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ACILBUPER - REVISTA DE CIENCIAS SOCIALES / MARZO 2005 / www.acilbuper.com.ar

 

Pueblo y poder en América Latina

Las huellas de la ausencia

 

por Gabriel Dario Cocimano

E-Mail: gcoci@tutopia.com

 

“El fuego debe calentar de abajo”

Martín Fierro

 

       Alejado y distante del pueblo , el poder político en América Latina se ha gestado en la neurótica imitación foránea, profundizando el desdén y la indiferencia hacia lo propio. La alegoría del padre ausente como metáfora del poder latinoamericano lo refleja: ese padre ha abandonado a su hijo (el pueblo) librándolo a una condición de orfandad . A su vez, las elites políticas locales erigieron, por oportunismo o conveniencia, figuras míticas para construir los arquetipos de nacionalidad: de esta forma, se idealizó al indígena, al mestizo o al criollo cuando ya no representaron peligro alguno, pero se los persiguió y hostigó en vida, es decir, cuando ofrecían resistencia. Como contrapartida, el pueblo -ante la indiferencia del poder- ha generado sus propios mecanismos rituales: la religiosidad popular confirma la existencia de manifestaciones culturales ajenas al poder. A través de ella, se da una proyección de los deseos del pueblo, que intenta así suturar las heridas de la ausencia.

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Desde los tiempos de la conquista, el poder político latinoamericano ha mostrado su rostro mefistofélico: apartado, distante y lejano del pueblo, acentuó la orfandad y la subordinación del nativo y, posteriormente, de la población mestiza y criolla. La historia latinoamericana ha sido moldeada en la preponderancia del poder militar, y en el intento por instaurar en sus tierras la ciudad europea. Asociado a los hombres de brega que descendieron de los ejércitos libertadores, el poder fue usufructuado por militares y terratenientes en una tierra avasallada por el ruido de las armas y el tropel de los caballos.

Estos hombres de brega que sostuvieron el poder simbolizaron la clase hegemónica del continente mutilado, una clase dominante a la fuerza, por estricta vocación y necesidad. El héroe heredero de la hidalguía libertadora constituyó la alegoría de una épica gloriosa. Ese poder se ha ido aislando en su discriminación hacia el nativo, el mestizo y aún, el criollo. Pero no sólo en lo racial radicó esta discriminación: en Latinoamérica, “la dominación étnica, racial y de clase fue muy acentuada y propició formas de sojuzgamiento femenino y predominio masculino mucho más marcadas que en la sociedad española o en las culturas nativas” (Fuller 1998). De alguna manera, la imagen del poder en Latinoamérica ha estado asociada a ese rasgo arbitrario, violento, a la voluntad de dominio del guerrero vencedor, todos caracteres propios del universo masculino . Aquel poder arbitrario, forjado en las luchas intestinas, puede ser interpretado a partir del frágil desarrollo de los poderes públicos en América Latina, vale decir, de instituciones como la Iglesia y el Estado. “La voluntad masculina o del padre de familia podía prevalecer sobre los poderes públicos. La conducta masculina se regía más por códigos individuales como el honor, propio y de la familia, que por las leyes civiles o eclesiásticas” (Fuller 1998).

Gabriel García Márquez recrea en alguna de sus novelas a esos héroes y patriarcas políticos del continente y los satiriza, subvirtiendo el papel de ciertos grupos sociales, étnicos y genéricos marginales. En “ Cien años de soledad ”, la mujer aborda las cualidades masculinas y toma libertades hasta ese momento reservadas para los hombres: las mujeres Buendía, como grupo, representan la mentalidad estrecha y racista de la clase social alta de América Latina, cuyo aislamiento de las clases bajas es la base de la soledad social que infesta al continente. A su vez, en “ El otoño del patriarca ”, representa la agonía del sistema patriarcal, el ocaso de aquel poder avasallador y autoritario, y cuestiona el papel de los padres o patriarcas en la sociedad latinoamericana. Aquí, el escritor colombiano logra subvertir el poder del patriarca a expensas de las mujeres ligadas afectivamente a él, desplazándolo hacia una posición marginal: su madre influye en todas sus decisiones políticas y amorosas, y su mujer toma el lugar de la madre al morir ésta. Si la madre era la interlocutora de su poder, la esposa logrará despojarle ese control hegemónico. Todo el discurso de la obra revierte el sentido del poder masculino (Rodríguez Vergara 2002).

Los seres que García Márquez instala en el poder son seres olvidados por la historia, condenados a la soledad, espectros que deambulan en un exilio definitivo, y evocan los personajes de Juan Rulfo, cuya obra constituye un íntimo diálogo latinoamericano de la utopía perdida; asimismo, recuerdan al Señor Presidente de Miguel Ángel Asturias o Yo, el Supremo de Augusto Roa Bastos, quienes también estructuran sus obras a partir de un dictador inespecífico y universal que alegoriza a cualquier gobernante en algún lugar latinoamericano (Hernández Carmona 1997).

Acallado el ruido de las lanzas, sobrevino en Latinoamérica la instauración de una clase terrateniente vinculada al mecanismo de la exportación y la importación. El continente se convirtió en un típico productor de materias primas, con una clase señorial poderosa y una población de “pata al suelo”, como afirmaba Arturo Jauretche. En este nuevo sistema, el inmigrante estaba mejor preparado para el comercio y para la competencia -como hijo de la sociedad capitalista- que el nativo, proveniente de una sociedad donde esas formas eran incipientes. Y, sin embargo, aquella sociedad capitalista fue impuesta brutalmente en nombre de la civilización y sin contemplar el problema del hombre nativo (Jauretche 1967).

A lo largo del siglo XX, América Latina profundizó su dependencia de Europa y los Estados Unidos. La subordinación no fue solamente económica; las grandes fuerzas internacionales elaboraron cadenas más sutiles y efectivas: para perpetuar su control, se deformó la tradición histórica y cultural, y se crearon ideologías sustitutivas opuestas a la formación de una verdadera ideología latinoamericana. De alguna manera, el poder vernáculo ha resultado funcional a estos intereses, como quedó evidenciado en la más cercana historia del siglo XX, con los regímenes militares en los años '70, las democracias formales de los '80 y el neoliberalismo de los '90.

El divorcio entre el poder político y el pueblo en América Latina ha sido, por muchas razones, históricamente sistemático. Fascinada por la imitación de lo distante y por el repudio de lo próximo, la casta política continental se ha gestado en la “excentricidad de la imitación –que ha variado en sus motivos a lo largo de la historia (España, Francia, Inglaterra, Estados Unidos)- pero que sigue siendo la expresión de una identidad enajenada, la marca de una mimesis compulsiva o neurótica” (Restrepo Forero 1993).

 

El padre ausente: una metáfora del poder

 

En su ensayo “ Madres y huachos. Alegorías del mestizaje chileno ”, la antropóloga Sonia Montecino asocia la identidad latinoamericana a una forma o modelo de familia: la existencia de una gran madre presente y un padre ausente , en donde “la figura del padre tránsfuga es la imagen del poder”, un poder apartado del pueblo, alejado de él como aquel padre ausente lo está de sus hijos. Esta alegoría del abandono del padre –el poder- se enmarca en “ el problema de la legitimidad bastarda, que atraviesa el orden social chileno transformando en una marca definitoria del sujeto en la historia nacional (…) La noción de huacho que se desprende de este modelo de identidad, de ser hijo o hija ilegítimos, gravitaría en nuestras sociedades hasta nuestros días ” (Montecino 1991). El poder ha abandonado a sus hijos, ha pasado sucesivamente de ser padre violento a ausente, y ha instalado un sistema cultural definido desde la condición de orfandad . Y ¿qué ocurre cuando esta figura está ausente? “Tanto o más que el padre violento, el padre como huella aislada, como ausencia, es más dañino (…) El padre que ignora es más cruel que el padre que conscientemente daña” (Alvarado Borgoño 2003).

El poder local, con su neurótica obsesión por imitar al mundo europeo y norteamericano, ha despreciado y olvidado a su pueblo, librándolo a su propia suerte. De alguna manera, esto constituye una analogía de la dolorosa experiencia del huacho , del abandonado que debe hacerse a sí mismo en la precariedad, en el vacío de afectos, y del progenitor como irresponsable (Montecino y Obach 2001). La indiferencia del poder político latinoamericano hacia los sectores populares fue y es una huella incrustada desde siempre en el imaginario local.

Ciertos rasgos de la identidad de género masculino están presentes en las sociedades latinoamericanas: el bajo énfasis en la figura paterna, la identificación con la violencia arbitraria y la voluntad de dominio. Según Octavio Paz, el macho representa al guerrero, al seductor, pero no al padre. En México, la frase “yo soy tu padre” no tiene ningún sabor paternal, ni se dice para proteger, sino para imponer una superioridad, esto es, para humillar. El padre desprecia a su descendencia por ser el hijo de la chingada , el engendro de la violación, del rapto o de la burla, reniega del hijo y se rehusa a respetar y proteger a la madre. El mexicano, en tanto hijo de mujer vencida y guerrero vencedor ha internalizado –para Paz- una imagen masculina brutal pero poderosa y admirada. Es por eso que el guerrero se convirtió en una de las grandes figuras mitológicas de la revolución mexicana, imagen difundida ampliamente por la propaganda estatal, el folclore y los medios de comunicación (Fuller 1998).

De alguna manera, la ausencia paterna también está ligada al fracaso del hombre que escapa de sus hijos, toda una metáfora del poder político. Como contraparte, la fuga genera menos traumas en los cargos políticos: la presencia del dictador, implica el ejercicio de un mecanismo de poder/miedo, y viene a cubrir las huellas de la ausencia paterna, pero a través de la utilización de la impunidad y la violencia. “ Hay un dicho popular que legitima la violencia –dice Sonia Montecino-: ‘Quien te quiere, te aporrea'. Lo que hay detrás de esta frase es un tema de poder. Si yo te quiero, tengo poder sobre ti y puedo aplicar violencia. En esa línea podemos llegar a justificar el golpe militar. Podemos decir que Pinochet nos quería tanto, que para ponernos en el camino correcto tenía que ejercer violencia; una línea peligrosa ” (Mena 2003).

Pero ese poder local alejado del pueblo es, a su vez, despreciado por los poderes hegemónicos de las potencias centrales. Breny Mendoza apunta cómo la elite criolla-mestiza hondureña intenta reconstituir su centralidad a través del discurso del mestizaje : para esta elite, el Otro –el negro, el mulato, el árabe, el indígena vivo- amenaza la unidad hegemónica de su clase, y erige una hondureñidad en base a un supuesto mestizaje único y total, a través de la elaboración de legislaciones racistas y la invención de símbolos nacionales tales como el cacique Lempira, indígena lenca que luchó contra los españoles en el siglo XVI y a partir de quien el Estado determinó el nombre de la moneda nacional hondureña. La estrategia de este discurso equivale a la expropiación de la historia de esos Otros, para inferiorizarlos y convertirlos en pueblos sin historia. Irónicamente, el mismo desdén utilizado por el orden simbólico occidental, es decir, la historiografía europea y norteamericana. Mendoza refiere a “ la problemática construcción de la masculinidad en condiciones de ilegitimidad y bastardía que le son impresas en la conciencia mestiza. La literatura latinoamericana nos habla del síndrome del padre ausente y el repudio de la madre indígena en el mestizo que crece sin el reconocimiento del padre. A través de esto, aprendemos sobre la herida narcisista del hijo mestizo que no recibe el poder simbólico del falo del padre al ser excluido de la cultura dominante del español ” (Mendoza 2004).

En el contexto chileno, Montecino afirma que, tras una apariencia de poder masculino, se oculta una enorme dependencia respecto de las mujeres, asociadas a la figura de la madre . El hombre depende de la mujer en un sentido vital: eso es latinoamericano, pero en Chile está muy acentuado. El hombre chileno, ni siquiera discursivamente asumiría su dependencia de la mujer (madre). El rol de madre de la mujer es tan absoluto que el padre se vuelve casi prescindible (Mena 2003). En ese mismo sentido, el poder político –sobre todo el de los regímenes dictatoriales latinoamericanos- ocultó tras un velo autoritario su servilismo y dependencia del poder occidental. Según la antropóloga chilena, además, un rasgo que marca fuertemente el machismo chileno –a diferencia de los otros de América Latina- es la no asunción de lo paterno; en los otros países un macho tiene por obligación mantener y ocuparse de todos sus hijos –legítimos e ilegítimos- y también de sus ahijados. Su hipótesis esencial es la primacía que tendría la condición de hijo ilegítimo o huacho en la identidad cultural de su país. Pero también es extensivo a todo el dominio continental. En “ La casa de los espíritus ”, la obra de Isabel Allende, el hijo bastardo del rico hacendado Esteban Trueba –protagonista de la novela- pretende vengar su condición de huacho al torturar a la hija legítima de aquel, en calidad de oficial del ejército una vez instaurada la dictadura. A su vez, en “ El otoño del patriarca ”, García Márquez representa a un grupo de mujeres ilegítimas del dictador, “más de mil concubinas con sus recuas de sietemesinos que se encuentran en el palacio después de su muerte” (Rodríguez Vergara 2002).

Sin embargo, esa ausencia de padre tal vez no sea una carencia, sino una ausencia legitimada , una forma cultural que, de dolorosa, pasa a ser ritual, un modo particular de organizar las relaciones entre los géneros en sociedades donde existen marcadas diferencias étnicas y raciales. Ante la indiferencia del poder político, es el pueblo el que genera sus propias estrategias de supervivencia, sus propias redes sociales y sus mecanismos rituales para combatir esa desidia.

En efecto, el pueblo ha generado, en los últimos años, vínculos de solidaridad y lazos sociales y espirituales prescindiendo de la inercia del poder político. Ha canalizado en la protesta social –amplificada por los medios masivos de comunicación- la necesidad de contrarrestar su orfandad. De alguna manera, el hijo abandonado por su padre parece reclamar definitivamente su lugar, dispuesto a tapar las huellas de la ausencia.

 

Canonizaciones populares: una práctica alejada del poder

 

Desde la antigüedad, en todos los imperios la contradicción entre el pueblo y las elites imperiales se expresó, por lo general, en un dualismo religioso: el del culto popular en oposición a la religión oficial . Las grandes religiones constituyeron la única sistematización del conjunto de las ideas y sentimientos colectivos (política, arte, ciencia, todo existía pero fundido dentro de un solo cuerpo religioso) y, además, los grandes dioses pudieron fusionar espiritualmente a pueblos y naciones para facilitar las acciones colectivas. Sin embargo, todos los procesos de formación de las naciones e imperios antiguos fueron acompañados de este enfrentamiento entre divinidades centralizantes y las más antiguas de los cultos aldeanos y tribales (Astesano 1979).

En América Latina se dio visiblemente este proceso, que escondía en realidad la oposición entre las comunidades y los estados centralizadores de las nuevas sociedades. Más aun, acaso el conflicto religioso haya sublimado las diferencias sociales internas entre pueblo y poder. En el Perú, la unidad y la cohesión del imperio incaico se concretaron alrededor de la adoración de Viracocha. Sin embargo, el culto de este dios “ no pasó nunca de ser un culto de elite (…) El pueblo seguía alejado de este dios abstracto, indefinible, lejano y al margen de su vida; la religión del pueblo era el culto a los huascas, que perduró por siglos y sobrevive todavía. En el Tahuantisuyo, el culto del Sol era privilegio de la familia reinante, y el pueblo no lo sentía como algo propio sino más bien como algo inherente a la necesaria estructura imperial ” (Lahourcade 1970). La burocracia del incanato, aislada en el culto de Viracocha, erigió los templos del sol como adoratorios reales; al igual que en el antiguo Egipto, en ellos el pueblo no entraba.

Posteriormente, con la instauración del cristianismo en la América hispana, esta dualidad renovó su vigencia, aunque se produjo un proceso de sincretización que, en muchos casos, disimuló la evidente contradicción. Es que cuando la religión única es muy dominante, los cultos populares aparentemente desaparecen, pero la polarización reaparece dentro de la religión oficial: el pueblo acepta las formas externas de la misma para expresar sus propias creencias, y los sacerdotes se refugian en el dogma; éste tipo de enfrentamientos sigue viéndose hoy en la religión católica de algunos pueblos como el peruano, en el que los indígenas siguen practicando en los atrios o en las procesiones sus antiguos cultos (Astesano 1979).

En algunos casos, el sincretismo produjo fenómenos de masiva adhesión, como es el caso de la Virgen de Guadalupe, en México. Figura esencial en el imaginario popular local, es a la vez mito fundante de una nueva cultura. “Allí hubo también un extraño canje –dirá Roger Bartrá-: los españoles aportaron a la Virgen de Guadalupe y los indígenas dieron a cambio el culto a Tonantzin, la antigua diosa de la Tierra” (Fernández Poncela 2000). El marianismo ha cuajado muy bien en la América hispana, se engarza a la idiosincrasia y necesidades de su población: los nativos reencontraron en la Virgen a la diosa madre que habían tenido en su propia religión, y esta constituyó una potencia unificadora como madre protectora y emblema de un pueblo desvalido de identidad.

Pero, en otros casos, la religiosidad popular ha generado canonizaciones de seres a quienes se adjudican la realización de verdaderos milagros, prescindiendo del sinuoso camino de la autoridad oficial en materia religiosa. Esta religiosidad expresada por el pueblo se nutre en la espontaneidad , y utiliza sus propios mecanismos y criterios de valor en la elección de sus figuras de culto. Muchas veces lo hace aplicando los gestos exteriores y las formas institucionalizadas de la religión oficial –símbolos, ritos- aunque estas formas sean resignificadas o reinterpretadas. Otras veces, en cambio, refuncionaliza resabios de paganismo y prácticas supérstites , en un curioso y particular sincretismo .

Estas prácticas alejadas del poder –representado por la ortodoxia religiosa- se expresa en América Latina en innumerables devociones de alcances locales, regionales o nacionales: cultos tributados a ciertos personajes desaparecidos en forma trágica o heroica , o a aquellos que, asumiendo el rol de iluminados o guías espirituales, quedaron en la memoria popular investidos con un halo de veneración . Mecanismos de identificación, admiración o piedad en el caso de muertes horrorosas o de seres indefensos, son algunos de los criterios de valor con que la espontaneidad popular eleva una figura al altar colectivo. Por supuesto que se da en estos seres una proyección de los deseos del pueblo: es el caso de ciertos personajes que han sido elevados a la categoría de verdaderos santos , por haber ayudado a los necesitados, suerte de vengadores de los sufrimientos de la gente ante un sistema que los oprime y margina. Haciendo gala de destreza y valentía, saqueaban a los pudientes para ayudar a los desprotegidos. Algunas crónicas de la época referían al famoso bandido de la pampa argentina Juan Bautista Bairoletto como un “delincuente romántico y generoso”. Pero acaso uno de los bandoleros que el imaginario popular ha convertido en profana devoción y que cuenta cada vez con más devotos sea el gauchito Gil , un personaje que actuó hacia mediados del siglo XIX en Corrientes (Argentina), un hombre perseguido por la justicia y que gozó de un gran predicamento entre la gente del pueblo. Sorprendido por una partida policial, fue colgado boca abajo de un algarrobo y degollado. Desde aquel momento, el lugar del sacrificio se convirtió en un verdadero sitio de culto y devoción, hacia el que desfila año tras año una inmensa cantidad de fieles. A diferencia de otras canonizaciones populares, la del gauchito Gil no permaneció circunscripta a un área de influencia, sino que se ha expandido a lo largo del país.

La persistencia de estos cultos populares, muchas veces efímeros pero otras arraigados en el imaginario social, no hace sino confirmar en América Latina la existencia de manifestaciones culturales ajenas al poder (la religión oficial) aunque adopte sus propias formas y no se construya en oposición a él. Estas prácticas religiosas paralelas verifican la distancia entre la estructura de un poder jerárquico y los gestos espontáneos y heterogéneos pero vigorosos de los cimientos paganos.

 

Los vivos y los muertos

 

Fueron las elites políticas locales las encargadas de diseñar los arquetipos fundantes de cada nacionalidad en el concierto latinoamericano. Por oportunismo o conveniencia política, los dueños del poder erigieron los emblemas nacionales en función de una épica y una tradición cuyas glorias no opacaban sus intenciones políticas. Así como la elite hondureña alzó la figura de un indígena como símbolo nacional pero ha desdeñado a las etnias aborígenes actuales, la elite criolla argentina hizo del gaucho Martín Fierro –el gran poema de José Hernández- una figura arquetípica, aunque pusiera empeño en perseguir y hostigar al gaucho vivo.

Ante la pérdida de control de los recursos nacionales a manos del capitalismo norteamericano, el poder hondureño amenazado utilizó el discurso del mestizaje como discurso de protección, ignorando la presencia de otras etnias no mestizas. Algo similar ocurre en el Perú cuando se separa la historia del incanato del indígena actual, a quien suele vérselo como un ente externo a la historia de los incas (Mendoza 2004).

Al instituir al Martín Fierro como símbolo de virtudes y valores argentinos, la intelectualidad criolla local del siglo XX postuló al gaucho como fundador mítico de la nacionalidad; pero, en tanto población rural libre y pobre –no incorporado al mercado de trabajo pero empujado a él según las necesidades de la explotación rural, o reclutados para el ejército- el gaucho ya no existía. Por lo que la decisión fue doblemente oportuna: no comprometía a nadie en términos socio-políticos y, al mismo tiempo, el gaucho podía postularse como símbolo de una esencia nacional amenazada por la inmigración (Sarlo 1995). Al gaucho vivo se lo persiguió y combatió, se lo arrestó y obligó a servir al sistema político y militar, pero al gaucho muerto –decía Jauretche- se lo puede idealizar sin que reclame aumento de jornales o forme sindicato.

De igual forma, la figura del mensú y la explotación de que fue víctima merecieron páginas recordatorias cuando su infatigable silueta se extinguía. Trabajador de los montes y selvas paraguayas y misioneras, el mensú fue víctima de la humillación y el exterminio llevado a cabo por las formas de explotación más crueles. Entre fines del siglo XIX y principios del XX, la juventud del Paraguay y del noreste argentino fue demolida por este sistema que enviaba hombres monte adentro bajo el látigo y el Winchester, y no los devolvía. En ocasión de los conflictos sociales del Alto Paraná, cada vez que el mensú intentó hacer valer sus derechos, estos eran ahogados en sangre con el pretexto del anarquismo. Los mismos medios de prensa que atacaron sus reclamos propiciaron años después un monumento recordatorio de la legendaria figura del mensú. “Adhiero a la idea del monumento –había afirmado Jauretche- pero reclamo que en el pedestal se transcriban en lápidas los juicios contemporáneos de la prensa colonial y las páginas en defensa del mensú cuando era mensú vivo” (Jauretche 1967)

En Chile, la historiografía oficial también incluyó entre sus héroes nacionales a figuras míticas del mundo indígena con el fin de motivar los deseos y propiciar las luchas por la independencia. Así, héroes araucanos como Lautaro y Caupolicán, entre otros, han aparecido como figuras epónimas distantes, aunque sus herederos mapuches comenzaran a ser despreciados por el poder eurocentrista de la joven nación. Los descendientes de aquellos araucanos erigidos en mitos por razones de conveniencia política han sido, posteriormente, despojados de sus tierras y considerados una raza vencida y humillada (Valdivieso 2003).

El poder político latinoamericano ha apelado, de este modo, a figuras legendarias o míticas forjadas en el fragor de las luchas continentales para construir los emblemas de cada nacionalidad. Alejadas del contexto que le dieron vida, sólo se han convertido en una referencia sin contenido, en la evocación de un pasado que ya no incomoda y, por tanto, se hace funcional a las necesidades políticas de turno. Si en vida representaron un peligro para las elites, la desaparición de esas figuras míticas proyectaron la hipocresía de la inteligencia latinoamericana, al manipularlas a su antojo y conveniencia. Pero cada vez que el pueblo reaparece, como una huella siempre presente de aquel olvido, el aparato hegemónico evidenciará síntomas que puedan sacudir su indiferencia.

 

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