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NACIDOS EN LA CALLE. DE LA CONSTRUCCIÓN BESTIAL DEL PREDICADOR CALLEJERO A SU CONSTRUCCIÓN COMO PATRIMONIO CULTURAL1
BORN ON THE STREET. FROM THE BEASTY CONSTRUCTION OF THE STREET PREACHER TO HIS CONSTRUCTION AS CULTURAL HERITAGE.

Miguel Mansilla Aguero
mmansill@hotmail.com
Universidad Arturo Prat, Iquique, Chile


foto Enrique Landsman

 

Resumen

El predicador callejero es un personaje de memoria del pentecostalismo, que trae al presente los recuerdos de un pasado intolerante y excluyente. Es un símbolo de la identidad asignada por la sociedad chilena, es decir el “ser canutos”. Comenzó como una metodología predicatoria callejera, paulatinamente se van transformando en el “instituto bíblico del predicador de púlpito” en una especie de “universidad de la vida”, en rito de iniciación de todo predicador pentecostal. Si alguien quería dar a conocer su talento carismático, debía comenzar “donde las papas queman”, es decir predicando en la calle. Por lo cual el ser canuto ya no sólo fue parte de la identidad asignada, sino también de la identidad resignificada. Hoy el predicador callejero es un icono del patrimonio cultural del pentecostalismo -aunque aún no visualizado por los “especialistas patrimoniales- por ser parte de la identidad, la memoria y la tradición del “otro Chile”.

PALABRAS CLAVES: calle, predicador callejero y patrimonio cultural

 

Abstract

The street preacher is a memorable character of Pentecost that brings back the memories of an intolerant and excluding past to the present. It is a symbol of identity assigned by the Chilean society, that is to say, to be “canutos”. It started as a street preaching methodology and slowly became the “pulpit preacher Biblical Institute”, a kind of ‘a university of life’, a Pentecost preacher beginner’s ritual. If anybody wanted to let everybody else know about their charismatic talent, he or she should start preaching on the streets, where ‘reality bites’. As a result of this, being a ‘’canuto” is no longer just a part of an assigned identity but also a type of identity where the negative connotation has been transformed into a positive one. Nowadays the street preacher is an icon of the Pentecost cultural heritage – even though it has not been visualized by the ‘experts in the past’ – due to the fact that they belong to the identity, memory and tradition of the ‘other Chile’.
KEY WORDS: street, street preacher, cultural heritage


I.          LA CALLE COMO CONDICIÓN

Para aquel que conoce la calle como transeúnte, puede parecerle un lugar de absoluta libertad para aquellos que están situados allí, donde jamás tienen que abandonar sus deseos. En este soñado espacio socio-natural, se puede jugar, reír o enamorarse libremente, porque es un lugar sin mayores restricciones. Esto más bien es parte de la calle imaginada, es la alternativa de lo posible, la esperanza en medio de la desesperanza, pero es una fantasía. Ya que la calle es brutal y restrictiva: la calle real ha sido el espacio de la ignominia y objeto de oprobio; del estigma y la indiferencia; es el espacio de los excluidos; el hogar de los sin hogar; el púlpito de los sin templos; el ágora de los expulsados; es el espacio del conflicto entre la autonomía de la innovación y la autoridad de la tradición.

En Chile encontramos varios conceptos que expresan dimensionalmente la situación de la calle: echados a la calle, quedarse en la calle y estar en la calle.

1.         Echados a la calle. Significa un acontecimiento violento, una expulsión o una exclusión, por acto cometido por la persona considerada como anormal o delictual. En caso de anormalidad, está referido hacia aquellos individuos de vidas indeseables, impuros ceremoniales o enfermos infecciosos, que no se podían matar, sino expulsar como acto de aprendizaje social, para sus observadores. Estos sujetos inmundos e impuros, debían exhibir su condición rasgando sus ropas, pregonando su causa o embozando su rostro, como sinónimo de pérdida de identidad social y desciudadanización.

En relatos antiguos encontramos algunos casos que ilustran de mejor manera esta situación. En La Grecia Antigua, encontramos la ley ritual del farmakos que exigía el destierro de los que se opusieran al orden de la sociedad; entre ellos encontramos a personajes como: Edipo, Hércules, Antígones, Medea, etc. Personajes destinados antes de su nacimiento a la exclusión. Para el caso del derecho romano, expulsó a los peores criminales, a través del nombramiento del homo sacer y permitiendo que cualquier persona les matara sin consecuencia alguna (Shine a Light 2003).

Entre los hebreos encontramos dos tipos: el leproso y el chivo expiatorio.
1.         “…Y el leproso en quien hubiere llaga llevará vestidos rasgados y su cabeza descubierta, y embozado pregonará: ¡Inmundo! ¡Inmundo!, todo el tiempo que la llaga estuviere en él, será inmundo; estará impuro, y habitará solo; fuera del campamento será su morada…” 2.
2.         “…Y pondrá Aarón sus dos manos sobre la cabeza del macho cabrío vivo, y confesará sobre él todas las iniquidades de los hijos de Israel, todas sus rebeliones y todos sus pecados, poniéndolo así sobre la cabeza del macho cabrío, y lo enviará al desierto…y aquél llevará sobre sí todas las iniquidades de ellos a tierra inhabitada; y dejará ir al macho cabrío por el desierto…”3 .
La polis, urbe, campamento o ciudad amurallada, en cada una de estas representaciones comunitarias, el “ser echado fuera”, significaba un ser despreciado y desechado, porque la comunidad representa la seguridad social, económica, política, psicológica y religiosa para el individuo. Fuera de la comunidad, es estar en el desierto, tierra de sombras de muerte, donde el sujeto caminaba levantando voces plañideras y endechas. Significaba ser un individuo que expresaba su dolor magnificándolo como “beber aguas de hiel”, “pan de angustia” y “comida de ajenjo”, por lo cual ser echado fuera o al desierto, implicaba estar destinado a morir. Era peor que una muerte física: significaba una muerte social
El tipo chivo expiatorio representaba el objeto de la expiación sustitutiva y que simbólicamente se le cargaba toda responsabilidad social, era objeto de exclusión; pero su responsabilidad era tan alta y tan abominable y despreciable ante los ojos de la sociedad, que ni siquiera era digno de ser sacrificado como holocausto, sino ser expulsados a lugares yérmicos, tierras secas, sin dehesas ni apriscos, para morir de inanición o de heliosis.

Estas representaciones sociales del destierro podemos aplicarlas al nacimiento del pentecostalismo chileno, quienes o fueron expulsados o forzados a irse de la iglesia, a pesar que ellos pidieron, a través de una carta, volver a la congregación; no se les permitió, confirmando así la ruptura. En estas circunstancias, “los hermanos no tuvieron otra alternativa, sino de tener sus reuniones aparte” (Hoover 1938: 45), en sus casas. Su expulsión se debió a la ruptura con la normalidad religiosa moderna del protestantismo y las manifestaciones religiosas locales, vista como antimetodistas o antiprotestantes.

Pero su expulsión se debió también al protagonismo que adquirió la mujer, Nellie Laidlaw, conocida como la hermana Elena 4, una mujer que poco antes había tenido experiencias de conversión, y que pronto fue reconocida como “profetiza”. Como lo dice Sepúlveda (1999: 95), a la persona que se le asigna una responsabilidad directa del “rumbo equivocado” del avivamiento fue la Hermana Elena (mientras que el pastor Hoover como responsable indirecto), acusada de ser una mujer borracha, de vida disoluta, que incluso habría practicado la prostitución, que padecía de esquizofrenia, y que murió como drogadicta.

El estigma de inmoralidad intrínseca de ‘toda’ mujer de pueblo persiguió a lavanderas, costureras y conductoras. A las primeras, se les perseguía por los lodazales que dejaban en los lugares donde se instalaban a lavar, por la zalagarda que hacían los niños que le rodeaban, por producir “mezcla de sexo” y lavar “semidesnuda”, razón por la que se les expulsó de esos lugares, so pena de dos meses de presidio. A las conductoras de quedarse con el cambio o vuelto del pasaje, de chancearse con los varones que les piropeaban sin ambages, de emplear lengua soez, de andar sucias, de juntarse entre ellas después del trabajo para gastar los “chicos” (vuelto del pasaje), emborrachándose y por supuesto, prostituirse con los “cocheros”, “inspectores” o pasajeros. Sus nombres, sus figuras y sus conductas fueron de boca en boca hasta llegar a los periódicos, revistas y hasta los pasquines de los poetas populares (Salazar y Pinto 2002. Tomo IV: 150).
                                                                                                                                                                                                                                                                                    
Pero en conjunto con las mismas autoridades eclesiásticas, también adquieren responsabilidad de “echar a la calle” a los pentecostales, los medios de comunicación. El diario “El Mercurio”, el 3 de noviembre de 1909, señalaba: “fanatismo en Valparaíso”: “en Valparaíso se ha producido cierto escándalo alrededor de un grupo de fanáticos, de los mismos que rodean a una histérica conocida entre ellos como la hermana Elena, y que se entrega a actos de fanática exaltación y pretenden tener visiones, hacer curaciones y todo lo que es usual en estas enfermedades mentales…se hacen unas reuniones llamadas “noches de vigilias”, con ritos extraños, sangre de cordero, trance para expulsión de demonios, apariciones y demás paparruchas y accidentes histéricos comunes a la gente que cae en esas exaltaciones… (Palma 1988: 7). Por otro lado, Silva (2003: 16), señala un periódico de la época (refiriéndose al diario El Chileno de Valparaíso) publica en su portada: “El Nuevo Escobar”. La obra de un embaucador, o de un loco. Gritos, desmayos y bofetadas. Escenas tragicómicas. Detalles completos. En su interior, entre otras cosas, el pastor da a su gente un brebaje de sangre de cordero, lo que lleva a la gente a un letargo y les hace caer al suelo5.

Esta posición descalificadora es normal para deslegitimar, no sólo a la mujer considerada como protagonista, sino también al movimiento pentecostal como tal, considerado desde sus inicios como anormal, por ser un movimiento popular. Al respecto, Foucault (2000: 33), señala que la pertenencia del deseo del sujeto a la trasgresión de la norma: su deseo es fundamentalmente malo. Pero ese deseo del crimen siempre es correlativo de una falla, una ruptura, una debilidad, una incapacidad del sujeto. Por eso vemos aparecer regularmente nociones como falta de inteligencia, falta de éxito, inferioridad, pobreza, fealdad, inmadurez, falta de desarrollo, infantilismo, arcaísmo de las conductas, inestabilidad.

De esta manera los “pentecostalizados” fueron echados a la calle porque en esa fecha no le era permitido al “bajo pueblo”, el pueblo de las “chinas” y de los “rotos”, considerado como borrachos, bárbaros, inmorales, ignorantes, pobres, enfermos e indefensos, que adquiriera protagonismo eclesiástico. La Oligarquía se preocupaba de que “el pueblo” no se dejara influenciar por el marxismo; el protestantismo misionero quería liberarlos del misticismo y la anarquía religiosa, con el discurso modernizante, teniendo como imagen Estados Unidos. El medio central era la educación y la cultura del estudio bíblico. Sin embargo, el díscolo populacho reaccionó de una manera distinta de la esperada; no aceptaron la “modernidad religiosa”, sino que decidieron “chilenizar” al protestantismo, prefirieron leer e interpretar la Biblia bajo los lentes culturales propios, vivirlo emocional, afectiva y festivamente. Aprendieron del protestantismo herramientas tan importantes como la fe individual y la centralidad de la Biblia para una revolución, no social, sino individual, pero no quisieron aceptar la razón como centro, así como tampoco el protestantismo extranjero quiso aceptar su autonomía y libertad; frente a ello los “pentecostalizados” optaron por ser echados a la calle como el destino único en ese entonces, para defender su autonomía, cultura religiosa y un “Cristo que no se avergüenza de llamarlos hermanos”.

Dos fenómenos vienen a intensificar y empeorar la problemática de la ortodoxia religiosa:
Los protagonistas de estas “experiencias bárbaras”, fueron los mismos extranjeros Hoover (norteamericano) y la hermana Elena (inglesa). Estos personeros resultaron ser los “sabios honorables”6 para este grupo estigmatizado. Lo más significativo era el impensado protagonismo que adquirió en este movimiento la mujer, cuando la religiosidad oficial hacía incompatibles el “ser mujer” con las tareas sacerdotales y litúrgicas, donde la hegemonía del hombre era total…ellas debían estar lejos del presbiterio y lejos del altar…no se pueden acercar al altar, lo que sería grave…servir como ministro en el altar del Señor es propio únicamente de los clérigos y de los hombres (Salazar y Pinto 2002. Tomo V: 79). De esta manera, la “hermana Elena” es como la Antígona que se yergue en protesta ante el omnipotente poder masculino encarnado en la figura del pastor.

Por otro lado, los niños adquirieron protagonismo, a pesar de la existencia de una sociedad adultocéntrica7 en estas experiencias extáticas. Al respecto relata el mismo Hoover en sus memorias: “una de nuestras niñas del coro, cayó al suelo, y quedó tendida por varias horas, fuera de sí orando, cantando, riendo, llorando…Más tarde tres niñas del coro cayeron al suelo haciendo oraciones de arrepentimiento conmovedoras…una niña de 12 años cantaba tan lindo que nadie la entendía y luego señaló que veía ángeles cantando esa melodía…oí a un niño de 8 años llorando, diciendo que el Señor le estaba limpiando su corazón (Hoover 1977: 37- 39).
De alguna manera antes que fueran echados a la calle, la cultura callejera ya había llegado a ellos: desacralización de los espacios religiosos ortodoxos; inclusión de los niños y mujeres en la reuniones cúlticas; inclusión del cuerpo y de las emociones como expresiones legítimas de religiosidad (es decir, no sólo el alma y la racionalidad), etc.

2.         Quedar en la calle. Esto significa quedar expuesto a los riesgos de la pura contingencia que la calle simboliza y de los que los domicilios los resguarda. Quedarse en la vía pública no sólo significa inopia sino riesgo de extravío, de pérdida de sí mismo, que se moviliza decididamente a través de proyectos definidos. Es símbolo de extravío en medio de la otra que sale al paso para mostrar, convencer, ofrecer, ofrecerse, para amenazar, confundir y perder a aquel que iba distraídamente por lo suyo. Lo otro, que está en nuestro camino, puede aparecer justamente allí, como seducción.(Giannini 2005: 97).

            Quedarse en la calle es quedar desprotegido, perder lo que se posee, es quedar sin un peso en el bolsillo. Son los expatriados de los espacios sagrados cerrados, como el caso del pentecostalismo chileno, quienes nacieron como un movimiento religioso evangélico, debido a que fueron coercionados y/o expulsados de sus congregaciones y se quedaron sin templo y sin apoyo económico extranjero.

            El pentecostalismo, alimentándose de la sabia y de la miel teológica apostólica por una hermenéutica individual y por otro lado en lo socioeconómico, sólo se alimentaba de las “raíces y langostas del desierto”, producto de su origen social, abandonados por los reformistas y revolucionarios, porque ellos eran como los pobres despreciables, el lumpen-proletariado, categorías de personas que estaban fuera del esquema del trabajo social y excluidos de ser una clase revolucionaria, principalmente por la circunstancia que no realizan ningún trabajo productivo, que permanecían apáticos ante el destino de la historia, por su falta de cambio, falta de racionalismo, individualistas privados de conciencia de clase, cuyas acciones sólo eran consideradas como acciones caprichosas, fanáticas y delirios propios de sectores populares.

            Así, el misionero es reemplazado por el predicador callejero; no es un sacerdote ni un profesional de la Palabra, sino un zapatero, el minero, el vendedor de empanadas: en una palabra, es el de la vida cotidiana. El que habla podría ser uno de los que pasan; y el que pasa, podría muy bien algún día ser el predicador. La Palabra de Dios no es ya un monopolio de especialistas, con una gran sorpresa para los burgueses y para los hombres educados, a quienes choca, no sólo el lenguaje de los pentecostales, sino más aún su pretensión de querer hablar de Dios: Esta gente - decía un maestro de escuela - no habla ni siquiera castellano, sino una jerga. No saben escribir, y muchas veces apenas leer. Y citan las epístolas de San Pablo, tan difíciles que los teólogos que trabajan en ellas hace dos mil años, no pueden comprender totalmente. ¿Con qué autoridad enseñan? Pero lo que escandaliza a la gente entrevistada es precisamente lo que le llega y le gusta al pueblo. Aunque el lenguaje se tiña de dialecto y de jerga, el mensaje es escuchado porque le sirve de vehículo la voz del inquilino y del roto; hombres que viven lo que predican, y que viven en el seno de la situación social, de problemas y dificultades, que comparten quienes los escuchan. El que predica es hermano del que oye: participan de la misma clase social y comparten el peso de problemas semejantes para subsistir (Lalive D’ Epinay 1968: 80).

            El predicador callejero predica con el corazón y el lenguaje de la calle, expresa angustia, pero transmite esperanza. La angustia es lo que transversa todo el discurso religioso callejero, “situaciones límites” de las que no se pueden evadir, como la pobreza, la miseria, el desempleo, la enfermedad, sin vivienda, sin escolaridad: estos son los “desheredados del capitalismo”, los “renacuajos del pantano”, que vivían con sed y hambre de justicia, viviendo en tugurios, vecindades, favelas y poblaciones callampas, comiendo “pan de angustia” y “agua de ajenjo”. A éstos, el predicador les ofrecía mansiones, herencia y principados en la ciudad de Dios, ante la ausencia de la más mínima sobra de un paraíso terrestre, ofrecido por la ciudad secular.

            Así, el predicador callejero, como el Gran Viejo de Dostoievski, se preocupó de aquellos, a los más difíciles de integrar, a los despreciados y desamparados, pobres que no podían soportar su propia situación, que sólo saben pedir “pan y circo” para sobrevivir: a éstos reencantó, para que el peso insoportable de su miseria, sea llevadera, ofreciéndoles una vida supletoria, reconstruyendo en lo inmediato una pequeña comunidad en los escarpados laberintos callejeros, “un pequeño refugio contra el viento, como resguardo contra la tormenta; como arroyos de agua en tierra seca, como sombra de un peñasco en el desierto”, e instaló su púlpito en las calles laberínticas y escarpadas de la ciudad, ya que ni siquiera merecían las plazas como lugar de congregación.

3.         Estar en la calle. Esta dimensión ya no significa sólo una situación de violenta y apresurada expulsión, tampoco implica una precariedad contingente, sino que está relacionada con una condición social, cultural y económica determinada que afecta al Ser, en términos heideggerianos. Este estar en la calle implica un significado espacial y otro existencial, es decir, inclusión e involucramiento. En este sentido podemos hablar de “cultura callejera” o “callejerismo”. Según Dreifus (1996: 51), Heidegger quiere llegar a una modalidad de ser (estar) en que podríamos llamar “habitar en”, “residir” o “vivir en”. Cuando habitamos en algo, éste deja de ser un objeto para nosotros y se convierte en parte de nosotros invadiendo y penetrando nuestra relación con los demás objetos del mundo. El habitar es el modo básico de ser en el mundo del Dasein.

Así, el estar en la calle viene a significar habitar o vivir en la calle; y esto no es tanto un simbolismo como una realidad en Chile durante la mayor parte del siglo XX. Salazar y Pinto (2002. Tomo V: 167), señalan que para el primer centenario de la República, la mitad de los habitantes de la capital vivía en “habitaciones insalubres e impropias para la vida”... Medio siglo después, un estudio revela que el 40% de los chilenos vivía en ranchos, rucas, ranchas, pocilgas y conventillos. Así que vivir en estas condiciones habitacionales es lo mismo que vivir en la calle.
El estar en la calle, los espectros de la muerte dominan la calle, que se manifiestan en varios sentidos:

El alcoholismo, no era sólo una propiedad de los hombres ni de las tabernas, sino también de las mujeres y de los conventillos; el hacinamiento influía en el aumento del maltrato infantil, la violación, incesto y estupro; la prostitución.

La tasa de mortalidad infantil por décadas fue las más alta del globo; promedió a nivel nacional 30, 6 (por cada cien nacidos) entre 1906- 1910, para subir al 32, 3% entre 1911 y 1915, teniendo la ciudad de Santiago como centro, ya que marcó 37,0 y 42,5% para ambos periodos, teniendo como récord en 1912 un 48,8%. Los que lograban sobrevivir, su hogar era la calle - lo que demuestra que los niños de la calle no es un fenómeno nuevo -, que vivían en la miseria, mendicidad, delincuencia; estos niños eran realmente expulsados de su hogar a la calle (Salazar y Pinto 2002. Tomo V: 61).

Las construcciones en la ciudad son reflejos de sus calles, por lo cual el templo pentecostal no era distinto de la calle en la que está situado. Para ambos, junto con ser espacios autoconstruidos y no planificados, edificada bajo la lógica de la emergencia y de la contingencia, su finalización y terminación es un proyecto inalcanzable, puesto que están en constante construcción, a medida que los recursos lo permiten. El templo autoconstruido es una estrategia para lograr un lugar donde convivir y compartir en los barrios marginales y poblaciones callampas. Lo más importante no es el estilo de la construcción, sino el sentido de comunidad8 que se construye al respecto; ante la ausencia del capital económico, lo más importante viene a ser el capital comunitario que expresa, solidaridad, confianza y reciprocidad: porque ello es lo importante, lo necesario y lo útil en la calle.

La estética desacralizada del templo obedece a esta cultura del callejerismo, permitiendo sustentar y potenciar el sentido comunitario, la posibilidad de construir en el terreno propiamente cultural la existencia de conjuntos de prácticas sociales e instancias de socialización, que tienden a constituir, preservar y resignificar formas propias de identidad religiosa, vecinal, barrial y callejera, en la que resulta atractiva para otros que están o se sienten abandonados a la deriva del individualismo invalente. De esta manera, en el templo se permite construir formas simbólicas que modifican la manera de vivir y ver el mundo real, y enriquecen los contenidos simbióticos posibles para enfrentar al mundo.

El templo pentecostal se mimetiza con la calle, se erige como una unidad semiótica y simbiótica con aquella, desde donde se grita, se canta y se comparte, es un lugar propio, desacralizado y profanizado, no sólo cúltico, sino que también lúdico, convivencial y recreativo. A medida que avanza la construcción, con la llegada de más feligresía, va constituyendo una expresión plástica llena de significados construidos y reconstruidos por cada uno de sus integrantes: niños, jóvenes, adultos, ancianos, mujeres y hombres. Cada cual toma parte, cada cual contribuye a generar un espacio de vida, produciendo y reproduciendo valores, normas y costumbres desde la vivienda propia, ya que el mismo templo pentecostal trae a la memoria la vivienda propia de cada individuo.

El templo, la calle y la vivienda del creyente tienen casi las mismas características arquitectónicas e historiales, son autoconstrucciones, son productos de la contingencia y la impredecibilidad, en la cual todos participan o han participado, esperando lo que “Dios de”; siempre hay algo que hacer, construir, arreglar, ampliar o pagar. El templo también es una propiedad privada que pertenece a un grupo religioso, con nombres y apellidos: nombre congregacional y fecha y número de decreto pegado en los dinteles, expresando ser minoría e inferioridad religiosa. Estas “casas templos” eran lugares muy modestos en sus inicios, que rompían con la estética sacralidad de los templos y catedrales de plazas, ajenas a la realidad callejera y popular. Muchas veces, los templos eran la misma casa del pastor o de algún hermano, construido con sus mismos recursos, o bien con las donaciones y beneficios de los mismos hermanos; todos participan: se demoraban años en terminar. Así, el templo se constituyó en el segundo hogar de las personas, que no difiere en forma y calidad, donde no hay mucho que caminar para asistir; el pastor representa la imagen paternal como “proveedor espiritual”, así como en el hogar estaba el padre como “proveedor material”.
Pero qué importa las características de la “casa terrenal”, “calles polvorientas” y del “templo terrenal”, cuando el predicador ofrecía un hogar celestial como la “casa diferida”, donde cada uno, por el solo hecho de ser hijo de Dios, tiene una “casa celestial”, producto de la herencia de que el padre tiene para sus hijos; este hogar está en el cielo, que es la de “Jerusalén celestial”, donde sus “calles son de oro”.

Así, el pentecostalismo nació y se desarrolló en la penumbra callejera, pero no es algo nuevo como fenómeno religioso. Una de las primeras calles de inspiración y avivamiento religiosos fue la calle Aldersgate de Londres, Inglaterra, con Wesesley, aunque doscientos años más tarde, los mismos inspirados de este movimiento no pensaron que la historia pudiera repetirse, pero esta vez como tragedia. Pero no se puede negar que el pentecostalismo es un movimiento religioso que nació en la calle, sea por ser echado a la calle, como en el caso de Chile o por estar en la calle, como el caso de Estados Unidos, en la Calle Azusa 312 de Los ángeles, en un viejo edificio cuyo mover religioso fue liderado por un negro. Sin embargo, esta necesidad se transformó en una virtud religiosa para los pentecostales.

Sin embargo, la realidad nacional cambió; se extendió el proceso urbanístico, llegó la escuela, el liceo, la posta, las calles se pavimentaron, llegó el alumbrado público. Lo que implicó que las calles y las poblaciones dejaron de ser marginales y se integraron a la ciudad. Por otro lado, los jóvenes pentecostales accedieron a mejores niveles de escolaridad, acceso a mejores trabajos y salarios, aumentaron las ofrendas y los diezmos de los feligreses y esto contribuyó a que los templos se fueran mejorando en su calidad estructural y así pasaron de la “marginalidad extralegal” a la “visibilidad legal”.

Parafraseando a Vargas Llosa (1986), éstos supieron mostrar a menudo más audacia, empeño, imaginación y compromiso que sus competidores religiosos. Gracias a ellos, no hay en las ciudades más ladrones y alcohólicos de los que existen en sus calles. Pero lo que más debemos agradecerles es que nos hayan mostrado una manera más práctica, cotidiana, inmediata y popular de la deidad, y a su vez una manera más efectiva y eficaz de luchar contra el infortunio. No es el colectivismo planificado y regimentado, sino devolviendo al individuo esa conciencia, iniciativa, confianza y responsabilidad, para luchar contra el averno de la pobreza (quienes lo hemos vivido en carne y hueso, sabemos de qué hablamos), vicios, violencia y desesperanza. ¿Quién lo hubiera dicho?, esos pobres desamparados, de las “callampas”, esos locos y canutos que parecía hablarles al desierto, al vacío y a la nada; mientras ellos creían que “las paredes tienen oídos”, ayudaron a otros a creer en que si bien es cierto para ellos “éste era el peor de los mundos posibles”, todavía había una posibilidad y ésta venía del Espíritu Santo, que permitía potenciar al individuo para romper con aquel hado ineluctable. Y cuando otros empezaron a creer que las cosas habían cambiado, que “las paredes ya no tienen oídos”, sino que ahora “los oídos tienen paredes” para el discurso religioso, empezaron a buscar otros medios más adecuados e indicados para la sociedad globalizada, por lo cual hay que aprovechar esos medios, los de comunicación de masas: radio, televisión e Internet.
Esto ha implicado que el predicador callejero está próximo a desaparecer y nadie lo percibe, porque han aparecido otros protagonistas. Pero el predicador callejero marcó una época del pentecostalismo chileno: marginalidad, estigmatización, religión de derecho privado e invisibilidad. Sin embargo, quizás lo más importante, es que el predicador callejero es parte de la identidad religiosa pentecostal, por lo cual puede ser considerado como parte del patrimonio cultural.

II. EL PREDICADOR CALLEJERO COMO PATRIMONIO CULTURAL INTANGIBLE DEL PENTECOSTALISMO.

Según la UNESCO, se entiende como Patrimonio Cultural Intangible al conjunto de manifestaciones no físicas que representan la identidad de un determinado grupo humano. Abarca los aspectos más importantes de la cultura viva y de la tradición de las comunidades. Su contenido pone de manifiesto diversos elementos dinámicos, tales como los usos, representaciones, expresiones, conocimientos y técnicas. Se transmite de generación en generación; es recreado constantemente por las comunidades o grupos en función de su entorno, su interacción con la naturaleza y su historia, infundiéndoles un sentimiento de identidad y continuidad, contribuyendo así a promover el respeto por la diversidad cultural y la creatividad humana.

Por intangible se entiende, también, lo que no puede tocarse, que no es material; también lo que es sagrado y, por tanto, intocable. Cuando se habla de patrimonio intangible, se habla del “capital cultural invisible,” que tiene un grupo o un espacio determinado. Es decir, los valores, conocimientos, sabidurías, tradiciones, formas de hacer, de pensar, de percibir y ver el mundo, de un grupo social determinado, en este caso el pentecostalismo. Esta sacralidad del patrimonio obedece a bienes materiales y simbólicos que se construyeron a fuerza de martillo y cincel, con lágrimas de angustia, y que vienen a representar una memoria de un pasado lúgubre y caliginoso: endulzado hoy por la resignificación, donde se ha pasado de la ignominia al status ciudadano. La sacralidad también le viene, porque se transforman en iconos de libertad, que sólo tienen significado para aquellos que han sido esclavos y que han roto esas cadenas a precio de sangre que se vierten por la venas rotas, cuyas marcas se extienden por los descendientes más inmediatos. Así, el patrimonio viene a ser memoria de un pasado resignificado y reinventado en el presente.

Hoy por hoy, según Arévalo (2004: 929), los bienes patrimoniales constituyen una selección de los bienes culturales, componiéndose por los elementos y las expresiones más relevantes y significativas culturalmente. Remite a símbolos y representaciones, a los “lugares de la memoria”, es decir, a la identidad. Desde este punto de vista, el patrimonio posee un valor étnico y simbólico, pues constituye la expresión de la identidad de un grupo social, sus formas de vida. Las señas y los rasgos identificatorios, que unen al interior del grupo y marcan la diferencia frente al exterior, configuran el patrimonio. Ahora bien, el sujeto del patrimonio es la gente (la sociedad) y sus formas de vida significativas (el patrimonio).

Con la emergencia de la globalización como un fenómeno avasallante, se ha producido lo que Gómez (2004), denomina una “activación patrimonial”, cuya novedad consiste en que dicha activación ya no corre a cargo del Estado como principal agente patrimonializador. Ello se tradujo en que unos objetos o fenómenos más que otros fueron considerados como patrimoniales, que por lo general era lo monumental, lo arqueológico o lo museístico, reflejando, desde un punto de vista de la estratificación social, un sentido focalizado, exclusivista y elitista de la cultura.

Para el resto de los bienes simbólicos era considerado: arquitectura popular; literatura popular (generalmente oral); artesanías; religiosidad; música popular; supersticiones (Arévalo 2003: 930). Para el caso pentecostal, se le considera como secta, herejía o religiosidad popular, que no ameritaba mayor importancia. Menos aún que sus símbolos, iconos y construcciones merezcan llamarse patrimonio cultural.

Sin embargo, como señala Gómez (2004), la cuestión del patrimonio ha desbordado a los dos responsables de estas tareas: los profesionales o especialistas de la conservación y el Estado, encerrados en su mundo de cuestiones técnicas y materiales, y sin recursos materiales o de voluntad política para hacer frente la oleada patrimonializadora que vivimos. Pero para el caso de Chile, y América Latina en general, la Iglesia Católica ha sido también otro agente responsable en la patrimonialización, sobre todo en el Norte (entre los aymaras) y Sur de Chile (en Chiloé).
Estos tres vigilantes del patrimonio cultural conciben el patrimonio como algo común a todos los miembros del país, de su identidad, su cultura, su historia que los une como pueblo, transformándose en un sustrato cultural. Dicha concepción esencializada oculta las diferencias sociales, económicas, culturales y religiosas de la sociedad, omite el conflicto y esconde los mecanismos institucionales a través de los cuales las clases hegemónicas seleccionan los bienes culturales que han de formar parte del patrimonio cultural de una nación y construyen los discursos políticos de unidad y homogeneidad cultural.

Es decir, conciben como patrimonio cultural su propio patrimonio y lo hacen extenso a toda la sociedad y luego desacreditan y deslegitiman los otros patrimonios como no relevantes, siempre recurriendo a la cronología y a la representatividad estadística de la “mayoría nacional”. Logran dicha homogeneización porque poseen los recursos políticos, económicos y culturales; de esta manera, a través del patrimonio cultural se produce la dominación simbólica; monumentación del patrimonio y reificándose en los museos y reproduciéndose en los textos escolares y en los símbolos patrios e históricos. Luego reclaman los recursos del Estado para conservación, reestructuración e imposición, como algo de todos. No son conscientes ni quieren estarlo, que esta construcción clásica del patrimonio es parte de la ideología dominante y homogeneizante; lo que es y no es patrimonio se considera en cada momento histórico por los grupos hegemónicos y un consenso profesional. El patrimonio es una reflexión sobre el pasado y el presente, de ellos como nuestro, de un grupo determinado y dependiendo del poder que este grupo tenga, lo impone como lo nacional y logra hacerlo como símbolo de aglutinación.

Bajo esta ideología dominante y clásica, jamás el predicador callejero pentecostal sería considerado como parte del patrimonio nacional, ya que viene a representar la identidad9 cultural y la memoria colectiva de los evangélicos, identificados a partir del predicador como canuto 10. El vocablo pasó a ser parte del habla común; pero como estigma, ya que el término pronto se desvinculó de su origen y se relacionó con una “planta hueca y vacía”, que desprende sonidos sonoros de interpretación individual. Así que de la misma forma, los canutos representaron el fanatismo y la locura religiosa. Pero también representaban una forma de vestir, hablar y de ser, es decir, una forma de vida.

Esta concepción estigmatizante se encuentra en los mismos intelectuales, como Joaquín Edwards Bello, escribiendo a mitad del siglo y en la ciudad de origen del pentecostalismo chileno, Valparaíso, decía que "protestantes y variaciones de credos cristianos no católicos abundan. Se trata de algo serio. Aparte del grupo de creyentes primitivos que se estacionan en ciertas calles para arengar al vacío y cantar salmos agradables, hay templos e instituciones sólidamente plantados en todos los barrios. En la calle Condell la Iglesia Protestante, que decimos nosotros. La más antigua. Cuando se estrenó las damas católicas si acertaban pasar por el frente de ella se persignaban apretando el paso. Hoy es otra cosa, en la calle el Olivar se encuentra otro templo de los llamados Canutos, nombre originado en un calvinista francés llamado Canut de Bon. En la calle Blanco se encuentra otro establecimiento de tipo canuto, llamado Asamblea de Dios. Su lema dice: Dios es amor. No de otra manera se expresó Alessandri, sólo que el canutismo se distingue del catolicismo en su indiferencia por la política. En la calle San Martín vi otro templo evangelista y cerca de él se encuentra la Casa del Ejército de Salvación, sólido edificio de cuatro pisos. Me dicen que cada cerro cuenta con una cuota de canutos (Fernández 2001)”.

La globalización y la extensión democratizadora de la sociedad como fenómeno universal en las sociedades plurales, aparte del reconocimiento del patrimonio de las elites culturales, se está tomando conciencia del valor del patrimonio de la sociedad democrática, es decir, de las formas de vida de los grupos y las categorías que no detentan el poder político, social y económico, o lo que es lo mismo, las culturas populares. Frente al patrimonio monumental, trasunto de la cultura oficial, existe un patrimonio modesto, especialmente representado por las manifestaciones creativas de la cultura popular y tradicional. El patrimonio es visto como un elemento significativo de la identidad grupal, por ello se considera ahora el valor simbólico, es decir, la capacidad de representatividad de los distintos referentes y elementos patrimoniales. Entendido como construcción social, es decir, la idea que el patrimonio cambia según los grupos sociales. Y el concepto es obra, además, de una construcción cultural, porque cambia, asimismo, de unas culturas a otras. Y también histórica, porque tanto su percepción como su significado se modifican según los contextos históricos y a partir de la selección que se hace, en cada período temporal, de unos u otros referentes patrimoniales, es una expresión identitaria. De manera que remite a una realidad icónica (expresión material), simbólica (más allá de la cosificación y la objetualidad) y colectiva (expresión no particular, sino de la experiencia grupal); porque el patrimonio cultural de una sociedad está constituido por el conjunto de bienes materiales, sociales e ideacionales (tangibles e intangibles) que se transmiten de una generación a otra e identifican a los individuos en relación contrastiva con otras realidades sociales (Arévalo 2004: 931).

            El patrimonio, representa lo que cada grupo humano selecciona de su tradición, se expresa en la identidad; constituyen las formas de vidas materiales e inmateriales, pretéritas o presentes, que poseen un valor relevante y son significativas culturalmente para quienes las usan y las han creado. Está integrado, consiguientemente, por bienes mediante los que se expresa la identidad. Es decir, los bienes culturales a los que los individuos y la sociedad en su conjunto otorgan una especial importancia, revistiendo formas ideológicas y discursivas de un determinado grupo que son adoptadas por la “mayoría nacional”, como parte del nosotros; de esta manera, hablamos de la democratización patrimonial, es decir, la aceptación patrimonial de grupos, otrora marginados, discriminados y estigmatizados, mantenidos en la invisibilidad y la desciudadanización, pero que hoy se revierte dicha condición, producto de una sociedad más tolerante, pluralista y diversa.

El predicador callejero no era sólo un heraldo soliloquio de la calle, sino que además estaba muchas veces acompañado de música e instrumentos populares, tradición que se adoptó, principalmente, a partir de la conversión de los hermanos Ríos, quienes habían trabajado con sus guitarra en el circo. Pero este espectáculo circense lo trasladan inicialmente a la calle y luego dado el éxito obtenido en las predicaciones callejeras, se implementa en el templo, que hasta ese entonces la guitarra era un instrumento popular asociado a la fiesta de los restoranes y al alcohol; por lo cual, para muchos pentecostales asociados a la religiosidad metodista, aún, esto era como “traer el mundo a la iglesia” o bien “entró el diablo a la iglesia”, ya que los himnos que ahora se tocaban con la guitarra, adquirían melodías populares. Ello contribuyó a que la religiosidad pentecostal fuera atractiva y el “ser canuto” estuviera asociado a: Biblia bajo el brazo, el traje azul, la guitarra y el predicar en la calle, lo que de alguna manera en este “ser pentecostal” en Chile influyó la imagen del metodismo pentecostal11 .

La legitimación del predicador callejero como patrimonio cultural les abre posibilidades a los pentecostales, que su cultura religiosa y su religión pueda ser reconocida, valorada y demandada y no sólo considerar al predicador callejero como folklorismo, caracterización propia de la literatura socioantropológica desde una posición académico-cientificista y artística. Concebir al predicador callejero como patrimonio pentecostal significa una resignificación del pasado, una memoria de discriminación, estigmatización, resiliencia grupal y democratización de los símbolos religiosos; significa una garantía de continuidad deliberada del pasado, ya no como grupo marginalizado, sino visibilizado como la “presencia actual del pasado”, pero también como garantía actual para el futuro, llegando hasta convertirla en signo de identidad no estigmatizada ni deteriorada de sus actores, sino revistiéndola de emocionalidad profunda para sus integrantes.

En Chile, la conservación del patrimonio cultural es un tema homogéneo, ya que se privilegia lo material y en términos religiosos se privilegia los templos católicos, pero no hay referencia a una revalorización de las representaciones evangélicas y más bien pentecostales. Según Rodrizales, existen dos principales planteamientos respecto a la salvaguardia del patrimonio cultural intangible: 1) Transformarlo en una forma tangible, y 2) Mantenerlo vivo en su contexto original. El primero exige la realización de tareas de documentación, registro y archivo y su objetivo es garantizar la existencia perpetua de este tipo de patrimonio. Con el segundo planteamiento se pretende mantener vivas las expresiones culturales inmateriales mediante el fomento de su revitalización y la transmisión entre generaciones. De este modo, se ofrece reconocimiento e incentivos a los custodios del patrimonio (transmisores, actores y creadores de diversas expresiones culturales), no sólo para preservar, sino también para mejorar sus habilidades y su capacidad artística.
            En el caso del pentecostalismo, las dos formas de tangibilizar la figura del predicador callejero como patrimonio cultural pentecostal serían: levantar monumentos al predicador callejero en ciudades como Valparaíso, Santiago y Concepción, ciudades históricas de su nacimiento. Y lo otro, sería democratizar los nombres de las calles, ya que hoy estos nombres tienen cuatro características: centralistas, masculinas, militares y católicas. Su democratización sería al respecto poner nombres de pastores o predicadores pentecostales o protestantes a calles donde tienen sus templos, que llevan mucho tiempo en esos lugares o bien a calles o poblaciones nuevas. Esto sería un reconocimiento a la memoria y la historia de los otros, negados e invisibilizados, pero hoy reconocidos como parte del otro Chile, del Chile cristológico y no sólo mariano, esto es del Chile evangélico, para que la historia del centenario pentecostal sea parte del bicentenario de Chile.

  1. CONCLUSIÓN. DE LA PERSECUCIÓN A LA INDIFERENCIA.

 El pentecostalismo chileno nació en la calle, debido a su exclusión y exoneración de los roles y espacios sacralizados protestantes. Esto se debió a tres factores: la localización cultural de los símbolos y significado religiosos; la inserción de la mujer y de los niños en roles y espacios sagrados, propio de lo masculino y adulto; y el protagonismo que adquirió el pueblo lego, llano, liso y desheredado, en las reuniones cúlticas.
Aquello fue visto como anormalidad y profanación hierática, por parte de las autoridades protestantes y en conjunto con la prensa local, los espíritus del pasado, conjuraron temerosos con disfraces augustos y venerables, exageraron en la fantasía, de acusar a este mover religioso de artificioso, movidos por un puro espectro del fanatismo extasiado, productos de las féminas fáusticas de las deudas, miseria, escasez y angustia.
 Esto condujo a los pentecostalizados al autoexilio en la calle, como el único lugar posible de la autonomía. La calle en ese entonces (1909), lugar de noches profundas y de espantos; donde el aire estaba lleno de fantasmas que nadie sabía cómo huir de ellos y la muerte entraba por las ventanas llevándose a los niños y hombres languidecientes. Hollaron el lodo, llevando sobre su cerviz el yugo de la exclusión y la independencia religiosa como pendón. Aquí en este lugar, recurre al único recurso existente y extraído de la marginalidad metodista, el predicador callejero heraldo que herbajeaba a los transeúntes; este panegirista vestido de silicio,  visto como vástago abominable,  que  muchos respondían con baldón, llamaba a los desterrados y desheredado del sistema, señalando que se acercaban los tiempos en donde el atormentador fenecerá y el desbastador  tendrá fin, en donde el báculo y el cetro de los señores serán traspasados a los oprimidos y los que moran en lugares purpúreos y consulares, serán hollados en el muladar.
Este predicador callejero, y laúdico de pagodas  de tierras desiertas y despobladas, pronto dejó de ser morador del polvo, producto de la urbanización, modernización y la pavimentación de las calles. Han aparecido, otros espacios públicos donde concurren los parroquianos. Hoy el predicador callejero es memoria. Es un “paladín” que luchó y soñó con un Chile para Cristo, fue un quijote que lidió contra gigantes y dragones intolerantes y opresores. Fue un Cid callejero, que se opuso a su destino miserable y marginal. Sin embargo, hoy por hoy, aparecen nuevos gigantes por el cual luchar, el olvido, la invisibilidad y la indiferencia, mimesis de la intolerancia. Por lo cual, se hace necesario que el Leviatán tortuoso y sinuoso, de la pluralidad religiosa, reconozca al predicador callejero como patrimonio del pentecostalismo chileno y  reconocimiento de la igualdad religiosa.

 

REFERENCIAS

 

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1 Miguel Mansilla Aguero mmansill@hotmail.com
Universidad Arturo Prat, Iquique, Chile
Sociólogo. Universidad Arturo Prat
Magíster en Ciencias Sociales. Universidad Arturo Prat- Universidad Marc Bloch, Estrasburgo. Francia
Alumno del Doctorado en Antropología Universidad de Tarapacá (Arica – Chile)
Becario Mecesup Universidad de Tarapacá (Arica) y Universidad Católica del Norte (Antofagasta).

2 Levíticos Cáp. 13: versos 45- 46. Biblia Versión Reina -Valera. Revisión 1969. Editorial Vida.

3 Levíticos Cáp. 16: versos 20- 22. Op.cit.

4 El 12 de septiembre de 1909, mientras participaba en un culto dominical matutino en la Segunda Iglesia de Santiago (Sargento Aldea), la hermana Elena pidió autorización del pastor local, W, Robinson, para dirigirse a la congregación. El pastor se negó a autorizarla, a pesar de que algunos hermanos insistieron que la dejara hablar. En la tarde, la misma situación se produjo en Montel, local dependiente de la Segunda Iglesia. Pero esta vez, ante la negativa del pastor, la gente deseaba escuchar a la hermana Elena. Salió al patio y posteriormente se produjo un confuso incidente en el que el pastor se cayó y se rompió la cabeza. El pastor W. Rice, de la Primera Iglesia, temiendo que tal situación se repitiera nuevamente en el culto vespertino, pidió la presencia de la policía. Efectivamente, la hermana Elena intentó, a pesar de la negativa del pastor, dirigirse a la congregación, siendo arrestada. Para ese arresto fue necesario pedir refuerzos policiales, ya que quienes apoyaban el avivamiento intentaron evitar la detención de la profetiza

5 Esta acusación obedece más bien a un desconocimiento de los códigos lingüísticos manejados por el grupo, ya que la idea de “la sangre del cordero”, en el pentecostalismo hace referencia a los sufrimientos de Jesús y cómo estos sufrimientos hacen que la divinidad sea empática con los sufrimientos del creyente; también la sangre de Jesús, hace referencia al vino de la Santa Cena y el Cuerpo de Jesús al pan (lo que los códigos religiosos católicos son el vino y la hostia). Pero es obvio que en esta época reinaban los prejucios, la estereotipación negativa y la estigmatización a los grupos populares y más a la religión popular, ya que siempre era catalogada de atraso y superstición en función de la eclesia oficial.

6 Cuando hablamos de “sabios honorables”, nos referimos al concepto señalado por Goffman (1998: 41), son referidas a las personas normales cuya situación especial las lleva a estar íntimamente informadas acerca de la vida secreta de los individuos estigmatizados y a simpatizar con ellos, y que gozan, al mismo tiempo, de cierto grado de aceptación y de cortés pertenencia al clan. Las personas sabias son los hombres marginales ante quienes el individuo que tiene un defecto no necesita avergonzarse ni ejercer un autocontrol, porque sabe que, a pesar de su imperfección, será considerado como una persona corriente.

7 En esta sociedad adultocéntrica, la niñez era invisible y silenciosa; debía callar, tanto en su hogar como en la iglesia; por ello es tan sorprendente que en el pentecostalismo, la niñez adquiriera protagonismo, sobre todo la capacidad de transmitir mensajes religiosos, propios de los adultos varones.

8 En este espacio comunitario, la reciprocidad es entendida como “volver la mano”, o un modo de intercambio centrado en la generosidad, entendido no como una cualidad puramente moral, sino un efecto de la necesidad económica: “es la escasez y no la abundancia lo que vuelve generosa a la gente”. Así, la reciprocidad surge en una situación de carencia. Cuando la supervivencia física o social de un grupo se encuentra en juego, la gente moviliza sus recursos sociales y los convierte en recursos económicos (Adler 1981: 205). Se sigue la lógica del sentido común: “hoy por ti, mañana por mí” en complemento con la lógica bíblica adaptada por el pentecostalismo “el que siembra con abundancia con abundancia cosechará”; así, las relaciones de hermandad vienen a sustituir las relaciones de compadrazgo del catolicismo. Por esta razón, estas relaciones de reciprocidad y solidaridad se dan en un ambiente de confianza, centrado en la cercanía física: en la misma calle; cercanía afectiva: ser hermanos y cercanía social; ser pobres: pero ni tan pobres como para no compartir algo.

9 La identidad es un sistema de relaciones y representaciones a través del cual un actor social, sea colectivo o individual, se define a sí mismo con respecto a los demás. Es decir, la identidad no implica sólo la pregunta, quién soy, sino también quién soy a los ojos de los demás, del “otro”. Hay que entender la identidad no sólo como un hecho social, sino como una relación en constante construcción a través de la interacción social. La formación de la identidad emplea un proceso de reflexión y observación simultáneas que tiene lugar en todos los niveles del funcionamiento mental. Según este proceso, el individuo se juzga a sí mismo a la luz de lo que percibe como la manera en que los otros lo juzgan a él, comparándolo con ellos y en los términos de una tipología significativa para estos últimos; por otra parte, juzga la manera en que los otros lo juzgan a él, a la luz del modo en que se percibe en comparación con los otros y en relación con tipologías que han llegado a se importantes para él. Por suerte, este proceso es, en su mayor parte, inconsciente (Gysling, 1992: 13).

10 Esta asignación nace de la tradicional predicación callejera iniciada por Juan Canut de Bon quien llega a Chile procedente de España en 1871 como sacerdote jesuita, pero que se convirtió a la iglesia protestante y se hizo pastor metodista. Él instauró la prédica del evangelio en la calle como una modalidad de dar a conocer los mensajes Bíblicos. Esta metodología predicativa no fue continuada por el metodismo, sino por el pentecostalismo y que paulatinamente le va sumando otros signos como la guitarra, el corito, el traje azul y la Biblia bajo el brazo.

11 Sin embargo, la Iglesia Evangélica Pentecostal mantuvo la posición de Hoover de considerar como tendencias mundanas a la asociación de la guitarra con el baile y la bebida. Sentía que el órgano proveía un acompañamiento musical adecuado. Compuso una colección de himnos tradicionales y música; transcribiendo los arreglos esmeradamente, nota por nota, tradujo cientos de himnos al español que aun hoy se usan en la iglesia.

 

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