitar en el Otro la admiración o la envidia. De este modo, los mass media estimulan y alimentan los sueños e ilusiones de gloria, de celebridad y de reconocimiento, aunque más no sea efímero y fugaz. Y “al activar el desarrollo de ambiciones desmesuradas y al hacer imposible su realización, la sociedad narcisista favorece la denigración y el desprecio de uno mismo”. [24]

         Más allá de su mirada profundamente apocalíptica, la hipótesis de Lasch trabaja sobre una creencia –potenciada por los medios- asentada en el colectivo social: la imagen de la felicidad está asociada a la de celebridad. Las ‘estrellas’ de la televisión y el cine tienen éxito: ganan dinero, viven intensos y apasionados romances y, por lo tanto, son felices. En los últimos años, un nuevo mandato se ha sumado como imperativo: ser joven. Artistas, modelos, deportistas, niños prodigio: una invasión mediática de figuras juveniles o de ‘look adolescente’ ha desembarcado en la pantalla. “Hoy la juventud es más prestigiosa que nunca, como conviene a culturas que han pasado por la desestabilización de los principios jerárquicos. La infancia ya no proporciona un sustento adecuado a las ilusiones de felicidad, suspensión tranquilizadora de la sexualidad e inocencia. La categoría de joven, en cambio, garantiza otro ‘set de ilusiones’ con la ventaja de que la sexualidad puede ser llamada a escena y, al mismo tiempo, desplegarse más libre de sus obligaciones adultas, entre ellas la de la definición tajante del sexo. Así, la juventud es un territorio en el que todos quieren vivir indefinidamente”. [25]

         Ser joven o, cuanto menos, parecerlo: la perspectiva de la vejez es intolerable al imaginario narcisista, por lo que no queda más remedio que durar y permanecer, aumentar la fiabilidad del cuerpo, según los muy variados usos del reciclaje y la cosmética. “Somos libres, cada vez seremos más libres para diseñar nuestro propio cuerpo (...) Hoy la cirugía, mañana la genética, vuelven o volverán reales todos los sueños. ¿Quién sueña esos sueños? La cultura sueña, somos soñados por los íconos de la cultura. Somos libremente soñados por las tapas de las revistas, los afiches, la publicidad, la moda” [26] . A su vez, la estética de la perfección se ha difundido lo suficiente como para que la ingeniería corporal trascienda el coto de los ricos y famosos. El imperativo de lucir espléndido ya no concierne sólo a la farándula, y la excursión al quirófano es una alternativa con adeptos de variado pelaje social, ambos sexos y todas las edades. [27]

Nunca la sociedad de consumo sostuvo el paradigma de la temporalidad con mayor rédito. Beatriz Sarlo traza una analogía entre la velocidad de circulación de los objetos de consumo y el valor simbólico de la juventud: “En el mercado, las mercancías deben ser nuevas, deben tener el estilo de la moda (...) La renovación incesante que necesita el mercado capitalista captura el mito de novedad permanente que también impulsa a la juventud”. [28]

Los objetos se vuelven obsoletos rápidamente; así también, esas estrellas de la pantalla, esos ídolos del cine y la TV –celebridades asociadas al éxito- viven su cenit estelar en un tiempo cada vez más corto: los ‘monstruos sagrados’ son cada vez más efímeros, los mitos vivientes tienden a diluirse en inesperados y resignados silencios. Así como el mercado acelera y multiplica la rotación de objetos de consumo, así también los medios masivos y la industria cultural reemplazan a las eternas stars, hoy eclipsadas por una cantidad cada vez mayor de ´revelaciones’ de efímera trascendencia. “Cada vez hay más estrellas y menor inversión emocional en ellas” [29] , abundan los personajes de fama fugaz, de éxito pasajero, las estrellas de un solo verano.

No importa lo que se diga, no importa lo que se haga: existe un imperativo de trascendencia, una obsesión por ocupar el lugar de las miradas, una verdadera pasión por reflejar el yo íntimo, la propia personalidad. La cultura narcisista está obsesionada por la expresión, el deseo de implicarse, de participar y manifestarse, “sin lo cual se cae en el vicio imperdonable de la frialdad y el anonimato” [30] . El deseo de reconocimiento tiene que ver con la realización y transformación de la personalidad narcisista.

Atrapados por las cámaras, los protagonistas de los reality shows se convierten en criaturas mediáticas: viven, sueñan, hacen sus necesidades y construyen su propio personaje frente a una infinidad de cámaras de televisión y de micrófonos estratégicamente dispuestos. Alguien los está mirando, día y noche. Alguien los vigila. Transformados en seres virtuales participando de un simulacro de realidad, esos actores han logrado invertir la fantasía orwelliana de “1984”: mientras en ésta la gente huía de la posibilidad de ser observada por unos pocos, en aquellos personajes “no hay coerción alguna, no hay resistencia a la transparencia, no hay voluntad de ocultamiento”. [31]

En dicha novela, el inglés George Orwell había imaginado un estado totalitario, capaz de controlar la vida privada por medio de una televisión interactiva que introducía en cada cuarto la mirada del Líder. Paradójicamente, éste panóptico se ha democratizado. Hoy hay voluntarios que por dinero están dispuestos a convertirse en prisioneros y vender su vida privada para que los espiemos. “Pero no todo es Orwell: el reality show es el triunfo de Andy Warhol. ¿No fue Warhol el que filmó a un sujeto durmiendo toda una noche, en un recordado monumento al hastío?. [32]

El filme “15 Minutos” expresa con elocuencia uno de los mitos narcisistas de la sociedad contemporánea: la celebridad y la fama como el gran motor que mueve a los hombres. El thriller norteamericano –“América se ha convertido en una nación de fans”, había afirmado Lasch- muestra cómo por esos fugaces quince minutos de notoriedad vale la pena casi todo. Pero agrega algo más: que de poco sirve la fama si antes no paga peaje en la bendita casilla de la televisión. La consigna es ser famoso (aunque sea quince minutos), pero siempre que la TV certifique el logro. Lo demás –el cómo- ya no importa. [33]

 

La lógica de la ilusión

En 1994, dos ignotos empresarios holandeses fusionan sus productoras de televisión con la idea de crear formatos interactivos exportables a diferentes países, que puedan ser además distribuidos a través de múltiples plataformas. Ambos provenían del show business: John de Mol era hijo de un animador de la TV holandesa, y había trabajado en el programa deportivo de la teleemisora estatal de su país; Joop van den Ende transmitía musicales y espectáculos de patinajes en vivo.  Endemol pronto se convirtió en el principal proveedor de programación de la TV holandesa, lo que le permitió direccionar sus pretensiones hacia otros mercados europeos.

Fue de Mol el primero en proponer una primitiva forma de “Gran Hermano     –tal vez el primer reality show globalizado-, hacia fines de los ’90. “La idea original, llamada ‘La Jaula Dorada’, consistía en encerrar a los participantes en un espacio y filmar todos sus movimientos durante un año. Viendo que se trataba de una idea demasiado costosa, de Mol pensó en una variante menos prolongada, que tuviese lugar en una casa fabricada para ese fin. Con el agregado de un elemento competitivo –cada semana los televidentes votarían a un participante para que abandonara la casa- el Big Brother cobró vida”. [34]

Nacido como un gran negocio multimedia –los usuarios de Internet pueden seguir las 24 horas del día todo lo que acontece en la casa, y hasta pueden recibirse, en algunos países, las novedades en los celulares de los más fanáticos- este Big Brother global ha sabido detectar un signo de la época: la posibilidad de recobrar una perspectiva de nosotros mismos. “Un punto de apoyo para volver a mirarnos es tal vez un oscuro deseo de nuestra época, carente por completo de introspección. Habitualmente las civilizaciones se deterioran y se pierden con el transcurso del tiempo, y sus jirones son estudiados solo en forma diferida. “Gran Hermano” podría ser, en cambio, una etnología de nosotros mismos, el intento de recobrar los restos de una civilización perdida en tiempo real (...) al poder observarnos en un laboratorio que congela a la especie por algunas semanas”. [35]

¿Qué hay de cada uno de nosotros en las actitudes y conductas protagonizadas por los actores de estos reality shows? ¿Nos vemos reflejados, identificados con la máscara de los personajes que componen? ¿Sentimos tan alejadas de nosotros –espectadores- las miserias e intrigas que se urden en esos grupos? Si “Gran Hermano” –o cualquier espectáculo de la realidad- exacerba la competencia, la exclusión y las rivalidades, es porque la TV es un vehículo que potencia todos los gestos. Pero, sin duda, estos se encuentran en la vida cotidiana, sólo que a veces suelen atenuarse con ciertas convenciones e hipocresías domésticas. En este sentido, el espectador suele iniciar un viaje de evasión que disminuirá momentáneamente sus frustraciones: “es la inutilidad de la vida lo que se busca localizar en un espacio y tiempo precisos, para tener la tranquilidad de que no ocupa todos los sitios. Es preciso expulsar y recrear la agonía de la vida real en un espacio circunscripto, para sentir que todo aquello está en realidad en otra parte”. [36]

La situación de observar historias ajenas no es una invención de éste siglo, y menos de la televisión. El teatro, y después el cine, nos pusieron en aquel lugar del mirar desde un sitio una acción enmarcada; lo que mostraba era, ni más ni menos, cosas que le pasan a la gente. Pero “la vida cruda, sin editar, hasta ahora no tenía chapa de fenómeno artístico. Los documentales se habían reservado la explotación de esa parte de verdad que deja ver el mundo”. [37]

Peter Lunt, psicosociólogo de la Universidad de Londres, cree ver en los talk shows sesentistas, por un lado, y en el género llamado documental en vivo, por el otro, un doble origen de los actuales reality shows. “Veamos, por ejemplo, ‘Queen for a Day’, difundida en EE.UU en los años ’60. Esta emisión de juegos se dirigía a las amas de casa de clase media, invitadas a contar sus desgracias ante la cámara (...) Revelaban entonces sus tribulaciones durante el programa, al término del cual se designaba por votación a la que merecía ser coronada ‘reina por un día’, que recibía todo tipo de regalos. Se trataba de una inversión momentánea de la jerarquía social, como en las ferias y los torneos de la Edad Media en que el villano se convertía en rey (...) Por otro lado, también en los ’60, los ‘documentales en vivo’ eran parte de una tendencia cultural que buscaba mostrar en el cine y la TV la vida de la gente común y corriente. Era una suerte de homenaje a lo cotidiano”. [38]

En cambio, para el semiólogo español Román Gubern, “los reality shows son la continuación directa de las telenovelas que hicieron furor en los ’70 y los ’80 (...) La efectividad de las telenovelas se basaba en la seducción que implica el poder espiar las pasiones ajenas. Lo que ocurre ahora es que esas pasiones ficcionales fueron reemplazadas en la actualidad por las pasiones de la vida real, en que las lágrimas y el semen son de verdad”. [39]

Los personajes arquetípicos de los culebrones y sus conflictos y clisés se convirtieron, en la pantalla global, en estos experimentos conductistas en que “la ficción aparenta no existir y resulta más creíble que la provista por los teleteatros”. [40]

En definitiva, interesarse por la suerte del vecino, observar las experiencias cotidianas de emocionados, honestos o tramposos personajes de carne y hueso, no parece una tendencia nueva y, sin embargo, ha cobrado nuevos bríos a juzgar por los números del rating. Ficción o programas de juegos, parece que, que como dijo Gabriel García Márquez, no hay nada que le interese más a la gente que lo que le pasa a otra gente.

El ancestral placer de fisgonear a los demás fue la posta que tomó Internet para comenzar a mostrar imágenes deliberadamente jugosas: parejas manteniendo sexo, estudiantes pagados por las empresas de la Red para que pongan cámaras en todas las habitaciones de su casa (sumar el baño aumenta el cachet), una actriz viviendo en una casa de vidrio a la vista de todo el mundo: “todo aquello que alude a nuestros instintos básicos constituye un buen negocio, y los siete pecados capitales seguramente son un ayuda-memoria en la agenda de más de un productor ambicioso”. [41]

En la antigua Roma, la lucha de gladiadores constituía un espectáculo que ofrecía ver la muerte en directo. Frente a un público extasiado, que deliraba en aplausos cuanta mayor era la violencia de los combates, los espectadores decidían quienes, finalmente, serían las víctimas mortales. Tanto aquel Coliseo como la actual pantalla de TV tienen una cosa en común: el público. Para Jaim Etcheverry, “todos podemos ser césares y bajar el pulgar desde nuestros dormitorios, reviviendo la fascinación del circo romano y las ejecuciones públicas”. [42]

De hecho, el espectador participa desde la oscuridad y el anonimato en la determinación de los hechos: a través del televoto interviene en la exclusión (que, al menos en esto, es menos cruel que la muerte) de alguno de los participantes que semanalmente son separados del grupo, y que deben regresar a su propia realidad. Los reality shows hacen sentir al público reivindicado: por un lado, les hace caer en la ilusión de que sus opiniones pueden influir y modificar las cosas, aun cuando éstas puedan estar definidas de antemano. Por otra parte, el espectador, “en vez de desear a los inaccesibles dioses del espectáculo, le da el derecho de espiar a alguien que se parece al muchacho o la chica de acá a la vuelta, alguien como él”. [43]

La interactividad que proponen los reality shows –al fomentar la participación del espectador- los convierte en el santo grial de la industria mediática. Los subproductos pensados en términos comerciales que han aparecido alrededor de estos programas, son múltiples: competencias con premios vinculados a llamadas telefónicas (con el sistema de audiotexto), empresas de Internet, explotación de souvenirs de todo tipo con la marca del programa, transmisiones durante las 24 horas en TV Satelital que requiere un pago adicional, concursos y promociones estimulados con sorteos y respaldados por las marcas que auspician los programas”. [44]

Como el poder hegemónico, que urde la estrategia del diálogo aparente con los dominados y les hace creer a éstos que son tenidos en cuenta, la estrategia de estos productos apunta a que el espectador ejercite desde lo cotidiano un poder arbitrario, a través de una suerte de telecomando destinado a seleccionar sus propias preferencias: una lógica en la que se pone en juego la ilusión y la fantasía de poder que anida en cada espectador.

 

El mito robinsoniano

 

El tópico del hombre libre en la naturaleza libre ha constituido desde siempre un símbolo en el colectivo social de la humanidad: nos remite a un tiempo ahistórico, mítico, en el que opera una recuperación periódica de un Tiempo primordial. Todo mito, como modelo ejemplar del comportamiento humano, es constitutivo del hombre y, por tanto, sobreviviente de civilizaciones y épocas históricas. El hombre ha experimentado siempre la necesidad de reactualizar periódicamente tales imágenes míticas.

En algunos de estos mitos –como el del Paraíso perdido- aparece el tema de la renovación, la regeneración del mundo, es decir, el arquetipo de la repetición periódica de la Creación. El mito del Paraíso perdido sobrevive en las imágenes de la Isla paradisíaca y del paisaje edénico: territorio privilegiado donde las leyes están abolidas, donde el Tiempo se detiene. [45]

En el imaginario puritano del panfletista inglés Daniel Defoe (siglo XVII) ese mito seguramente constituía no sólo un retorno a un estado primordial y natural del hombre, sino también una reacción contra los excesos de la sociedad de su tiempo y el reflejo de una filosofía burguesa cuya conciencia iba en ascenso. Robinson Crusoe –su célebre personaje- constituiría “una metáfora y una parábola moral e ideológica sobre el valor del individuo abandonado en la naturaleza sin otro aval ni otra sanción real que su vínculo directo con la Providencia”. [46]

Defoe, exaltado y polémico escritor en su juventud, se revelará en su madurez –a causa de su desencanto con la marcha de los asuntos públicos y sus dificultades económicas- como un autor de obras de imaginación. Su novela cumbre fue inspirada por las aventuras reales de un marino abandonado en 1705 en la isla Juan Fernández, frente a la costa chilena, aunque el lugar donde vivió su personaje y los años que permaneció en la isla desierta fueron modificados por el autor. En principio, Defoe –tal como postula Vázquez Montalbán- creyó haber escrito una alegoría puritana: el naufragio en una isla desierta es el castigo al que la Providencia somete a Crusoe por sus pecados contra la autoridad paterna, su poquedad ante Dios y su escasa confianza en la Providencia. Pero Robinson y su autor tenían aún más cosas en común: el aislamiento en que vivieron, su espíritu práctico, sumado a la presencia del texto bíblico.

Robinson...” es un canto al individualismo creativo y competitivo, predominante en la burguesía incipiente de la época de Defoe y que hoy representa, más que una vuelta a las raíces y a la esencia del hombre, la fábula de la imaginación puesta al servicio de un utilitarismo individual. De este modo, lejos de implicar un retorno a la naturaleza y a una vida primitiva mal comprendida, “el individuo aparece, en esta sociedad de libre competencia, como desprendido de los lazos de la naturaleza, que en épocas anteriores de la historia hacen de él una parte integrante de un conglomerado humano determinado, delimitado”. [47]

Pero Crusoe fue un solitario empedernido, a sus expensas y también a pesar suyo. La aventura de sobrevivir en una isla desierta no fue su elección, aunque supo administrar los recursos de un naufragio con mano maestra. Ni siquiera en la inclusión del personaje que oficiaría de acompañante del héroe, el autor pudo sustraerse a la mentalidad burguesa y etnocéntrica de su época: Viernes, el joven aborigen al que Robinson salvó de una muerte segura, asume su ‘inferioridad cultural’ y se declara esclavo incondicional de Crusoe. Finalmente, el protagonista se convierte en un hombre de fortuna, propietario de una plantación y de gran cantidad de esclavos, todo ello símbolo de la floreciente categoría social a la que pertenecía el autor.

Pero en los experimentos mediáticos que ponen el acento en la supervivencia en territorios naturales (“Survivor”, “Expedición Robinson”) el tema de la convivencia resulta –al menos, en teoría- un rasgo predominante: la constitución de equipos o tribus que deben sortear todo tipo de juegos y desafíos entre sí, implica una regla que revaloriza el sentido de comunidad por sobre toda otra implicancia. Pero la propuesta mediática contiene un evidente doble mensaje: por sobre las reglas que apelan a un sentido de solidaridad en lo colectivo (todos tienen que ser buenos y agradables con el grupo, protegerlo y servirlo, para obtener aceptación, simpatía y votos) se trata al mismo tiempo de una lucha encarnizada por procurar sobrevivir, a cualquier costo y con la misión específica de eliminar uno a uno a sus compañeros hasta quedar solitario en el final. [48]

Otros ven en esto un producto de ”la doble condición del trabajo en la sociedad contemporánea: si bien son necesarias las redes de solidaridades para lograr propósitos u objetivos conjuntos, la lucha por el triunfo es una lucha de exclusión (sólo gana uno). Se trata de una buena metáfora de la realidad, aunque en una sociedad con un nivel de exclusión fuerte como la argentina el juego, obviamente, alcanza niveles más dramáticos que en Suecia, y a veces no parece ser un juego”. [49]

Crusoe, al menos, había edificado su reinado solitario a expensas de su trabajo de supervivencia, de su imaginación y creatividad para sortear obstáculos y su destreza para enfrentar los peligros que la naturaleza le deparó. Los robinsones mediáticos, en cambio, responden a un modelo de época: como el trabajo no constituye en la actualidad un valor en sí mismo, la ética y la estética del placer los muestra unidos en un mismo lodo. La lucha por el alimento, el refugio y el agua sólo constituye un aspecto de la competencia, y tal vez ni siquiera el más atractivo: como es de suponer, ningún prisionero del paraíso morirá de inanición ante las cámaras, ni de la violencia producida por los avatares de la naturaleza.

 

Golpes y efectos

 

¿Puede sostenerse “la vida en directo” sin ser el resultado de una hiperproducción mediática? Al fin de cuentas, juego o competencia, los reality shows no dejan de ser productos pensados para el consumo televisivo. ¿Qué ocurriría si no existiera conflicto entre los participantes, si éstos rondaran una pasividad, una abulia y una intrascendencia pasmosas como, por otra parte, sucede en muchos pasajes de sus emisiones? Lo imprevisible está acotado y hasta ciertas actitudes y perfiles son modificados según las reglas del juego de las respectivas producciones.

Existe toda una línea argumental sobre temas previamente convenidos que va apareciendo de manera improvisada a lo largo de cada espectáculo; existe, además, una obsesión por explotar al extremo los perfiles cada vez más delineados de los protagonistas, haciendo hincapié en sus características más polémicas o atractivas para la pantalla: tal vez, sugerencias por parte de la producción de un mayor exhibicionismo, o de tener sexo ante las cámaras. Como vemos, esa ‘realidad’  también debe tomarse concesiones: el productor ejecutivo de un reality show estadounidense –“Survivor”- debió admitir que algunas escenas y competencias del programa se volvían a filmar con extras para mejorar el efecto visual: una carrera de natación en el mar debió volver a filmarse con dobles de cuerpo para que un equipo de helicópteros pudieran tomarla sin restricciones. [50]

En el mundo del revés de los reality shows, aquellos que son elegidos por el voto de sus compañeros y del público están condenados a la exclusión, es decir, al exilio hacia la realidad y el anonimato inicial. “Sus reglas son un epítome de las que rigen en el mundo de afuera: nadie está seguro de nada y en cualquier momento puede ser arrojado al limbo de los fracasados. Es un juego cruel, que genera culpa y que a pesar de la apariencia de sinceridad, alienta la hipocresía. Casi una parábola de nuestra política”. [51]

Por otra parte, después de la extenuante odisea que implica desnudar cuerpos y almas en público, los participantes deben volver al curso normal de sus vidas. Aunque la cosa es mucho más compleja: ¿se puede ser el mismo después de someterse a una permanente exposición televisiva? Para amortiguar el impacto, la producción de los reality shows argentinos ofrecen asistencia psicológica durante algún tiempo a los participantes que van saliendo de la competencia. La vida fuera de la pantalla es diferente y sensible al pacto mediático. [52]

No parece inocente la profusión de espectáculos que estimulan la exclusión en un mundo en el que, como postula el semiólogo Eliseo Verón, las tendencias competitivas necesariamente terminan imponiéndose por sobre cualquier actitud de carácter solidario. Precisamente, hoy el éxito sólo tiene lugar en tanto búsqueda individual, personal y no en la universalidad que motiva las acciones sociales e individuales: "la sociedad posmoderna –postula Lipovetsky- es aquella en que reina la indiferencia de masa, donde domina el sentimiento de reiteración y estancamiento”.

Mientras tanto, el auge de este género refleja una realidad que se ha acentuado a medida que se ha ido masificando el consumo de bienes e información: el paso del hombre como sujeto creador (actor) al hombre espectador, el paso de una sociedad activa a una sociedad de espectadores, contemplativa y pasiva. “Venzamos el aislamiento, recuperemos la calle” reza la consigna de un graffitti que propone invertir los términos de la sentencia viriliana:

 

“Inmovilidad cadavérica de una morada interactiva (...) en el que el mueble principal sería la silla, la butaca ergonómica del subnormal motor, y ¿quién sabe? La cama, un sofá cama para el enfermo-voyeur, un sofá para ser soñados sin soñar, un asiento para ser circulados sin circular”. [53]

 

 

 

 

Fuentes:

 

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[1] En “Clarín”, Suplemento ‘Espectáculos’, No es bueno que el hombre esté sólo, Buenos Aires, 07/01/2001.

[2] Umberto ECO, TV: la transparencia perdida, en: La Estrategia de la ilusión, Buenos Aires, Lumen/De la Flor, 1990.

[3] Gianfranco BETTETINI, La desaparición del sujeto en el teatro de lo cotidiano, en “La conversación individual. Problemas de la enunciación fílmica y televisiva”, Cátedra, Madrid, 1986.

[4] Umberto ECO, ob.cit.- Págs. 209/10

[5] Giovanni BECHELLONI, ¿TV Espectáculo o TV Narración?, en: Videoculturas de Fin de Siglo, Cátedra, Madrid, 1990.

[6] Claudia SELSER, El ojo en la cerradura, en Revista Viva, Clarín Ediciones, Buenos Aires, 03/06/2001, págs. 24-34.

[7] Gilles LIPOVETZKY, La era del vacío. Ensayos sobre el individualismo contemporáneo, Anagrama, Colección “Argumentos”, Barcelona, 1986.

[8] José Luis CAO, Vivimos en una cultura de fascículos, en “Clarín”, Sección “A Fondo”, Buenos Aires, 20/09/1998. Entrevista de Jorge Halperín.

[9] En Gilles LIPOVETZKY, ob,cit.-

[10] íbid, pág. 54.

[11] Íbid., pág. 12.

[12] Juan José SEBRELI, De Buenos Aires y su gente (Antología), Centro Editor de América Latina, Colección “Capítulo”, Buenos Aires, 1982.

[13] Gilles LIPOVETZKY, ob.cit., pág. 67.

[14] Sigmund FREUD, Psicología de las masas y análisis del Yo, en Obras Completas, Tomo XVIII, Buenos Aires, Amorrortu.

[15] Roberto DORIA MEDINA EGUIA, La ira narcisista, en Revista de Psicoanálisis (Editada por la Asociación Psicoanalítica Argentina), Tomo LIII, N° 1, Enero-Marzo 1996.

[16] Ch. LASCH, en Gilles LIPOVETZKY, ob.cit-

[17] Umberto ECO, ob.cit. Pág. 218.

[18] Ibid., pág. 215.

[19] Jean BAUDRILLARD, Las estrategias fatales, Anagrama, Colección “Argumentos”, Barcelona, 1984,

[20] Adriana BRUNO y Silvina DEMARE, Quiero dinero, quiero dinero, en “Clarín”, Suplemento Espectáculos, Buenos Aires, 14/01/2001.

[21] Giovanni BECHELLONI, ob.cit.-

[22] María COPANI, Los ciudadanos de la Red crean sus medios informativos; en “Clarín”, Buenos Aires, 02/10/2001.

[23] Gilles LIPOVETZKY, ob.cit., págs. 14/15.

[24] Íbid.

[25] Beatriz SARLO, Escenas de la vida posmoderna. Intelectuales, arte y videocultura en la Argentina, Buenos Aires, Ariel, 1994.

[26] Íbid.

[27] Alejandro CARAVARIO, La era de los mutantes, en “Clarín”, Suplemento “Segunda Sección”, Buenos Aires, 12/02/1995.

[28] Beatriz SARLO, ob.cit., pág. 43.

[29] Gilles LIPOVETZKY, ob.cit., pág. 74.

[30] Íbid, pág. 64.

[31] Enrique VALIENTE NOAILLES, La perspectiva perdida, en “La Nación”, Buenos Aires, 26/04/2001, pág.19

[32] Pablo CAPANNA, La moda de los Reality Shows, en www.artealdía.com, Abril de 2001

[33] Alejandro CASTAÑEDA, Por 15 minutos de fama y 15 puntos de rating, en “El Día” (Edición Internet), La Plata, Buenos Aires, Argentina, 17/05/2001.

[34] Peter Thal LARSEN, El Padre del Gran Hermano, en “Clarín”, Suplemento Económico, Buenos Aires, 15/04/2001. Traducción de Susana Manghi.

[35] Enrique VALIENTE NOAILLES, ob.cit.-

[36] íbid.

[37] Alejandro CASTAÑEDA, ob.cit.-

[38] Peter LUNT, La máquina de los sentimientos, entrevista realizada por Ivan Briscoe, periodista del Correo de la UNESCO, en www.unesco.org, noviembre 2000.

[39] Verónica ABDALA, Román Gubern explica los errores de la ‘aldea global’ de Mc Luhan, en “Página/12”, Buenos Aires, 20/04/2001 (o en www.rebelión.org)

[40] José Luis SAENZ, Reality-Shows, ¿ficción o realidades crueles?, en “La Nación”, Buenos Aires, 08/05/2001.

[41] Horacio LICERA, Los Reality Shows somos nosotros, en “Río Negro Online”, 22/04/2001 (www.rionegro.com.ar)

[42] Guillermo JAIM ETCHEVERRY, Famosos que no son ni hacen nada, en “La Nación Line”, Opinión, Buenos Aires, 26/04/2001 (www.lanación.com.ar)

[43] Pablo CAPANNA, ob.cit.-

[44] Marcelo STILETANO, Ideas muy bien publicitadas, en “La Nación Line”, Espectáculos, Buenos Aires, 11/04/2001.

[45] Mircea ELIADE, Mitos, sueños y misterios, Compañía General Fabril Editora, Buenos Aires, 1961. Traducción de Lysandro Z. D. Galtier.

[46] Manuel VAZQUEZ MONTALBAN, Robinson y el capitalismo salvaje, en www.vespito.net, 26/07/1999.

[47] Karl MARX, Contribución a la crítica de la economía política, en Vázquez Montalbán, ob.cit.-

[48] en www.cristiandad.org, Reality Shows, el placer de la perversión, Centro de Debates, Información y Difusión para el Catolicismo del Tercer Milenio Regina-Angelorum.

[49] en Claudia SELSER, El ojo en la cerradura, ob.cit.- Opinión del periodista, escritor y productor Diego Guebel.

[50] en Claudia SELSER, ob.cit.-

[51] Pablo CAPANNA, ob.cit.-

[52] en Revista NOTICIAS, El lado oscuro de los Reality Shows, 28/04/2001.

[53] Paul VIRILIO, El último vehículo, en Videoculturas de Fin de Siglo, ob.cit.-


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